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—Lo guardarás todo, ¿verdad, Duniasha?

Y cuando la criada, gustosamente, le prometió hacerlo, Natasha se sentó en el suelo, tomó el viejo vestido de baile y se dedicó a pensar en cosas muy distintas de las que en aquel instante habrían debido ocuparla. La sacaron de su abstracción las conversaciones de las doncellas en el departamento de la servidumbre y el sonido de sus rápidos pasos hacia la escalera de servicio. Se levantó y miró por la ventana; en la calle se había detenido un enorme convoy de heridos.

Junto al portón estaban las criadas, los lacayos, el ama de llaves, la vieja niñera, los cocineros, los cocheros y los pinches.

Natasha se echó a la cabeza un pañuelo blanco y, sujetando con la mano los dos extremos, salió a la calle.

La vieja Mavra Kuzmínishna, antigua ama de llaves, se separó del grupo que se mantenía junto al portón y acercándose a uno de los carros, cubierto con un toldo, se puso a hablar con un oficial pálido y joven, que estaba allí echado. Natasha avanzó unos pasos y se detuvo con timidez, sin soltar las puntas de su pañuelo, escuchando lo que decía el ama de llaves.

—Entonces, ¿no tiene usted a nadie en Moscú? Estaría mejor en una casa particular... Podría quedarse en la nuestra; los señores se van.

—No sé si me lo permitirán— respondió el oficial con voz muy débil. —Aquél es el jefe... pregúnteselo.

Y señaló a un grueso comandante que se acercaba por la calle siguiendo la fila de los carros.

Natasha miró asustada al oficial herido y, sin vacilar, se dirigió al comandante.

—¿Pueden quedarse los heridos en nuestra casa?— preguntó.

El comandante, sonriendo, se llevó la mano a la visera.

—¿En qué puedo servirla, señorita?

Natasha repitió tranquilamente su pregunta. Su rostro era tan grave y su porte tan serio, a pesar del pañuelo que seguía sujetando por las puntas, que el comandante dejó de sonreír; se quedó pensativo, como preguntándose hasta qué punto sería aquello posible, y después contestó:

—Oh, sí, ¿por qué no? Claro que es posible.

Natasha inclinó levemente la cabeza y volvió con pasos rápidos hacia Mavra Kuzmínishna, que seguía junto al oficial y hablaba con él tierna y compasiva.

—¡Se puede! ¡Dice que se puede!— susurró Natasha.

El coche del oficial dio la vuelta hacia el patio de la casa de los Rostov y acto seguido decenas de carros con heridos, llamados por los vecinos, entraron en otros patios de las casas de la calle Povárskaia.

A Natasha pareció agradarle la relación con nueva gente, fuera de las condiciones habituales de la vida. Ella y Mavra Kuzmínishna trataban de hacer entrar en el patio a la mayor cantidad posible de heridos.

—Pero hay que consultar a su padre, señorita— dijo Mavra Kuzmínishna.

—No importa, no importa. ¡Por un día que nos queda lo pasaremos en el salón! Podemos darles la mitad de la casa.

—¡Qué cosas se le ocurren, señorita! Hasta para meterlos en cualquier sitio hay que pedir permiso a su padre.

—Bueno, iré a preguntárselo.

Natasha corrió a casa y, de puntillas, cruzó la puerta semiabierta de la sala, de la que salía un fuerte olor a vinagre y a gotas de Hoffmann.

—¿Duerme, mamá?

—¡Oh, de dormir nada!— dijo la condesa, que acababa de quedarse dormida.

—Mamá, querida— dijo Natasha arrodillándose delante de ella y acercando su cara a la de su madre. —Perdóneme si la he despertado, no lo haré nunca más. Me manda Mavra Kuzmínishna... Trajeron aquí a unos oficiales heridos... Usted lo permite, ¿verdad? No tienen donde ir. Sé que lo permitirá...

Natasha hablaba rápidamente, sin tomar aliento.

—¿Qué oficiales? ¿A quién han traído? No entiendo nada— dijo la condesa.

Natasha se echó a reír; también la condesa sonrió débilmente.

—Ya sabía yo que usted no se opondría... voy a decirlo.

Besó a su madre, se puso en pie y salió de la habitación. En la sala contigua encontró al conde; traía malas noticias.

—¡Buena la hemos hecho con tanto esperar! Han cerrado el Club y la policía se va— dijo disgustado.

—Papá, he dicho a unos oficiales heridos que podían entrar en casa, ¿no te importa?— le dijo Natasha.

—Claro que no, querida— contestó el conde distraídamente. —Pero no se trata de eso. Lo que pido es que no te ocupes de tonterías y ayudes a empaquetar las cosas. Tenemos que marcharnos, y marcharnos mañana...— y el conde dijo lo mismo al mayordomo y a los criados.

Durante la comida Petia contó sus nuevas. El pueblo se estaba armando en el Kremlin. Aunque Rastopchin había dicho en sus pasquines que haría un llamamiento dos días antes, ya se había dado la orden para que, al día siguiente, todo el pueblo en armas saliera a Tri Gori, donde tendría lugar una gran batalla.

Mientras Petia contaba esas cosas, la condesa miraba con tímido espanto su cara enrojecida y alegre. Sabía que si decía algo, si rogaba a su hijo que no fuera al combate (estaba segura de que lo alegraba esa cercana batalla), el muchacho contestaría cualquier cosa sobre los hombres, el honor, el amor a la patria; algo insensato y obstinado, propio de hombres, a lo que nada se podía objetar. Así, todo lo echaría a perder. Por eso, con la esperanza de marcharse antes, y de llevarse consigo a Petia en calidad de protector y defensor, no dijo nada; pero después de la comida llamó al conde y, con lágrimas en los ojos, le suplicó que la sacara cuanto antes, aquella misma noche si era posible. Con la involuntaria malicia del amor, propia de las mujeres, la condesa, que hasta entonces había dado muestras de gran ánimo, juraba ahora que se moriría de miedo si no se iban aquella misma noche. Y, sin fingirlo, sinceramente, ahora sentía miedo de todo.

XIV

Mme Schoss, que había ido a casa de su hija, aumentó el miedo de la condesa con el relato de lo que había visto en la calle Miásnitskaia en un almacén de bebidas. Le había sido imposible pasar por allí a causa de la muchedumbre de borrachos que gritaban desaforadamente. Tuvo que tomar un coche y dar un rodeo para volver a casa. Según le contó el cochero, el pueblo había destrozado los barriles de vodka porque ésa había sido la orden.

Después del almuerzo todos los Rostov se pusieron a empaquetar febrilmente preparando la marcha. El viejo conde permaneció en su casa toda la tarde e iba sin descanso del patio al interior, gritaba a los criados metiéndoles prisa, aumentando aún más la confusión. Petia daba órdenes en el patio. Sonia no sabía qué hacer con las órdenes contradictorias del conde y se equivocaba continuamente. Los criados gritaban, discutían, hacían ruido y corrían por las salas y el patio. Natasha se puso a trabajar con la pasión que ponía en todas las cosas. Al principio, todos miraron con desconfianza su intervención en el embalaje, esperando cualquier broma de su parte, y no querían obedecerla. Pero ella, con ardor y obstinación, exigió que la obedecieran, se enfadaba, estuvo casi a punto de llorar porque no le hacían caso y por fin consiguió la confianza de todos.

Su primera hazaña, que le costó inmensos esfuerzos y le dio plenos poderes, fue el embalaje de los tapices. En la casa del conde había gobelinos y tapices persas de gran valor. Cuando Natasha se puso a la tarea había dos cajones abiertos; uno casi lleno de porcelana y el otro de tapices. Quedaba todavía mucha porcelana sobre la mesa y aún trajeron más de la despensa. Había que llenar un tercer cajón y los criados fueron a buscarlo.

—Espera, Sonia; lo embalaremos todo aquí— dijo Natasha.

—Es imposible, señorita; ya lo hemos intentado— dijo el cantinero.

—Espera, por favor— y Natasha se puso a sacar rápidamente del cajón los platos y fuentes envueltos en papel. —Hay que meter esos platos aquí entre los tapices— explicó.

—¡Ojalá cupieran los tapices en tres cajones!

—No, no, espera, por favor.

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