Desde el punto de vista administrativo, la creación de la municipalidad no detuvo el saqueo y sólo aprovechó a determinadas personas que formaron parte de aquel organismo y que, con el pretexto de mantener el orden, saquearon la ciudad y custodiaron lo suyo para evitar que corriera la misma suerte. La cuestión religiosa, tan fácilmente resuelta en Egipto con la visita a la mezquita, no obtuvo resultado alguno. Dos o tres popes hallados en Moscú intentaron cumplir la voluntad de Napoleón, pero uno de ellos fue abofeteado por un soldado francés durante el servicio, y un funcionario napoleónico escribió el siguiente informe sobre el otro:
El sacerdote a quien descubrí e invité a decir de nuevo misa ha limpiado y cerrado la iglesia. Esta noche han vuelto a derribar las puertas, han roto los candados, destrozado los libros y cometido otros desmanes.
En los asuntos comerciales, la proclama dirigida a los campesinos y artesanos no obtuvo respuesta alguna. No existían aquellos artesanos especializados, y los campesinos apresaban y asesinaban a los comisarios que se arriesgaban a distanciarse demasiado de la capital con aquella proclama.
Igualmente nulo era el interés del pueblo y de las tropas por el teatro. Los que se abrieron en el Kremlin y en casa de Pozniakov no tardaron en cerrarse porque robaban a los actores.
Tampoco dio los resultados apetecidos la beneficencia. El papel moneda, falso o no, que inundaba Moscú no tenía valor alguno. Los franceses, que recogían el botín, no querían más que oro. No sólo los billetes falsos que Napoleón distribuía tan generosamente a los necesitados carecían de valor: también la plata estaba depreciada en comparación con el oro.
Pero el ejemplo más sorprendente en cuanto a la falta de eficacia de las órdenes y disposiciones del Emperador para detener el saqueo y restaurar la disciplina eran los informes que recibía de los jefes del ejército:
El saqueo prosigue en la ciudad, a pesar de todas las órdenes dadas para cortarlo. Todavía no se ha restablecido el orden y no hay siquiera un comerciante que trafique legalmente. Sólo los cantineros se permiten vender, y aun así se trata de objetos robados.
Mi distrito sigue siendo presa del saqueo por soldados del tercer cuerpo, que, no contentos con atropellar a los infelices refugiados en los sótanos y arrebatarles lo poco que les queda, llegan a la ferocidad de herirlos a sablazos, según he visto en varias ocasiones.
No hay novedad, los soldados siguen robando y saqueando, 9 de octubre.
Los robos y el saqueo continúan. Hay en nuestro distrito una banda de ladrones a la que sería necesario detener con la cooperación de una fuerte guardia. 11 de octubre.
El Emperador está muy disgustado porque, a pesar de sus severas órdenes para acabar con el saqueo, no se ven más que grupos de merodeadores de la Guardia que regresan al Kremlin. El desorden y el saqueo entre el personal de la Vieja Guardia se ha reproducido más violento que nunca ayer, durante la noche pasada y hoy. El Emperador ve con sentimiento que los más selectos soldados, destinados a la Guardia de su persona y que deberían dar ejemplo de subordinación, llegan en su desobediencia a robar en las bodegas y los almacenes dispuestos para el ejército. Otros se han relajado hasta tal punto que ya no hacen caso de los centinelas ni de los oficiales de servicio, y llegan a injuriarlos y golpearlos.
El gran mariscal de palacio se lamenta vivamente de que, a pesar de las repetidas prohibiciones, los soldados sigan haciendo sus necesidades en todos los patios y hasta en las ventanas del Emperador.
Aquel ejército, como un rebaño sin pastor, pisoteaba el forraje que podía preservarlo de morir de hambre; se descomponía y avanzaba hacia la muerte a cada nueva jornada que pasaba en Moscú.
Pero no se movía de allí.
Sólo se puso en movimiento cuando, de improviso, cundió el pánico al conocerse la captura de convoyes en el camino de Smolensk y la batalla de Tarútino. La noticia de la batalla, que Napoleón conoció inesperadamente durante una revista, provocó en su ánimo el deseo de castigar a los rusos —como dice Thiers— y ordenó salir de la ciudad, una orden que todo el ejército estaba exigiendo.
Al salir corriendo de Moscú, los soldados de aquel ejército se llevaron consigo todo el producto de los saqueos. También Napoleón llevaba su trésorparticular. A la vista de todo aquel convoy que obstruía el paso —dice Thiers—, Napoleón se horrorizó, pero con su gran experiencia bélica no dio orden de quemar todos los carros sobrantes, como había hecho con los de un mariscal al acercarse a Moscú. Contempló aquella multitud de carretelas y carrozas donde iban sus soldados, dijo que estaba bien y que los carruajes podrían usarse para el transporte de víveres, enfermos y heridos.
La situación del ejército era semejante a la de un animal herido que presiente su fin y no sabe qué hacer. Estudiar las hábiles maniobras de Napoleón y el objetivo perseguido desde su entrada en Moscú hasta el aniquilamiento de su ejército es lo mismo que estudiar el significado de los saltos y convulsiones de un animal herido de muerte. Muy a menudo el animal herido, al oír el más leve ruido, se lanza bajo los disparos del cazador, corre hacia delante, retrocede, y anticipa así su propio fin. Napoleón hizo lo mismo bajo la presión de todo su ejército. El eco de la batalla de Tarútino había espantado a la bestia. Corrió hasta ponerse a tiro, llegó donde estaba el cazador, volvió sobre sus pasos y por último, como todo animal, corrió por el camino más peligroso y difícil, siguiendo un rastro viejo y conocido.
Napoleón, que parece ser el organizador de todo aquel movimiento (así como el mascarón de proa, para el salvaje, es la fuerza que dirige la nave), durante ese período de su actuación fue semejante a un niño que, tirando de los cordones del interior de una carroza, se imagina que la dirige.
XI
El 6 de octubre, muy de mañana, Pierre salió de la barraca y al volver se detuvo junto a la puerta para jugar con la larga perrita violácea, de patas cortas y torcidas, que saltaba en torno a él. El animal vivía en la barraca, pasaba la noche con Karatáiev, a veces iba a la ciudad, pero siempre volvía. Probablemente nunca había tenido dueño, y ahora tampoco lo tenía, como tampoco tenía nombre. Los franceses la llamaban Azor; el soldado de los cuentos, Femgalka; Karatáiev y los demás Grisy a veces Visli. El hecho de no pertenecer a nadie y carecer de nombre, raza y color definido no parecía turbar en nada a la perrita violácea, de rabo empenachado y tieso; sus patas torcidas hacían tan bien su servicio que, a menudo, como desdeñando el uso de las cuatro, levantaba graciosamente una de las traseras y corría veloz con las otras tres. Todo le causaba alegría: unas veces chillando de júbilo se revolcaba en el suelo, otras se calentaba al sol, pensativa y seria, o bien se divertía saltando y jugueteando con una astilla o una paja.
Pierre llevaba ahora una camisa sucia y llena de rotos, único resto de su ropa de otros tiempos, peales de soldado atados al tobillo con cuerdas, según el consejo de Karatáiev, un caftán y un gorro de mujik.
Durante ese tiempo había cambiado mucho físicamente: no estaba tan grueso, aunque se lo veía fuerte y robusto, aspecto propio de su familia. Barba y bigote le cubrían la parte inferior del rostro y los largos y revueltos cabellos, llenos de piojos, se rizaban ahora en su cabeza formando una especie de gorra. Sus ojos nunca habían tenido expresión tan firme, serena, enérgica, como decidida a todo. La dejadez de antes había dado paso a una energía siempre dispuesta a la actividad y a la resistencia. Iba descalzo.