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El príncipe Andréi encontró a Barclay de Tolly, a cuyo cuartel general fue destinado, en las orillas del Drissa. Como no había pueblos grandes ni pequeños en los alrededores del campamento, el enorme número de generales y cortesanos que iban con el ejército se hallaban dispersos a unos diez kilómetros, ocupando las casas mejores de la comarca, a uno y otro lado del río. Barclay de Tolly vivía a cuatro kilómetros del Emperador.

Recibió a Bolkonski con seca frialdad y, hablando con acento alemán, le dijo que informaría al Emperador sobre su llegada y que, en espera del destino, le rogaba que permaneciera en su cuartel general. Anatole Kuraguin, a quien el príncipe Andréi esperaba encontrar en el ejército, no estaba allí. Había vuelto a San Petersburgo, y esa noticia agradó a Bolkonski.

Todo el interés se centraba ahora en aquella inmensa guerra, y el príncipe Andréi se sintió contento de verse por algún tiempo libre de la distracción que le proporcionaba pensar en Kuraguin. Durante los cuatro primeros días, en los que nadie le exigió nada, el príncipe Andréi recorrió el campo fortificado y trató, con ayuda de su propia experiencia y las explicaciones de personas bien informadas, de hacerse una idea clara de la situación. Sin embargo, la cuestión de si aquel campamento era o no útil permaneció para él insoluble. Su experiencia militar le decía que los proyectos mejor meditados no significan nada en la guerra (recordaba la batalla de Austerlitz), que todo dependía del modo de reaccionar ante las acciones inesperadas, imposibles de prever, del enemigo; que todo depende de quién dirige la acción y de cómo la dirige. Para ver claro en este último punto, el príncipe Andréi, aprovechando su posición y sus relaciones, trató de conocer cómo se dirigía el ejército, qué personas y grupos participaban en esa dirección; y de todo ello dedujo sus apreciaciones personales sobre la situación militar.

Cuando el Emperador se hallaba aún en Vilna, las tropas fueron divididas en tres ejércitos: el primero, mandado por Barclay de Tolly, el segundo por Bagration y el tercero por Tormásov. El Emperador estaba en el primer ejército, pero no como general en jefe. La orden del día no decía que el Emperador tomaba el mando, sino que estaría junto a las tropas. Además, no disponía de un Estado Mayor como comandante en jefe, sino de un Estado Mayor Imperial, y como jefe de éste estaba el general príncipe Volkonski, generales ayudantes de campo del Emperador, funcionarios diplomáticos y un buen número de extranjeros, pero no había Estado Mayor del Ejército. Por otra parte, Alejandro tenía a su lado, sin funciones concretas, al ex ministro de la Guerra, Arakchéiev; al conde Bennigsen, el más antiguo de los generales; al gran duque heredero, Constantino Pávlovich; al conde Rumiántsev, canciller; a Stein, ex ministro de Prusia; a Armfeld, general sueco; a Pfull, autor principal del plan de campaña; al sardo Paolucci, como general ayudante; a Wolzogen y a otros muchos. Aunque ninguno de estos personajes desempeñasen cargos concretos en el ejército, gracias a su posición influían en las decisiones, y con frecuencia los jefes de cuerpo de ejército y aun el general en jefe no sabían a título de qué preguntaban o aconsejaban algo Bennigsen o el gran duque, o Arakchéiev, o el príncipe Volkonski; no sabían si era una orden emanada del Emperador en forma de consejo y si había que cumplirla o no. Pero ésta era la apariencia externa; porque el verdadero significado de la presencia del Emperador y de todos aquellos personajes, desde el punto de vista de la Corte (y en presencia del monarca todos se convierten en cortesanos), era evidente para todos: el Emperador no había tomado el título de comandante en jefe, pero sus disposiciones llegaban a todos los ejércitos. Los hombres que lo rodeaban eran sus auxiliares. Arakchéiev, un fiel ejecutor de lo mandado, cuidador del orden y guardián del Soberano. Bennigsen, como propietario de grandes posesiones en la provincia de Vilna, parecía hacer les honneursde aquellas tierras, aunque, en realidad, era un buen general, útil para dar un consejo y a quien convenía tener a mano para sustituir a Barclay. El gran duque se hallaba allí porque ése era su deseo. El ex ministro Stein estaba porque podía servir para dar un buen consejo y el emperador Alejandro apreciaba sobremanera sus cualidades personales. Armfeld odiaba a Napoleón y era un general muy seguro de sí mismo, lo que siempre influía en Alejandro. Paolucci estaba porque era audaz y muy enérgico hablando. Los generales ayudantes de campo estaban allí porque les tocaba ir adonde fuera el Emperador; y, por último, el más importante de todos, Pfull, se encontraba allí porque había elaborado el plan de guerra contra Napoleón y convencido al Soberano de que su proyecto era el más racional y, de hecho, él dirigía la marcha de toda la guerra. Con Pfull estaba Wolzogen, que se encargaba de expresar las ideas de Pfull en un lenguaje más accesible que el de su propio autor, hombre brusco, verdadero teórico de gabinete, a quien la alta opinión que tenía de sí mismo hacía despreciar a otros.

Además de estos personajes rusos y extranjeros (sobre todo extranjeros, que, con el atrevimiento propio de hombres que toman parte en la actividad de un país que juzgan extraño, proponían cada día planes nuevos) había otras personas de menor categoría que se hallaban en el ejército porque allí estaban sus principales jefes.

Entre tantas ideas y voces distintas de aquel enorme mundo inquieto, brillante y soberbio, el príncipe Andréi distinguía los siguientes partidos y tendencias:

El primer partido era el de Pfull y sus adeptos, los teóricos de la guerra, que creían en la existencia de una ciencia bélica con sus leyes inmutables; la ley de los movimientos oblicuos, de los rodeos, etcétera. Pfull y sus partidarios exigían la retirada al interior del país, según las leyes exactas de una supuesta teoría bélica, y en cualquier desviación de esa teoría no veían más que barbarie, ignorancia y mala fe. A este partido pertenecían los príncipes alemanes, Wolzogen, Wintzingerode y otros, en general alemanes.

El segundo partido era diametralmente opuesto al anterior. Y, como suele ocurrir, un extremismo daba origen a otro extremismo. Los hombres de ese partido eran los que desde Vilna pedían la invasión de Polonia y la renuncia a todo plan preparado de antemano. Esos hombres, además de ser los representantes de las acciones arriesgadas, eran los adalides nacionales, debido a lo cual se mostraban más unilaterales en las discusiones. Eran los rusos: Bagration, Ermólov —que comenzaba a destacarse— y algún otro. Por entonces circulaba un chiste sobre Ermólov, quien, según se decía, había pedido una sola gracia: la de ser ascendido a alemán. Los hombres de ese partido decían, recordando a Suvórov, que no era necesario reflexionar, ni clavar alfileres en el mapa; que lo necesario era combatir, asestar golpes al enemigo, no dejarlo entrar en Rusia e impedir que el desánimo cundiera en el ejército.

Al tercer partido, en el que más confiaba el Emperador, pertenecían los cortesanos, hábiles en hallar una solución intermedia entre ambas tendencias. La mayor parte de este grupo eran hombres ajenos a los militares, y entre ellos estaba Arakchéiev. Pensaban y decían lo que ordinariamente dicen los hombres sin convicciones propias pero que fingen tenerlas. Afirmaban que la guerra, sin duda, sobre todo con un genio como Bonaparte (lo llamaban de nuevo Bonaparte), exigía consideraciones muy profundas, grandes conocimientos científicos, y que en este aspecto Pfull era genial; al mismo tiempo, decían que había que reconocer que los teóricos eran con frecuencia unilaterales, por lo cual no convenía fiarse demasiado de ellos; que convenía escuchar lo que decían los contrarios de Pfull, los hombres prácticos, con experiencia en asuntos militares, buscando siempre mantenerse en el justo medio. Los hombres de ese grupo insistían en mantener el campamento de Drissa, de acuerdo con el plan de Pfull, aunque cambiando los movimientos de los otros ejércitos. De ese modo no se conseguía ni uno ni otro objetivo, pero tal idea parecía la mejor a sus partidarios.

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