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De cuanto Pierre debía hacer aquella mañana, lo más urgente le pareció la selección de los libros y documentos de Osip Alexéievich.

Tomó el primer coche que encontró y ordenó que lo llevara a Patriárshie Prudí, donde se encontraba la casa de la viuda Bazdéiev.

Sin dejar de mirar los convoyes que avanzaban por todas partes y salían de Moscú, Pierre, al acomodar su grueso cuerpo en el carruaje, procurando no perder el equilibrio en aquel destartalado carricoche, sintió una emoción semejante a la del muchacho que escapa de la escuela.

Comenzó a charlar con el cochero, quien le contó que aquel día se distribuían armas en el Kremlin y que al día siguiente enviarían a todo el mundo a la puerta de Triojgorny, donde iba a tener lugar una gran batalla.

Cuando llegó a Patriárshie Prudí, Pierre buscó la casa de Bazdéiev, a la que no iba desde hacía tiempo. Se acercó a la puerta. Guerasim, el viejecillo amarillento y barbilampiño a quien Pierre había visto hacía cinco años en Torzhok en compañía de Osip Alexéievich, salió a abrirle.

—¿Hay alguien en casa?— preguntó Pierre.

—Debido a las actuales circunstancias, Excelencia, Sofía Danílovna y sus hijos se han ido al campo, cerca de Torzhok.

—Entraré, es lo mismo. Debo revisar los libros— dijo Pierre.

—Pase, por favor. El hermano del difunto, que en gloria esté, Makar Alexéievich, ha quedado en casa. Ya sabe usted que está muy debilitado— dijo el viejo servidor.

Pierre conocía al hermano de Osip Alexéievich, Makar Alexéievich, un alcohólico medio loco.

—Sí, sí, ya lo sé. Vamos, vamos...— y entró.

En el pasillo había un anciano, alto y calvo, de nariz colorada, envuelto en un batín, con chanclos en los pies desnudos. Al ver a Pierre rezongó algo, malhumorado, y se alejó por el corredor.

—Era un hombre de gran inteligencia y ahora, como ve, ha perdido la razón— dijo Guerasim. —¿Quiere usted entrar en el despacho?

Pierre asintió con un gesto.

—El despacho está sellado, tal como lo dejaron. Sofía Danílovna mandó que se entregasen los libros si venían a buscarlos de parte de usted.

Pierre entró en aquella sombría estancia donde penetraba tembloroso en vida del bienhechor. Estaba llena de polvo; no la habían barrido desde la muerte de Osip Alexéievich y parecía más sombría que antes.

Guerasim abrió los postigos de una ventana y salió de puntillas. Pierre recorrió el despacho, se acercó al armario de los manuscritos y sacó uno de los documentos más importantes de la orden: las actas originales escocesas, con notas y aclaraciones del bienhechor. Tomó asiento ante la mesa de trabajo, cubierta de polvo, puso en ella el manuscrito, que tan pronto abría como volvía a cerrar y, por último, dejándolo a un lado, apoyó la cabeza en las manos y se abandonó a sus propios pensamientos.

Repetidas veces Guerasim se acercó sin hacer ruido para echar una mirada al despacho y siempre vio a Pierre en la misma postura. Pasaron más de dos horas. Guerasim se permitió hacer ruido en la puerta para llamar la atención de Pierre; pero éste no lo oyó.

—¿Ordena que despida al cochero?

—¡Oh, sí!— dijo Pierre, volviendo a la realidad y levantándose rápidamente. —Oye— añadió mirando al viejo con los ojos brillantes, exaltados y húmedos, —¿sabes que mañana habrá una batalla?

—Eso dicen— respondió Guerasim.

—Te ruego que no digas a nadie quién soy, y que hagas lo que te diga...

—A sus órdenes. ¿Quiere que le sirva la comida?

—No, necesito otra cosa: necesito un traje de campesino y una pistola— dijo Pierre, enrojeciendo de pronto.

—Como usted mande— contestó Guerasim después de reflexionar.

Pierre pasó el resto de la jornada en el despacho del bienhechor; caminaba inquieto de un lado a otro y hablaba consigo mismo, como oyó Guerasim. Durmió en una cama que le prepararon allí mismo.

Guerasim, como criado que ha visto muchas cosas sorprendentes a lo largo de su vida, aceptó aquella extraña actitud sin admirarse. Parecía contento de tener a quien servir. Aquella misma tarde, sin preguntarse ni siquiera a sí mismo para qué lo quería, encontró para Pierre un caftán y un gorro y prometió que al día siguiente le conseguiría la pistola.

Aquella tarde, Makar Alexéievich, arrastrando sus chanclos, se acercó por dos veces a la puerta del despacho y se detuvo, contemplando a Pierre con aire insinuante, pero en cuanto éste se volvía, Makar Alexéievich, avergonzado y malhumorado, se cruzaba el batín y se alejaba rápidamente.

Justamente entonces, vestido con el caftán y acompañado de Guerasim, cuando se dirigía a comprar una pistola a la torre Sujáreva, Pierre se encontró con los Rostov.

XIX

El 1 de septiembre, por la noche, Kutúzov dio a las tropas rusas la orden de retroceder, pasando por Moscú, al camino de Riazán.

Las primeras fuerzas se pusieron en movimiento por la noche. Durante la marcha nocturna no se daban prisa y avanzaban lenta y tranquilamente. Pero al amanecer las unidades que se acercaban al puente de Dorogomílov vieron delante de sí y al otro lado inmensas oleadas de tropas que se empujaban en el puente, ocupando en la otra orilla calles y callejones y, detrás de sí, otras infinitas oleadas de tropas que lo presionaban. Se apoderó de los soldados una prisa y una inquietud inmotivadas. Todos se lanzaron al puente, a los vados y a las barcas. Kutúzov ordenó que lo llevaran al otro lado de Moscú por calles apartadas.

El 2 de septiembre, hacia las diez de la mañana, no quedaban en el arrabal de Dorogomílov más que las unidades de retaguardia. Todo el ejército había pasado ya el río y estaba al otro lado de Moscú.

Al mismo tiempo, el 2 de septiembre, a las diez de la mañana, Napoleón se hallaba con sus tropas en el monte Poklónnaia y contemplaba el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos. Del 26 de agosto al 2 de septiembre, desde la batalla de Borodinó hasta la entrada del enemigo en Moscú, en el curso de toda aquella semana agitada y memorable, se mantuvo ese magnífico y sorprendente tiempo otoñal que tanto asombra a la gente, cuando el sol calienta más que en primavera y todo es tan brillante en la atmósfera leve y pura que hace daño a la vista y el pecho se fortalece y respira con facilidad un aire fresco y perfumado; cuando hasta las noches son tibias —noches cálidas y oscuras en que se desprenden del cielo a cada instante, asustando y alegrando a la vez, estrellas doradas.

Así era el tiempo el día 2, a las diez de la mañana. El esplendor diurno era mágico. Desde el monte Poklónnaia, Moscú se extendía ampliamente, con su río, sus jardines y sus iglesias; la ciudad parecía continuar su vida entre los destellos de sus cúpulas centelleantes que semejaban estrellas bajo los rayos del sol.

A la vista de tan extraña ciudad, con su arquitectura nunca vista, de formas exóticas, Napoleón experimentó esa curiosidad un tanto envidiosa e inquieta que suele invadir a la gente en presencia de formas de vida ajenas e ignoradas. Esa ciudad, al parecer, vivía plenamente; según los indefinibles indicios que, a lo lejos, permitían distinguir un ser vivo de uno muerto, aquella ciudad tenía una vida pletórica. Napoleón, desde la altura de Poklónnaia, sentía palpitar la vida en la ciudad y hasta, por así decirlo, la respiración de aquel cuerpo grande y bello.

Todo ruso, al mirar Moscú, ve en ella a una madre. Todo extranjero que la contemple, aunque no vea en ella a una madre, debe percibir su carácter femenino. Y así lo sintió Napoleón.

—Cette ville asiatique aux innombrables églises, Moscou la sainte. La voilà donc enfin, cette fameuse ville! Il était temps— dijo Napoleón, y, echando pie a tierra, ordenó que extendieran ante él un plano de Moscú y llamó al intérprete Lelorme d'Ideville. “Une ville occupée par l'ennemi ressemble à une fille qui a perdu son honneur”, 470repitió la frase que él mismo había dicho a Tuchkov en Smolensk. Y en esa disposición de ánimo contempló la beldad oriental nunca vista que aparecía tendida ante él.

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