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Abajo, donde la acción había comenzado, la niebla se mantenía espesa. En lo alto había aclarado, pero no se veía aún lo que estaba sucediendo delante. ¿Estaban todas las fuerzas enemigas a diez kilómetros, como se había supuesto? ¿O estaban allí mismo en la línea de la niebla? Hasta las nueve nadie pudo saberlo.

A las nueve de la mañana la niebla se extendía abajo, como un mar, pero en la aldea de Schlapanitz, en la altura donde se hallaba Napoleón rodeado de sus mariscales, la claridad era perfecta. Encima de ellos se extendía un cielo límpido y azul, y el enorme disco solar, como una gigantesca boya roja, se mecía sobre la inmensa superficie lechosa de la niebla. Todo el ejército francés, incluidos Napoleón y su Estado Mayor, no se hallaba en la otra orilla del río, más allá de las aldeas de Sokolnitz y Schlapanitz, tras las cuales tenían los rusos la intención de tomar posiciones e iniciar el combate, sino en esta otra ribera, tan cercana al enemigo que Napoleón podía distinguir a simple vista a un soldado de infantería de uno de caballería. Napoleón, un poco separado de sus mariscales, montaba un pequeño caballo árabe gris y llevaba el mismo capote azul que usara en la campaña de Italia. Silencioso, miraba fijamente hacia las colinas que iban destacándose del mar de la bruma y en las cuales, a lo lejos, se movían las tropas rusas y oía el estrépito de las descargas de fusilería en la vaguada. No se estremecía ni una sola fibra de su rostro, todavía enjuto en aquella época. Sus ojos brillantes se mantenían fijos en un punto. Sus conjeturas eran acertadas; parte de las fuerzas rusas habían descendido ya hacia el barranco, a las charcas y los lagos, y otra parte dejaba los altos de Pratzen, que él tenía intención de ocupar y a los que consideraba posiciones clave. A través de la niebla podía ver el avance de las tropas rusas cerca de Pratzen que, con sus bayonetas brillantes, descendían por el entrante de dos montañas hacia las partes bajas del valle. Aquellas columnas iban hundiéndose, una tras otra, en la niebla. Por las noticias recibidas la víspera, por el ruido de pasos y ruedas que se había oído durante la noche en las avanzadillas y por el desordenado movimiento de las columnas rusas, veía claramente que los aliados lo suponían lejos, que las columnas rusas, que se movían junto a Pratzen, constituían el centro del ejército ruso y que ese centro era ya suficientemente débil para que él pudiese llevar a cabo un ataque victorioso. Pero no se decidía a comenzar aún.

Aquél era para Napoleón un día solemne: el aniversario de su coronación. Antes del alba había dormido unas horas, y ahora, tranquilo, jovial, descansado, en esa feliz disposición de ánimo en la que todo parece posible y todo se consigue, había montado a caballo para dirigirse al campo de batalla. Permanecía inmóvil, mirando hacia las colinas que se iban liberando de la niebla; su rostro frío reflejaba aquel matiz peculiar de seguridad en sí mismo, la seguridad de merecer la felicidad que sólo se encuentra en la sonrisa del muchacho enamorado y feliz. Los mariscales permanecían detrás de él sin atreverse a distraer su atención. El Emperador contemplaba, ya los altos de Pratzen, ya el sol que emergía de entre la niebla.

Cuando el astro hubo remontado la bruma y comenzó a brillar con esplendor deslumbrante sobre los campos, Napoleón, como si no esperara otra cosa para dar comienzo a la acción, se quitó el guante de su bella mano blanca, hizo un gesto a los mariscales y dio la orden de iniciar la batalla. Los mariscales, acompañados por los ayudantes de campo, galoparon en direcciones diversas, y pocos minutos después el grueso del ejército francés avanzaba hacia los altos de Pratzen, cada vez más abandonados por las tropas rusas que descendían por la izquierda hacia la vaguada.

XV

A las ocho, Kutúzov entraba a caballo en Pratzen, a la cabeza de la cuarta columna de Milorádovich, que debía reemplazar las columnas de Prebyzhevsky y Langeron, que ya habían descendido al llano. Saludó a los soldados del primer regimiento y dio órdenes de iniciar la marcha, dando así muestras de que tenía intención de conducir por sí mismo aquella columna. Al llegar a la aldea de Pratzen se detuvo. El príncipe Andréi estaba detrás del comandante en jefe, entre el gran número de personas de su séquito. Bolkonski se sentía conmovido, excitado y, al mismo tiempo, resuelto y tranquilo, como el hombre que ve llegar un momento hace tiempo esperado. Estaba firmemente convencido de que aquel día sería su Toulon o su Puente de Arcola. No sabía cómo iba a suceder, pero estaba convencido de que ocurriría así. Conocía el terreno y la disposición de las tropas, es decir, todo lo que de eso podía saberse en el ejército ruso. Había olvidado su propio plan estratégico (que ahora no podía pensar en poner en práctica) y, adaptándose al plan de Weyrother, reflexionaba sobre las eventualidades que pudieran surgir y que hiciesen necesarias sus rápidas decisiones y su energía.

A la izquierda, se oía el fragor de la fusilería entre ejércitos que no se veían. Le pareció que allí iba a desarrollarse la batalla, surgirían dificultades y “me enviarán allí con una brigada o una división —pensaba—; avanzaré con la bandera en la mano y arrasaré todo lo que encuentre por delante”.

El príncipe Andréi no podía mirar con indiferencia las banderas de los batallones que pasaban. Al verlas pensaba: “Tal vez con ésa tendré que ir delante de las tropas”.

La bruma de la noche había dejado las alturas cubiertas de escarcha, que se iba convirtiendo en rocío; en la vaguada, en cambio, la niebla se extendía todavía como un mar blanquecino. Todo parecía invisible allá abajo, sobre todo a la izquierda, hacia donde descendían las tropas rusas y de donde llegaban los estampidos de las descargas. Sobre las colinas relumbraba el cielo no del todo diáfano y a la derecha surgía el enorme globo del sol. Delante, a lo lejos, en la otra parte del mar de niebla, donde asomaban las boscosas colinas y debía de encontrarse el ejército enemigo, parecía verse algo. A la derecha, la Guardia penetraba en la zona brumosa dejando tras de sí un sonoro rumor de pasos y de ruedas; de cuando en cuando brillaban las bayonetas. A la izquierda, detrás de la aldea, masas de caballería se acercaban para luego hundirse en la niebla. Por delante y por detrás iba la infantería. El general en jefe permanecía a la salida del villorrio dando paso a las tropas que desfilaban delante de él. Kutúzov parecía fatigado e irritado aquella mañana. La infantería se detuvo sin que nadie hubiera dado la orden para ello; era evidente que algo les impedía el paso.

—Dígales de una vez que formen en columnas de batallón y rodeen el pueblo— ordenó colérico Kutúzov a un general que se le acercaba. —¿No comprende, su Excelencia, muy señor mío, que no podemos alargar tanto la formación por la calle de una aldea cuando se marcha contra el enemigo?

—Había pensado hacerles formar a la salida del pueblo, Excelencia— respondió el general.

Kutúzov se echó a reír con acritud.

—¡Excelente idea la de desplegar las fuerzas frente al enemigo! ¡Excelente idea!

—El enemigo está todavía lejos, Excelencia. Según la orden de operaciones...

—¡La orden de operaciones!— gritó Kutúzov, montando en cólera. —¿Quién le ha dicho eso?... Tenga la bondad de hacer lo que le mando.

—A sus órdenes.

—Mon cher, le vieux est d'une humeur de chien 235— susurró Nesvitski al príncipe Andréi.

Un oficial austríaco, con plumaje verde en el sombrero y uniforme blanco, se acercó a Kutúzov y le preguntó, en nombre del Emperador, si la cuarta columna había entrado en acción.

Kutúzov se volvió sin responderle y sus ojos se fijaron casualmente en el príncipe Andréi, que estaba a su lado. Al ver a Bolkonski, su irritada y mordaz expresión se dulcificó como reconociendo que su ayudante de campo no tenía culpa alguna de lo que estaba sucediendo. Y sin contestar al general austríaco, se dirigió a Bolkonski:

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