La ciencia histórica, en su incesante desarrollo, admite siempre unidades cada vez más pequeñas para sus investigaciones y, por ese medio, trata de acercarse a la verdad. Mas, por pequeñas que sean las unidades que admite la historia, el hecho de apartar una unidad, separándola de otra, de admitir el comienzode un fenómeno cualquiera, de considerar que en la actuación de un determinado personaje se reflejan las arbitrariedades de todos los hombres, es falso ya de por sí.
Cualquier deducción histórica, al margen de toda crítica, se desvanece como el polvo, sin dejar rastro, si ese trabajo escoge como objeto de estudio una unidad discontinua de tiempo mayor o menor, cosa a la que tiene perfecto derecho, ya que la unidad histórica analizada es siempre arbitraria.
Sólo tomando para nuestra observación la unidad infinitesimal como diferencial de la historia, es decir, las aspiraciones homogéneas de los hombres, y consiguiendo el arte de integrar (sumando los infinitesimales) podemos llegar a comprender las leyes de la historia.
Los quince primeros años del siglo XIX se distinguen en Europa por un movimiento extraordinario de millones de hombres que abandonan sus habituales ocupaciones, van de un lado a otro de Europa, saquean, se matan entre sí, triunfan y se desesperan; el curso total de la vida se modifica durante algunos años y se distingue por un comienzo acelerado, para debilitarse más tarde. ¿Cuál fue la causa de ese movimiento y qué leyes lo rigieron?, se pregunta la razón humana.
Los historiadores que contestan a esa pregunta nos exponen los actos y los discursos de varias decenas de hombres en un edificio de París y dan a esos actos y discursos el nombre de revolución. Después nos presentan la biografía detallada de Napoleón y de otros hombres que le fueron hostiles o adictos; hablan de la influencia de algunos de esos hombres sobre otros, y dicen: "He aquí por qué se produjo ese movimiento, y éstas son sus leyes”.
Pero la razón humana no sólo se niega a aceptar esa explicación, sino que nos dice abiertamente que el método seguido para explicarlo es falso, porque considera que el fenómeno más débil dio origen al más fuerte. La suma de las arbitrariedades humanas creó la revolución y a Napoleón; y sólo esa suma de arbitrariedades los soportó y aniquiló.
"Pero siempre que hubo conquistas hubo conquistadores —dice el historiador—, y cada vez que en un Estado se produjo una revolución, existieron grandes hombres.” En efecto, cada vez que aparecieron conquistadores hubo guerras —replica la razón humana—; pero eso no prueba que los conquistadores sean la causa de las guerras y que puedan hallarse las leyes de la guerra en la actuación personal de un individuo. Siempre que miro el reloj, cuando la aguja se acerca a las diez, oigo que en la cercana iglesia comienzan a sonar las campanas; pero el hecho de que comiencen a sonar las campanas cada vez que la aguja llega a las diez no me autoriza a deducir que la posición de la aguja de mi reloj es causa del movimiento de las campanadas.
Cada vez que se pone en marcha una locomotora oigo su silbido, veo que la válvula se abre, que las ruedas giran, pero no puedo deducir por ello que el silbido y el movimiento de las ruedas sean la causa del movimiento de la locomotora.
Dicen los mujiks, cuando la primavera llega retrasada, que el viento frío sopla porque los robles empiezan a retoñar; y, en efecto, cuando los robles retoñan en primavera sopla un viento frío. Mas, aunque yo ignore por qué sopla ese viento frío cuando retoñan los robles, no puedo creer, como los campesinos, que la causa de aquel viento sea el despuntar de las yemas en el árbol. No puedo creerlo porque la fuerza del viento es ajena al retoñar de los robles. Veo únicamente una coincidencia de condiciones, como suele encontrarse en todo fenómeno de la vida, y me convenzo de que, por más que observe la aguja del reloj, la válvula y las ruedas de la locomotora y las yemas del roble, jamás conoceré la causa del movimiento de la campana, de la locomotora y del viento primaveral. Para conseguirlo tengo que cambiar mi ángulo de observación y estudiar las leyes que rigen el movimiento del vapor, de la campana y del viento. Lo mismo debe hacer la historia.
Y ya se han hecho tentativas en ese sentido.
Para estudiar las leyes de la historia debemos cambiar del todo el objeto de estudio; olvidar a los reyes, ministros y generales y estudiar los elementos homogéneos e infinitamente pequeños que guían a la masa. Nadie puede decir en qué medida podrá el hombre entender, valiéndose de ese método, las leyes que rigen la historia; es evidente, sin embargo, que en esa empresa no se ha empleado ni la millonésima parte de los esfuerzos hechos por los historiadores para describir los actos de los reyes, jefes militares y ministros y exponer sus propias consideraciones a propósito de esos actos.
II
Las fuerzas unidas de una decena de pueblos de Europa irrumpen en Rusia. El ejército y la población rusa retroceden eludiendo el encuentro, primero hacia Smolensk y después de Smolensk a Borodinó. El ejército francés, con fuerzas propulsivas siempre mayores, se lanza hacia Moscú, meta de su movimiento. Esa fuerza crece conforme se acerca a la meta, lo mismo que la velocidad de un cuerpo que cae en el espacio aumenta a medida que se acerca a la tierra. Detrás quedan miles de kilómetros de un país hambriento y hostil; por delante, unas decenas de kilómetros los separan de su objetivo. Cada soldado del ejército francés lo siente, y la invasión avanza por sí misma, por la fuerza de su impulso.
En el ejército ruso, cuanto más se retrocede más crece el odio contra el enemigo, que, con el retroceso continuo, se agranda y concentra. El choque se produce en Borodinó. Ninguno de los dos contrarios se disgrega, pero el ejército ruso, inmediatamente después del choque, prosigue su retirada con la misma facilidad con que retrocede una bola al chocar con otra que avanza con fuerza mayor; por ese mismo motivo, la bola de la invasión, lanzada a gran velocidad (aunque toda su fuerza queda agotada en el choque), continuó su carrera por cierto tiempo.
Los rusos se retiran a ciento veinte kilómetros más allá de Moscú. Los franceses llegan hasta la capital y allí se detienen. Transcurren cinco semanas sin batalla alguna. Los franceses permanecen inmóviles. Como una fiera mortalmente lesionada que, desangrándose, lame sus heridas, permanece en Moscú durante ese tiempo sin emprender nada; de pronto, sin ninguna causa nueva, corre hacia atrás, lanzándose al camino de Kaluga; y (después de la victoria de Malo-Yaroslávets, donde también queda dueño del campo de batalla) sin ningún otro combate serio, sigue huyendo cada vez más rápidamente a Smolensk y después de Smolensk a Vilna, al río Berezina y más allá.
La noche del 26 de agosto, Kutúzov y todo el ejército ruso estaban convencidos de que habían ganado la batalla de Borodinó. Kutúzov lo escribió así a su Emperador y ordenó a sus hombres que se preparasen para un nuevo combate con el fin de acabar con los invasores; no porque quisiera engañar a alguien, sino porque sabía que el enemigo estaba vencido como lo sabían todos cuantos habían tomado parte en la batalla.
Pero aquella misma tarde y durante el día siguiente comienzan a recibirse informes de las inauditas pérdidas sufridas. La mitad del ejército había desaparecido, y una nueva batalla se hacía materialmente imposible.
Era imposible presentar nueva batalla antes de conocer todos los datos, antes de recoger a los heridos, de reponer las municiones y contar los muertos. Primero había que nombrar nuevos jefes que reemplazaran a los caídos; y los soldados tenían que comer y dormir, cosa que no habían hecho. Además, inmediatamente después de la batalla, a la mañana siguiente, el ejército francés (por aquella fuerza propulsiva que aumentaba en razón inversa al cuadrado de la distancia) se lanzaba sobre el ejército ruso. Kutúzov, y todo el ejército con él, deseaba atacar al día siguiente. Mas para atacar no basta con desearlo; se precisa una posibilidad que entonces no existía. Hubo que retroceder una etapa; después otra y otra, hasta que el 1 de septiembre, cuando el ejército estuvo cerca de Moscú, a pesar del sentimiento que dominaba en sus filas, la situación exigió que las tropas siguieran su repliegue. El ejército retrocedió una etapa más, la última, y Moscú cayó en manos del enemigo.