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Pero bastaría que los carneros dejasen de creer que todo cuanto hacen con ellos es con el fin de conseguir su carne; les bastaría con admitir la existencia de propósitos incomprensibles para ellos para ver la lógica continuidad de lo hecho con el carnero cebado. Aun si ignoran el fin que se persigue cebándolo, sabrían, al menos, que no es casual todo cuanto le ocurrió y no les hará falta comprender el concepto de casualidadni genio.

Sólo si renunciamos a conocer la finalidad próxima y comprensible y reconocemos que el objetivo final es inaccesible, llegaremos a conocer la coherencia y racionalidad en la vida de los personajes históricos; y, entonces, para las realizadas por hombres corrientes no nos harán falta palabras como casualidad y genio.

Basta con admitir que no conocemos la meta que los pueblos europeos persiguen con sus agitados movimientos, que únicamente conocemos los hechos —o sea, las matanzas, primero en Francia, después en Italia, en África, Prusia, Austria, España, Rusia, y que el movimiento de Occidente a Oriente y de Oriente a Occidente constituyen la característica común de tales acontecimientos—, para no ver en el carácter de Napoleón y Alejandro nada excepcional ni genial; los veremos meramente como seres humanos parecidos a todos los demás. Y no será preciso considerar como casualidadlos pequeños sucesos que los convirtieron en lo que llegaron a ser; es evidente, sin embargo, que aquellos sucesos fueron necesarios.

Si renunciamos a conocer la meta final, comprenderemos claramente que, así como es imposible idear para una planta colores y semillas mejores que los propios, así de imposible resulta imaginar a dos hombres, con todo su pasado, que correspondan con mayor exactitud, aun en los menores detalles, al destino que debían cumplir.

III

El sentido básico y esencial de los acontecimientos europeos de principios del siglo XIX es el movimiento bélico en masa de los pueblos de Occidente hacia Oriente y después los de Oriente a Occidente. El iniciador de ese movimiento fue Occidente. Para que los pueblos occidentales pudieran realizar su movimiento en son de guerra hacia Moscú, era necesario: 1) que constituyeran un núcleo militar suficientemente grande para soportar el choque con el núcleo militar oriental; 2) que renunciaran a todas sus tradiciones y costumbres establecidas, y 3) que fueran dirigidos por un hombre capaz de justificarse y justificar a los suyos de los engaños, saqueos y matanzas que serían cometidos en aquel movimiento.

Y a partir de la Revolución francesa se destruye la vieja agrupación, bastante reducida; se suprimen las antiguas tradiciones y costumbres, y paso a paso se forma una agrupación de nuevas dimensiones, tradiciones y costumbres, y aparece el hombre que debe ponerse a la cabeza de aquel futuro movimiento y cargar con toda la responsabilidad de lo que tendría que hacerse.

Ese hombre, sin convicciones, sin principios, sin tradiciones, sin nombre, ni siquiera francés, por un concurso de circunstancias extrañas, se destaca entre todos los partidos que agitan el país y, sin comprometerse con ninguno, alcanza el puesto más importante.

La ignorancia de sus camaradas, la flaqueza y nulidad de sus adversarios, la sinceridad del engaño, la mediocridad seductora y presuntuosa de ese hombre lo ponen al frente del ejército. Las aguerridas tropas del ejército italiano, la escasa combatividad del adversario, la audacia infantil y la confianza en sí mismo le conquistan la gloria militar. Por todas partes lo acompaña infinidad de las llamadas casualidades. Hasta el desfavor de los gobernantes franceses le resulta útil. Sus tentativas de cambiar el destino para él reservado no tienen éxito: Rusia rechaza sus servicios; tampoco logra un destino en Turquía. Durante las guerras de Italia, más de una vez se halla al borde de la perdición y siempre se salva de manera inesperada. Las tropas rusas, esas fuerzas que pueden aniquilar su gloria, por diversas consideraciones diplomáticas no entran en Europa mientras él está allí.

A su regreso de Italia, se encuentra en Francia con un gobierno en plena decadencia; los hombres que entran a formar parte de él fracasan y se hunden inevitablemente.

Y de manera espontánea se presenta, como única salida de aquella peligrosa situación, la absurda e inmotivada expedición a África. Una vez más lo acompaña eso que se ha llamado casualidad; la inexpugnable Malta se rinde sin un disparo; sus actos más imprudentes resultan coronados por el éxito. La flota enemiga, que después no deja pasar una sola barca, deja pasar a todo un ejército. En África se cometen numerosos atropellos contra habitantes casi desarmados. Y los hombres que cometen esos crímenes, y sobre todo su jefe, están convencidos de que han conquistado la gloria y se parecen a César o Alejandro de Macedonia.

Ese ideal de gloriay grandezaque consiste en no ver nada malo en las acciones propias y enorgullecerse de cualquier delito, atribuyéndole una incomprensible importancia sobrenatural, ese ideal que guiará en adelante a ese hombre y a los que con él marchan unidos empieza a formarse con plena libertad en África. Cualquier cosa que emprenda tiene éxito. La peste lo perdona. Nadie le imputa como crimen la cruel matanza de prisioneros. Imprudente hasta parecer infantil, su inmotivada y poco noble partida de África —donde abandona en mala situación a sus compañeros— se considera como un mérito más en su haber, y de nuevo, por dos veces, la flota enemiga le deja libre el paso. Totalmente alucinado por sus afortunados crímenes, regresa a París sin objetivo determinado alguno, dispuesto a representar su papel; el gobierno republicano, que un año antes habría podido acabar con él, ha llegado al máximo grado de descomposición; y su presencia, ajeno como es a todos los partidos, no hace más que elevarlo.

No lleva ningún plan concreto; tiene miedo de todo; pero los partidos se aferran a él y exigen su participación.

Solamente él, con su ideal de gloria y grandeza formado en las campañas de Italia y Egipto, con esa adoración demente de sí mismo, con su audacia en el crimen y su cinismo en el engaño, puede llevar a cabo lo que ha de suceder.

Es necesario para el puesto que le aguarda, y casi independientemente de su voluntad y a pesar de su indecisión, de su carencia de un plan y los errores cometidos, se ve arrastrado a una conspiración cuyo objetivo es la conquista del poder; y la conspiración es coronada por el éxito.

Es llevado a la sesión del Directorio. Asustado, creyéndose perdido, quiere huir; finge un síncope y dice cosas insensatas que deberían acabar con él. Pero los gobernantes de Francia, antes sagaces y orgullosos, sienten que han cumplido su misión y se muestran aún más turbados que él y no se atreven a pronunciar las palabras necesarias para conservar el poder en sus manos y abatir al adversario.

La casualidad, millones de casualidades, le confieren el poder y todos los hombres, como si se hubiesen puesto de acuerdo, contribuyen a confirmarlo. Las casualidadesayudan a formar el carácter de los gobernantes franceses de entonces, que se le someten dócilmente. Las casualidadesforjan el carácter de Pablo I, que reconoce su poder; la casualidadprepara contra él una conjura que, lejos de causarle daño, consolida más ese poder. La casualidadpone al duque de Enghien en sus manos y lo obliga a matarlo contra su voluntad, convenciendo a la muchedumbre, con ese proceder más que con ningún otro, de que tiene derecho porque posee la fuerza. La casualidadhace que emplee todas sus energías para una expedición contra Inglaterra que, de llegar a realizarse, le habría sido fatal; pero no la emprende, jamás cumple semejante propósito y, por puro azar, ataca a Mack con sus austríacos, que se le entregan sin combatir. Casualidady geniole proporcionan la victoria de Austerlitz, y no sólo los franceses, sino Europa entera —excepto Inglaterra, que no participa en aquellos acontecimientos—, todos, a pesar del horror y repugnancia que antes les inspiraban sus crímenes, reconocen su poder, el título que él mismo se adjudica y su ideal de grandeza y gloria, que a todos parece algo admirable y sensato.

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