—Si te pones un palo entre las piernas tendrás caballo— terció el húsar.
VIII
El resto de la infantería atravesó el puente deprisa apretándose en cuña hacia la entrada. Pasaron por fin todos los carros, las apreturas cedieron y el último batallón pudo entrar en el puente. Al otro lado, frente al enemigo, solo quedaban los húsares de Denísov. Los franceses eran visibles desde la montaña de enfrente, pero no desde el puente, ya que desde la cañada por donde corría el río, el horizonte estaba limitado a medio kilómetro de distancia por una colina. Se extendía delante un espacio desierto, en el que se movían patrullas de cosacos. De pronto, en las alturas opuestas del camino, aparecieron tropas vestidas con capote azul, y artillería. Eran los franceses. La patrulla descendió al trote. Todos los oficiales y soldados del escuadrón de Denísov, por más que pretendieran distraerse hablando de cosas ajenas a lo que sucedía y mirando hacia otra parte, no cesaban de pensar en lo que había en la colina y volvían una y otra vez los ojos hacia las manchas que aparecían en el horizonte y que identificaban como tropas enemigas. Hacia las doce el cielo se había aclarado de nuevo y el sol brillaba limpio sobre el Danubio y las oscuras montañas que lo rodeaban. Todo estaba en calma, y desde la otra montaña llegaban de vez en cuando los sones de las trompetas y los gritos del enemigo. Entre los franceses y el escuadrón no había nadie, salvo algunas patrullas aisladas. Los separaba un vacío de unos seiscientos metros que permanecía desierto. El enemigo había cesado el tiroteo y podía percibirse mejor aquella línea terrible, amenazadora, rigurosa e imperceptible que dividía a dos ejércitos enemigos.
"Un paso más allá de esa línea, que recuerda la divisoria entre los vivos y los muertos, y se cae en lo desconocido, en el dolor y en la muerte. ¿Y qué hay allí, quién está detrás de ese campo, de aquel árbol, de aquella techumbre iluminada por el sol? Nadie lo sabe, pero querrían saberlo. Es terrible cruzar esa raya, pero querrían hacerlo. Nadie ignora que tarde o temprano habrá que cruzarla y conocer entonces lo que hay más allá, en la otra parte de la divisoria; lo mismo que algún día habrá que saber fatalmente qué hay más allá, al otro lado de la muerte. Y a pesar de todo uno se siente fuerte, sano, alegre y excitado rodeado por otras personas que se sienten también fuertes, alegres y excitadas.” Si no lo piensa, así siente, al menos, todo hombre a la vista del enemigo, y esa sensación infunde un brillo especial y una jubilosa rudeza a cuantas impresiones se suceden en esos instantes.
Una nubecilla blanca surgió de la colina donde estaba el enemigo y un proyectil pasó silbando sobre las cabezas del escuadrón de húsares. Los oficiales que permanecían juntos se separaron para ocupar sus puestos; los húsares alinearon rápidamente los caballos. En el escuadrón se hizo un gran silencio. Todos miraban delante de sí al enemigo y al jefe del escuadrón, cuyas órdenes esperaban. Se sucedieron un segundo y un tercer disparos. Evidentemente estaban tirando sobre los húsares; pero los proyectiles, con su silbido uniforme, pasaban por encima del escuadrón y caían a sus espaldas. Los húsares, de rostros parecidos y muy distintos, no se volvían, pero a cada nuevo silbido, como obedeciendo a una orden, contenían la respiración mientras volaba el proyectil, se erguían sobre los estribos y después se dejaban caer. Los soldados, sin volver la cabeza, se miraban de reojo, curiosos del efecto producido en sus compañeros. En todas las caras, desde Denísov hasta el trompeta, era fácil observar, junto a los labios y el mentón, un rasgo común: espíritu combativo, tensión nerviosa y emoción. El suboficial de alojamiento fruncía el ceño mirando a los soldados, como amenazándolos con algún castigo. El cadete Mirónov se inclinaba al paso de cada proyectil. Rostov, en el flanco izquierdo, montado sobre su Grachik, que, a pesar de la fatiga, conservaba su bella estampa, mostraba el aire radiante de un escolar llamado a examen ante un gran público y seguro de distinguirse en la prueba. Miraba a todos con clara y serena expresión como pidiendo que se fijasen en lo tranquilo que estaba ante el estallido de los obuses. Pero en su boca aparecía, muy a su pesar, un nuevo gesto de gravedad.
—¿Quién saluda por ahí? Eso no está bien, Mirónov. ¡Mírame a mí!— gritó Denísov, que no podía estarse quieto e iba y venía en su caballo delante del escuadrón.
Vaska Denísov, con su cabeza de cabellos negros, su pequeña nariz chata y su bien proporcionada figura, empuñando con la mano surcada de venas, de cortos y velludos dedos, el sable desenvainado, estaba tan arrogante como solía estarlo siempre, sobre todo al atardecer, después de haber bebido un par de botellas. Estaba, sí, un poco más colorado que de costumbre, y su cabeza de abundante pelo se erguía como la de los pájaros cuando beben. Hincó sin piedad las espuelas en los costados de su noble Beduinoy, como cayendo hacia atrás, se dirigió al otro flanco del escuadrón para gritar con voz ronca a sus hombres que revisaran bien las pistolas. Se acercó a Kirsten. El capitán segundo se aproximó al paso sobre su grande y pesada yegua. Con sus mostachos poderosos, Kirsten permanecía serio y grave como siempre, aunque sus ojos brillaban más de lo acostumbrado.
—¿Qué hay?— dijo a Denísov. —No llegaremos a las manos. Ya verás como nos mandan volver.
—¡El diablo sabe lo que hacen!— gruñó Denísov. —¡Hola, Rostov!— se volvió al joven al ver lo alegre que estaba. —Por fin entras en fuego.
Y sonrió con gesto de aprobación, evidentemente feliz por la alegría del cadete. Rostov se sintió plenamente dichoso. En aquel instante apareció sobre el puente un general. Denísov galopó hacia él.
—¡Excelencia! ¿Me permite que los ataque? Los haré retroceder.
—¡Para ataques estamos!— dijo el general con voz aburrida, haciendo muecas como si tratara de sacudirse una mosca inoportuna. —¿Por qué está aquí? ¿No ve que los flanqueadores se están retirando? Vuelva atrás con el escuadrón.
El escuadrón, en efecto, volvió a cruzar el puente hasta colocarse fuera del radio de acción de los proyectiles, sin sufrir una sola baja. Seguidamente, pasó un segundo escuadrón, que estaba en cadena, y salieron los últimos cosacos.
Dos escuadrones del regimiento de Pavlograd, después de atravesar el puente uno tras otro, se dirigieron hacia la montaña. El coronel Karl Bogdánich Schubert se acercó al escuadrón de Denísov y puso su caballo al paso, no lejos de Rostov, al que no dirigió ni una sola mirada aunque se veían por primera vez después de la discusión originada por el robo de Telianin. Y ahora Rostov, que allí en las filas se sentía bajo el poder de aquel hombre ante el cual se consideraba culpable, no dejaba de mirar su espalda atlética, su rubia cabeza y su cuello rojo. A veces le parecía que el coronel Bogdánich fingía no reparar en él pero que su objetivo era probar el valor del cadete; entonces, se enderezaba orgulloso y miraba alegremente a su alrededor; otras, pensaba que Bogdánich se había aproximado para mostrarle su propio valor, que emprendería un desesperado ataque sólo para castigarlo a él; o que, tras el ataque, del que saldría herido, el coronel se le acercaría para tenderle la mano, con un magnánimo gesto de reconciliación.
La silueta de Zherkov, de hombros muy erguidos, bien conocida por los húsares (había causado baja recientemente en el regimiento), se acercó al coronel. Al verse fuera del Estado Mayor hizo por marcharse también del regimiento; no era tan estúpido, según decía, como para pasar fatigas en el frente cuando en los Estados Mayores se ganaban más condecoraciones sin tanto trabajo; y así logró hacerse nombrar oficial de órdenes del príncipe Bagration. Ahora llegaba hasta su antiguo superior con una orden del jefe de la retaguardia.