Dos jefes de destacamentos grandes, uno polaco y el otro alemán, cada uno por su parte y casi al mismo tiempo, propusieron a Denísov que se uniese a ellos para atacar el convoy.
—No, amigos, nos arreglaremos solos— se dijo Denísov después de leer la invitación.
Y escribió al alemán que, a pesar de su vivo deseo de hallarse bajo las órdenes de tan glorioso y célebre general, se veía obligado a rechazar tal honor puesto que se encontraba ya bajo el mando del general polaco. Al polaco escribió lo mismo, diciéndole que ya estaba a las órdenes del alemán.
Denísov tenía la intención, sin informar de ello a sus jefes superiores, de unirse a Dólojov para atacar y conquistar el convoy con sus reducidas fuerzas. El convoy había salido el 22 de octubre desde la aldea de Mikúlino rumbo a la de Shámshevo. A la izquierda había grandes bosques, que a veces llegaban al borde mismo del camino y otras se separaban más de un kilómetro. Ya internándose en la espesura, ya apareciendo en sus lindes, Denísov avanzó durante todo el día con sus hombres sin perder de vista a los franceses.
Por la mañana, no lejos de Mikúlino, en un lugar donde el bosque se acercaba al camino, los cosacos del grupo de Denísov se habían apoderado de dos furgones franceses atascados en el barro. Estaban cargados de sillas de montar y los llevaron al bosque. Después de eso, hasta la tarde, el grupo siguió, sin atacar a los franceses. Había que dejarlos llegar a Shámshevo sin asustarlos. Allí se unirían a Dólojov, que debía llegar hacia el atardecer para cambiar impresiones en la casa del guardabosque (a un kilómetro del poblado); al amanecer pensaban lanzarse inesperadamente sobre los franceses, por ambos flancos, hacer prisioneros y retirarse de una vez.
Detrás, a dos kilómetros de Mikúlino, donde el bosque bordeaba el camino, dejaron un grupo de seis cosacos encargados de avisar inmediatamente si aparecían nuevas columnas francesas.
De la misma manera, delante de Shámshevo, Dólojov reconocería el camino para saber a qué distancia se encontraban las otras tropas enemigas.
Se suponía que eran mil quinientos los hombres que custodiaban el convoy. Denísov contaba con doscientos y Dólojov podría tener otros tantos. Pero a Denísov no lo inquietaba la superioridad numérica del contrario. Lo único que aún necesitaba saber era con qué tropas iba a encontrarse. Para ello necesitaba capturar una lengua(es decir, alguien de la columna enemiga). En el ataque de la mañana, para desatascar dos furgones, todo se había hecho tan rápidamente que no quedó vivo ni un solo francés: sólo un muchacho, un tambor, salvó la vida, pero nada podía decir en concreto sobre las tropas que formaban la columna.
Denísov creía peligroso atacar por segunda vez; no era oportuno inquietar a toda la columna; por esta razón envió a Shámshevo a un mujik de su grupo, Tijón el Mellado, para que capturara, si era posible, a cualquiera de los aposentadores franceses destacados en el pueblo.
IV
Era un día tibio y lluvioso de otoño. El cielo y el horizonte presentaban el mismo color de agua turbia. A veces parecía descender la niebla; a veces llovía con grandes gotas oblicuas. Denísov, con su burkay su chorreante gorro caucasiano de piel, montaba un flaco caballo de raza, de flancos hundidos. Lo mismo él que su caballo —que torcía la cabeza y contraía las orejas— se encogían bajo la lluvia. Denísov miraba preocupado hacia delante. Su adelgazado rostro, cubierto por una barba negra, espesa y corta, parecía enfadado. A su lado cabalgaba, también con burkay gorro caucasiano, en un fuerte y bien nutrido potro del Don, un capitán de cosacos, compañero de Denísov.
El tercer jinete, el capitán de cosacos Lavaiski, igualmente vestido, era un hombre alto, liso como una tabla, rubio, de rostro blanco, ojos pequeños y claros. Lo mismo su fisonomía que toda su persona y apostura poseían una expresión de calma y satisfacción propia. Aun cuando resultara imposible definir cuál era la peculiaridad del jinete y de su caballo, a primera vista se advertía que Denísov se sentía incómodo y molesto por el agua. Era un hombre que se había subido a un caballo. El capitán cosaco, por el contrario, se mostraba tan tranquilo y satisfecho como siempre. Era un hombre que formaba un todo con su cabalgadura, un ser único de fuerza duplicada.
Delante de ellos, calado hasta los huesos, marchaba el guía, un mujik que vestía caftán gris y gorro blanco.
Algo atrás, sobre un flaco caballo kirguiz de larga cola, largas crines y belfo ensangrentado, avanzaba un joven oficial con el capote azul del ejército francés.
A su lado iba un húsar, que llevaba a la grupa a un muchacho francés, con el uniforme roto y un gorro de dormir blanco. Con las manos ateridas de frío, el muchacho se agarraba al húsar, movía los pies descalzos para entrar en calor y miraba en torno sorprendido, con las cejas enarcadas. Era el tambor que habían apresado aquella mañana.
Detrás, sobre el camino húmedo e irregular del bosque, avanzaban en filas de a tres o de a cuatro los húsares, seguidos de los cosacos; algunos llevaban burka; otros vestían capote francés, y no pocos se tapaban las cabezas con gualdrapas. Los caballos, tanto los bayos como los alazanes, parecían negros por la lluvia. Sus flancos despedían vaho y, bajo las crines empapadas, los cuellos parecían extraordinariamente delgados. Tanto las ropas como las sillas y bridas estaban mojadas y viscosas como la tierra y las hojas caídas que cubrían el camino. Los hombres, encogidos, procuraban no moverse, para templar el agua que los empapaba, evitando que la nueva, fría, que corría bajo sus sillas, sus rodillas y cuello, entrara dentro de la ropa. Entre los cosacos avanzaban dos furgones, tirados por caballos franceses con aparejos cosacos, que hacían crujir las ramas y hundían, chapoteando, sus ruedas en los charcos.
Al evitar un charco, el caballo de Denísov se acercó tanto a un árbol que el jinete se dio un golpe en la rodilla.
—¡Diablos!— exclamó Denísov furioso, mostrando los dientes, y descargó tres fustazos sobre la bestia, salpicándose de barro y manchando a sus camaradas.
Denísov estaba de mal humor por la lluvia y el hambre (nadie había comido desde la mañana) y, sobre todo, porque no tenía noticia alguna de Dólojov ni había regresado el hombre que saliera en busca de un francés.
“Es poco probable que tengamos una ocasión como ésta para apoderarnos del convoy. Atacar solos es arriesgar demasiado; y si lo dejamos para otro día, cualquier partida grande nos puede arrebatar el botín en nuestras mismas narices”, pensaba sin dejar de mirar hacia delante, con la esperanza de ver al enviado de Dólojov.
Al llegar a un claro, en un punto donde se podía ver una extensa superficie a la derecha, Denísov se detuvo.
—¡Alguien viene!— dijo.
El capitán de cosacos miró en la dirección que Denísov indicaba.
—Son dos: un oficial y un cosaco. Pero no creo en la plausibilidadde que sea el teniente coronel— dijo el capitán, amigo de utilizar palabras desconocidas para los cosacos.
Los jinetes desaparecieron en un declive, mas no tardaron en reaparecer. Delante iba un oficial de cabello revuelto, calado hasta los huesos, que fustigaba su montura para que mantuviera el galope y traía los pantalones recogidos por encima de las rodillas. Lo seguía un cosaco, que trotaba erguido sobre los estribos. El oficial era muy joven, casi un niño, tenía el rostro colorado y ancho, de ojos vivos y alegres. Se acercó a Denísov y le tendió un sobre mojado.
—De parte del general— dijo. —Perdone el estado en que viene...
Denísov, frunciendo el ceño, tomó el sobre que le entregaba el joven oficial y lo abrió.
—Decían que era peligroso... peligroso— dijo el oficial volviéndose al capitán mientras Denísov leía el mensaje. —Aunque Komarov y yo— y señaló al cosaco —íbamos dispuestos. Llevamos cada uno dos pisto... ¿Quién es?— preguntó, al ver al joven tambor francés. —¿Un prisionero? ¿Han entrado ya en batalla? ¿Puedo hablarle?