Cuando volvió a abrirse la puerta y los prisioneros se amontonaron a la salida, apretujándose unos a otros como un rebaño de carneros, Pierre se abrió camino y se acercó al capitán que, según la afirmación del cabo, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por él. También el capitán vestía el uniforme de campaña y en su rostro impasible se leía también “eso” que Pierre había reconocido en las palabras del cabo y en el redoble de los tambores.
—Filez, filez 597— decía el capitán, mirando de mal humor a los prisioneros que pasaban delante de él.
Pierre sabía que su tentativa sería vana, pero se acercó.
—Eh bien, qu'est-ce qu'il y a? 598— dijo el capitán, mirándolo fríamente, como si no lo conociese.
Pierre habló del enfermo.
—Il pourra marcher, que diable!— refunfuñó el capitán. 599
Y sin mirar a Pierre, siguió diciendo: —Filez, filez.
—Mais non, il est à l'agonie...— comenzó Pierre. 600
—Voulez-vous bien...?— gritó encolerizado el capitán. 601
Tam, tam, tam, tam, tam, tam, tronaban los tambores. Pierre comprendió que la fuerza misteriosa se había apoderado ya completamente de aquellos hombres y que era inútil hablarles.
Los oficiales prisioneros fueron separados de los soldados y se les ordenó ir delante. Los oficiales —entre los que se hallaba Pierre— eran unos treinta; los soldados, cerca de trescientos.
Los oficiales prisioneros, salidos de otras barracas, eran para Pierre personas desconocidas, estaban todos mejor vestidos que él y lo miraban a él y sus zapatos con desconfianza, como a un extraño. No lejos de Pierre caminaba un grueso comandante, que parecía gozar de la estima general de sus compañeros. Vestía un batín tártaro ceñido por una toalla; su rostro, amarillento y tumefacto, expresaba mal humor. Sujetaba con una mano la bolsa del tabaco que llevaba en el pecho y con la otra se apoyaba en un chibuquí turco. El comandante respiraba pesadamente, gruñía y se enfadaba con todos, porque creía que lo empujaban y que tenían prisa cuando no había motivo alguno para ello y que mostraban asombro cuando no había nada de qué asombrarse.
Otro oficial, menudo y enjuto, charlaba con todos y hacía cábalas acerca de dónde los llevaban y qué distancia iban a recorrer aquel día.
Un funcionario con botas de fieltro y uniforme de intendencia iba de un sitio a otro, contemplaba la ciudad incendiada y comentaba en voz alta qué partes de la capital habían ardido y cuál era la que se veía.
Otro oficial, de origen polaco, a juzgar por su acento, discutía con el intendente, demostrándole que se equivocaba al nombrar uno u otro barrio de Moscú.
—¿Para qué discutir?— decía enfadado el comandante. —Da lo mismo que sea el barrio de San Nicolás o el de San Blas. Todo ha ardido y se acabó... ¿Por qué empuja? ¿No tiene bastante sitio?— se volvió colérico a alguien que iba detrás de él y que no lo había tocado siquiera.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Lo que han hecho! ¡Es horrible!— se oía decir a los prisioneros por todas partes, que veían ahora las destrucciones del incendio. —Zamoskvorechie, Zúbovo, el Kremlin... ¡No queda ni la mitad de Moscú! Ya les decía yo que ardía todo Zamoskvorechie. Ahí lo tienen.
—Pues si saben que ha ardido, ¿a qué hablar más sobre el asunto?— refunfuñaba el comandante.
Al cruzar el barrio de Jámovniki (uno de los pocos que no habían ardido en Moscú) y pasar ante la iglesia, todo el grupo de prisioneros se hizo a un lado entre exclamaciones de horror y repulsión.
—¡Qué canallas! ¡Menudos herejes! Es un muerto, sí, un muerto... lo han ensuciado con algo.
También Pierre se acercó a la iglesia donde estaba el objeto de tales exclamaciones, y vio confusamente algo apoyado en el muro. Por las palabras de sus compañeros, que veían mejor que él, comprendió que se trataba de un cadáver puesto de pie cuyo rostro estaba tiznado con hollín.
—Marchez, sacré nom!... Filez... trente mille diables!... 602— vociferaron coléricos los convoyes franceses y, a bastonazos, dispersaron el grupo de prisioneros que miraba al hombre muerto.
XIV
Por las callejuelas de Jámovniki, los prisioneros avanzaron solos con sus guardianes y detrás venían los furgones y carros que les pertenecían. Pero al acercarse a los almacenes de intendencia se encontraron en medio de una gran columna de artillería que avanzaba con dificultad y entremezclada con vehículos de particulares.
A la entrada del puente se detuvieron todos, esperando que abrieran paso los que iban delante. Los prisioneros veían, lo mismo delante de ellos que detrás, hileras interminables de otros convoyes. A la derecha, en el sitio donde el camino de Kaluga tuerce a lo largo de Neskuchni para perderse en la lejanía, se alineaban incontables filas de soldados y carros. Eran las fuerzas del cuerpo de Beau-harnais, que habían salido en primer lugar. Detrás, a lo largo de la orilla del río y sobre el puente Kámmeni, avanzaban las tropas y los convoyes del mariscal Ney.
Las tropas de Davout, entre las cuales iban los prisioneros, pasaron Krimski-Brod, se detuvieron y volvieron a avanzar: por todas partes se iban acumulando cada vez más carruajes y hombres. Después de emplear más de una hora en recorrer los pocos centenares de pasos que separaban el puente de la calle de Kaluga, cuando llegaron a la plaza donde la calle Zamoskvorétskaia se junta con Kalúzhskaia, los prisioneros, apretujados, tuvieron que detenerse y permanecer así algunas horas. Por todas partes se oía el estrépito confuso y continuo, parecido al oleaje del mar, en que se mezclaban el chirriar de ruedas, el pataleo de caballos y los incesantes gritos y juramentos de los hombres. Pierre, apretado contra el muro de una casa quemada, escuchaba aquel estruendo, confundido en su imaginación con el redoble de los tambores.
Algunos oficiales prisioneros, para ver mejor, subieron al muro de la casa junto a la cual se hallaba Pierre.
—¡Cuánta gente! ¡Cuánta gente!... ¡Hasta encima de los cañones!— decían. —Fíjate, llevan pieles... ¡Canallas! Lo han robado todo... Mira, mira a ese que viene detrás, en el carro... Trae unos iconos, seguro. Deben de ser alemanes. Y nuestro mujik no le va a la zaga. ¡Qué canallas! Han cargado tanto que apenas pueden avanzar. Llevan hasta un cabriolé. ¡Y aquel que va sentado en los baúles! ¡Dios mío! ¡Se están peleando!...
—¡Dale en los hocicos, en los hocicos! A este paso vamos a estar aquí todo el día. ¡Mirad, mirad! Seguramente es del mismo Napoleón... ¡Vaya caballos! Llevan blasón y corona. Es como una verdadera casa sobre ruedas. Se le ha caído un saco y no se dan cuenta. Otra vez vuelven a pelearse... Ahí va una mujer con un niño... y no es fea. Cómo no, a ti te van a dejar pasar. Mira, no se ve el fin... Son chicas rusas... os lo juro: muchachas rusas... Fijaos qué tranquilamente van en los coches.
De nuevo, lo mismo que en la iglesia de Jámovniki, una oleada de curiosidad general empujó a todos los prisioneros hacia el camino. Pierre, gracias a su estatura, pudo ver por encima de todas las cabezas lo que atraía la curiosidad de los prisioneros: en tres coches, en medio de baúles, iban, muy apretadas unas contra otras, algunas mujeres engalanadas, pintadas y vestidas de colorines, que gritaban con voz chillona.
Desde que Pierre sintió de nuevo la presencia de la fuerza misteriosa, ya nada le parecía extraño ni terrible: ni el cadáver con el rostro tiznado de hollín, ni aquellas mujeres que se apresuraban a ir sin saber dónde, ni el aspecto de Moscú incendiado. Todo cuanto ahora veía no le producía impresión alguna; se habría dicho que su alma, preparándose para una lucha difícil, rechazaba cualquier sensación que pudiera debilitarla.
Pasaron los coches de las mujeres. Detrás, de nuevo, otros carros y filas de soldados; de nuevo furgones y soldados, carrozas, baúles y otra vez soldados. De vez en cuando aparecían algunas mujeres.