La princesa María, con el papel en la mano, se alejó de la ventana y, muy pálida, salió de la habitación, dirigiéndose al antiguo despacho del príncipe Andréi.
—Duniasha, llama a Alpátich o a Drónushka, a cualquiera, y di a Amelia Kárlovna que no entre— añadió al oír la voz de mademoiselle Bourienne. —¡Hay que salir, hay que salir lo antes posible!— decía horrorizada al pensar que podía quedar a merced de los franceses.
"¡Si el príncipe Andréi llegara a saber que estoy en manos de los franceses! ¡Que yo, la hija del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, pido protección al general Rameau y acepto su generosidad!" Aquella idea la horrorizaba. Temblaba, enrojecía, presa de un acceso de cólera e indignación como nunca sintiera antes.
Veía ahora claramente cuán dolorosas y ofensivas, eso sobre todo, eran las circunstancias en que se hallaba. "Ellos, los franceses, se instalarán en la casa, el general Rameau ocupará el despacho del príncipe Andréi; para divertirse revolverá y leerá sus cartas y sus papeles. Mademoiselle Bourienne lui fera les honneurs de Bogout-charovo; 394me asignarán una pequeña habitación por misericordia; los soldados profanarán la reciente tumba de mi padre, para robar sus condecoraciones. Me contarán sus victorias sobre los rusos y fingirán acompañarme en mi dolor..."
La princesa María pensaba así porque se sentía obligada a ir de acuerdo con las ideas de su padre y de su hermano. Personalmente, todo le era igual: no le importaba quedarse ni lo que pudiera ocurrirle; pero se sentía representante de su difunto padre y de su hermano. Sin advertirlo ella misma, pensaba como habrían pensado ellos y sentía como ellos habrían sentido. Lo que habrían dicho, lo que habrían hecho en aquellos momentos es lo que ella creía necesario hacer. Entró en el despacho del príncipe Andréi y, tratando de compenetrarse con sus ideas, meditó detenidamente la situación.
Las exigencias de la vida, que ella consideraba desaparecidas del todo con la muerte de su padre, surgieron de pronto ante ella, subyugando su voluntad con una fuerza nueva, desconocida.
Caminó por la estancia, inquieta y enrojecida, llamando tan pronto a Alpátich como a Mijaíl Ivánovich, ya a Tijón, ya a Dron. Duniasha, la vieja niñera y las doncellas no podían decir hasta qué punto eran justificadas las afirmaciones de mademoiselle Bourienne. Alpátich no estaba en casa: había ido a ver a las autoridades. Mijaíl Ivánovich, el arquitecto, apareció con ojos soñolientos y nada pudo decirle; contestaba con la misma sonrisa con la cual —durante quince años—, sin manifestar su propia opinión, respondía al viejo príncipe, de manera que era imposible deducir nada concreto de sus respuestas. El viejo ayuda de cámara, Tijón, con señales de fatiga y las huellas de un dolor irreparable, respondía: “Estoy a sus órdenes, princesa"; y al mirarla, a duras penas dominaba los sollozos.
Por último entró en el despacho el stárostaDron. Se inclinó profundamente ante la princesa y no pasó del umbral.
La princesa María dio unas vueltas por la habitación y se detuvo delante de él.
—Drónushka— dijo, viendo en él a un amigo seguro, aquel mismo Drónushka que todos los años solía traerle de la feria de Viazma, adonde iba todos los años, unas rosquillas especiales que le ofrecía sonriente, —Drónushka, ahora, después de nuestra desgracia...— y se detuvo, porque no tenía fuerzas para proseguir.
—Todos estamos bajo la mano de Dios— dijo él suspirando. Y guardó silencio.
—Drónushka, Alpátich ha ido no sé dónde, y yo estoy sin saber a quién dirigirme. Dicen que no puedo salir; ¿es verdad?
—¿Por qué no va a poder, Excelencia? Se puede salir...
—Dicen que es peligroso a causa de la proximidad del enemigo. Amigo mío, yo no puedo hacer nada, no entiendo nada; estoy sola y quiero salir por encima de todo esta noche o mañana por la mañana.
Dron calló y miró de reojo a la princesa.
—No hay caballos— dijo. —Se lo advertí a Yákov Alpátich.
—¿Cómo que no hay caballos?— preguntó la princesa.
—¡Un castigo de Dios, Excelencia!— murmuró Dron. —Las tropas se han llevado unos... otros han reventado... ¡Llevamos un año tan malo! Falta forraje para las bestias y nosotros mismos estamos a punto de morir de hambre. A veces pasamos tres días sin comer. No hay nada, estamos completamente arruinados.
La princesa escuchaba atentamente.
—¿Arruinados los campesinos? ¿No tienen pan?— preguntó.
—Se mueren de hambre— dijo Dron; —y no hablemos de conseguir carros.
—Pero ¿por qué no lo habías dicho, Drónushka? ¿No podemos ayudarlos? Haré todo lo que pueda...
A la princesa le parecía extraño que en esos momentos, en que ella sufría tan gran dolor, existieran ricos y pobres, y que los ricos pudieran no ayudar a los necesitados. Había oído decir y sabía vagamente que había el llamado grano de los señores y que solían dárselo a los campesinos necesitados; sabía también que ni su padre ni su hermano habrían negado su ayuda a los campesinos; su único temor era equivocarse en la distribución de trigo que ella quería entregar. Se sentía contenta de tener alguna preocupación por la que pudiera olvidar, sin avergonzarse de ello, el propio dolor. Pidió a Dron detalles sobre las necesidades de los mujiks y sobre lo que en Boguchárovo pertenecía a los señores.
—Hay grano nuestro, de mi hermano, ¿verdad?
—El grano de los señores está intacto— respondió Dron, orgulloso. —Nuestro príncipe no había dado orden de venderlo.
—Entrégalo a los campesinos; dales todo lo que necesiten. Lo autorizo en nombre de mi hermano.
Dron no respondió y suspiró profundamente.
—Repártelo todo, si tienen bastante con eso. Dalo todo. Te lo ordeno en nombre de mi hermano, y diles que todo lo nuestro es suyo. Nada regatearemos para ellos. Díselo así.
Dron miraba fijamente a la princesa mientras hablaba.
—¡En nombre de Dios, madrecita! Ordena que otro se haga cargo de las llaves— dijo. —He servido durante veintitrés años y no me porté mal. ¡Líbrame de este peso, en nombre de Dios!
La princesa no comprendía lo que quería decir ni de qué pedía ser liberado. Le respondió que nunca había dudado de su fidelidad y que estaba dispuesta a hacer todo por él y los campesinos.
XI
Una hora después Duniasha entró para decir a la princesa que Dron, según sus órdenes, había reunido a los campesinos junto al granero, que deseaban hablar con su ama.
—Yo no los he llamado. Sólo dije a Drónushka que les entregara el trigo— contestó la princesa María.
—Por Dios, princesa, madrecita, mande que echen a esos hombres y no vaya a verlos. Es un engaño— dijo Duniasha. —Cuando vuelva Yákov Alpátich nos iremos de aquí... No vaya usted...
—¿Qué engaño?— preguntó la princesa, sorprendida.
—Yo sé lo que digo. No haga caso, por Dios: escúcheme a mí. Si le parece, puede preguntar a la niñera. Dicen que no quieren marcharse de aquí, como usted ordenó.
—Debe de haber una confusión. No les ordené tal cosa...— dijo la princesa María. —Llama a Drónushka.
Dron confirmó las palabras de la doncella: los campesinos se habían reunido por orden de la princesa.
—¡Pero si jamás los he llamado!— dijo la princesa María. —Te equivocas seguramente. Lo único que te dije es que les dieras el trigo.
Dron suspiró en silencio.
—Se irán, si usted lo quiere.
—No, no, iré a verlos— dijo la princesa.
Y a pesar de las súplicas de Duniasha y de la niñera, la princesa María salió al porche seguida de Drónushka, la doncella, la vieja niñera y Mijaíl Ivánovich.
“Habrán pensado que les reparto el trigo para que se queden aquí, mientras yo los abandono en manos de los franceses. Voy a prometerles alojamiento y trabajo en los alrededores de Moscú. Estoy segura de que el príncipe Andréi haría más aún si estuviera en mi lugar”, pensaba la princesa María mientras se acercaba a los campesinos reunidos en las proximidades del granero.