Borís Drubetskói, en garçon, como él decía, pues había dejado a su mujer en Moscú, estaba en el baile y, aunque no era general ayudante de campo, participó con una fuerte suma en la suscripción para la fiesta. Rico ya en dinero y en honores, no buscaba protección y trataba de igual a igual a los jóvenes de su edad llegados a las máximas alturas.
Eran las doce de la noche y continuaba el baile. Elena, que no encontraba pareja digna de ella, propuso a Borís una mazurka. Formaban la tercera pareja. Borís miraba indiferente los desnudos hombros de Elena, que emergían espléndidos entre el oscuro vestido de tul recamado en oro. Hablaba de sus viejas amistades y, al mismo tiempo, sin advertirlo y sin que lo advirtieran los demás, no cesaba ni por un momento de observar al Emperador, que se encontraba en la misma sala. Éste no bailaba; permanecía junto a la puerta y detenía a unos y a otros hablándoles con aquellas palabras cariñosas que sólo él sabía decir.
Al comienzo de la mazurka, Borís notó que el general ayudante de campo Bálashov, una de las personas más próximas al Emperador, se acercaba a él y se detenía, no como acostumbraban los cortesanos, sino muy cerca del Soberano, que en aquellos momentos estaba conversando con una dama polaca. Alejandro fijó una mirada interrogativa en Bálashov y, comprendiendo que procedía así por algún grave motivo, hizo una leve inclinación a la dama y se volvió hacia el general. Desde las primeras palabras de Bálashov, el rostro del Emperador expresó asombro. Tomó al ayudante de campo por el brazo y atravesó con él la sala sin darse cuenta de que la gente se apartaba, dejándoles un amplio espacio a los dos lados. Borís observó también el alterado rostro de Arakchéiev cuando el Emperador pasó delante de él acompañado de Bálashov. Sin dejar de mirar al Soberano, Arakchéiev avanzó, resoplando con su roja nariz, como si esperase la llamada del Emperador. (Borís comprendió que Arakchéiev envidiaba a Bálashov y le disgustaba que una noticia, al parecer importante, llegase al Emperador a través de otro que no fuera él.)
Pero Alejandro pasó con el ayudante de campo sin fijarse en él y ambos salieron por la puerta al jardín iluminado. Arakchéiev, sujetándose el espadín y mirando colérico alrededor, los siguió a una distancia de veinte pasos.
Mientras seguía bailando la mazurka, Borís no cesaba de pensar, intrigado, en cuál podía ser aquella noticia traída por Bálashov y en cómo podía enterarse de ella antes que los demás.
Cuando llegó el momento de elegir a una dama, dijo a Elena que iba en busca de la condesa Potocka, que debía de haber salido al balcón. Se deslizó con paso ligero por el parquet hacia la puerta que daba al jardín y, al ver que el Zar salía de la terraza, dirigiéndose a la puerta, Borís, como si le faltara tiempo para retroceder, se hizo a un lado respetuosamente contra el quicio e inclinó la cabeza.
El Emperador, con la emoción del hombre ofendido personalmente, decía:
—¡Entrar en Rusia sin previa declaración de guerra! No habrá reconciliación mientras quede en mis tierras un solo soldado enemigo.
A Borís le pareció que el Emperador pronunciaba aquellas palabras con satisfacción. Parecía contento por la vigorosa expresión dada a sus ideas, pero le disgustaba que las oyese Borís.
—¡Que nadie lo sepa!— añadió frunciendo el ceño.
Borís comprendió que esas palabras se referían a él y, cerrando los ojos, inclinó levemente la cabeza. El Emperador volvió a la sala y permaneció en el baile cerca de media hora.
Borís supo antes que nadie que las tropas francesas habían pasado el Niemen. Gracias a ello pudo demostrar a ciertos personajes que él sabía lo que permanecía oculto a los demás; y ser más estimado por ellos.
La noticia del paso del Niemen por los franceses llegaba de improviso después de un mes de espera y ¡en pleno baile! En el primer instante, el Emperador, indignado y herido por la ofensa que se le hacía, encontró la frase que había de hacerse célebre, muy de su gusto porque expresaba perfectamente sus sentimientos. Al volver del baile, a las dos de la madrugada, hizo llamar a su secretario Shishkov y le ordenó escribir la orden del día a las tropas y el rescripto al mariscal príncipe Saltikov, exigiendo que se incluyera la frase: "No habrá reconciliación mientras quede en mis tierras un soldado enemigo".
Al día siguiente escribió a Napoleón la siguiente carta:
Monsieur mon frère. Supe ayer que, a pesar de la lealtad con que he cumplido mis compromisos con Vuestra Majestad, sus tropas han atravesado la frontera rusa; y ahora recibo de San Petersburgo una nota en la que el conde Lauristen anuncia, como causa de esta agresión, que Vuestra Majestad se considera en estado de guerra conmigo desde el momento en que el príncipe Kurakin solicitó sus pasaportes. Los motivos por los que el duque de Bassano rechazó semejante petición no me hubieran hecho suponer jamás que ese gesto sirviera de pretexto a la agresión. En efecto, ese embajador, como él mismo ha manifestado, no tenía autorización para dar el paso que dio; y apenas lo supe le hice llegar mi desaprobación y mis órdenes de que permaneciera en su puesto. Si Vuestra Majestad no tiene la intención de derramar la sangre de nuestros pueblos por un equívoco de este género y consiente en retirar sus tropas del territorio ruso, consideraré lo hecho como no ocurrido, y será posible un acuerdo entre nosotros. En el caso contrario, Majestad, me veré obligado a rechazar un ataque que yo no he provocado en manera alguna. Depende aún de Vuestra Majestad el evitar a la humanidad las calamidades de una nueva guerra.
Je suis, etc...
(Fdo.): Alexandre
IV
El 14 de junio, a las dos de la mañana, el Zar hizo llamar a Bálashov y, después de leerle su carta, le ordenó que la entregara personalmente a Napoleón. Alejandro le repitió que no se reconciliaría mientras quedase un enemigo armado en territorio ruso y le ordenó que se lo dijese fielmente a Napoleón. Esas palabras no figuraban en la carta, porque su tacto innato le advertía que no eran oportunas cuando se hacía la última tentativa de reconciliación, pero reiteró a Bálashov la orden de hacerlas conocer al Emperador francés.
Bálashov, acompañado por un cometa y dos cosacos, salió en la noche del 13 al 14 y al amanecer llegó a la aldea de Rikonti, ocupada por las vanguardias francesas, en la orilla del Niemen. Los centinelas de la caballería francesa le dieron el alto.
Un suboficial de húsares, de uniforme azul y gorro de piel, gritó a Bálashov que se detuviera. Éste no le hizo caso, y siguió al paso por el camino.
El suboficial frunció el ceño, masculló una injuria y echó su caballo sobre Bálashov con el sable desenvainado, y en forma grosera preguntó al general ruso si era sordo y si no oía lo que se le decía. Bálashov se dio a conocer y el suboficial mandó a un soldado en busca del oficial.
Sin atender más a Bálashov, el suboficial se puso a charlar con sus compañeros de asuntos del regimiento, sin mirar siquiera al general ruso.
A Bálashov le parecía extraño ver en tierra rusa una actitud hostil y, sobre todo, aquella absoluta falta de respeto hacia él, tan habituado a las altas esferas y a los honores, sobre todo después de su conversación con el Zar hacía tres horas escasas.
El sol asomaba entre las nubes, el aire era fresco y húmedo por el rocío; los rebaños salían de la aldea y las alondras, semejantes a burbujas en el agua, revoloteaban por los campos una tras otra y entonaban su canto.
Bálashov miraba en derredor esperando que el oficial llegase de la aldea. Los cosacos, el corneta y los soldados franceses intercambiaban, de vez en cuando, miradas en silencio.
Un coronel francés de húsares, que evidentemente acababa de saltar de la cama, salió de la aldea en un hermoso caballo gris acompañado por dos húsares. Tanto el oficial como los soldados y los caballos ofrecían un aspecto de bienestar y gallardía.