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—¿Ha prometido usted casarse con la condesa Rostova? ¿Ha intentado raptarla?

—Amigo mío— respondió Anatole en francés (idioma en que transcurría la conversación), —no me creo obligado a contestar a un interrogatorio hecho en ese tono.

El rostro de Pierre, ya pálido, se desfiguró por la cólera. Agarró con su vigorosa mano a Anatole por el cuello del uniforme y lo zarandeó hasta que el rostro de Kuraguin reflejó suficiente miedo.

—¡He dicho que tengoque hablar con usted!...— repitió.

—Pero esto es una estupidez— dijo Anatole, tocándose un botón que se le había desgarrado junto con la tela.

—Es usted un miserable y un canalla, y no sé qué me retiene del placer de aplastarle la cabeza con esto— dijo Pierre, que, por hablar en francés, se expresaba en términos tan artificiosos. Tomó un pesado pisapapeles y lo levantó amenazador, pero al instante volvió a dejarlo en su sitio. —¿Le prometió casarse?

—Yo, yo, yo no pensaba; nunca prometí nada, porque...

Pierre lo interrumpió:

—¿Tiene cartas de ella? ¿Tiene cartas?— repitió acercándose a Kuraguin.

Éste lo miró y, metiendo la mano en su bolsillo, sacó la cartera.

Pierre tomó la carta que le tendía y, apartando una mesa que tenía delante, se dejó caer en el diván.

—Je ne serai pas violent, ne craignez rien 333— dijo, respondiendo a un gesto de temor de Anatole. —Las cartas, primero —dijo Pierre como repitiendo para sí mismo una lección; —segundo— continuó después de un breve silencio, levantándose y volviendo a pasear: —mañana mismo debe salir de Moscú.

—Pero ¿cómo puedo...? ¿Eh?

—Y tercero— prosiguió Pierre, sin hacerle caso —no debe decir nunca una sola palabra de lo ocurrido entre usted y la condesa. Sé que no se lo puedo prohibir, pero si le queda un resto de conciencia...— Pierre dio unas cuantas vueltas en silencio. Kuraguin, sentado junto a la mesa, se mordía los labios con el ceño fruncido. —Al fin y al cabo, no puede dejar de comprender que además de su placer existe la felicidad y la paz de otras personas, y que destroza toda una vida por su afán de divertirse. Diviértase con mujeres semejantes a mi esposa, con ésas tiene perfecto derecho; ellas saben bien lo que usted quiere de ellas. Están armadas contra usted por la misma experiencia de la depravación. Pero prometer matrimonio a una joven... engañarla... intentar un rapto... ¿cómo no comprende que es tan infame como pegar a un anciano o a un niño?...

Pierre calló y fijó en Kuraguin una mirada llena de interrogación, pero ya sin ira.

—Eso no lo sé— replicó Anatole, que parecía recobrar la audacia a medida que Pierre dominaba su cólera. —No lo sé y no quiero saberlo— replicó, sin mirar a su cuñado, y con un ligero temblor en la barbilla. —Pero me ha hablado de tal manera, me ha llamado infame y otras cosas semejantes, que yo, comme un homme d’honneur, 334no puedo tolerar a nadie. ¿Eh?

Pierre lo miró asombrado, sin comprender qué pretendía.

—Aunque haya sido a solas— siguió Anatole, —no puedo... ¿Eh?

—¿Qué?— preguntó irónicamente Pierre. —¿Necesita una satisfacción?

—Al menos podía retirar esas palabras. Si quiere que acepte sus condiciones... ¿Eh?

—Las retiro, las retiro— dijo Pierre, mirando sin darse cuenta el botón que le había arrancado del uniforme. —Si es preciso, le daré dinero para el viaje.

Anatole sonrió. Y aquella sonrisa tímida y vil, que ya conocía en su mujer, enfureció a Pierre:

—¡Oh, qué familia tan infame y sin corazón!— dijo y salió de la habitación.

Al día siguiente Anatole partió para San Petersburgo.

XXI

Pierre se dirigió a la casa de María Dmítrievna para comunicarle que se había hecho lo que ella deseaba: Kuraguin había salido de Moscú. Toda la casa estaba asustada y revuelta. Natasha se hallaba muy enferma, y María Dmítrievna contó en secreto a Pierre que aquella noche, después de saber que Anatole estaba casado, había intentado envenenarse con arsénico, que se había procurado en secreto. Empezó a tomarlo, pero se asustó tanto que despertó a Sonia y le contó lo que acababa de hacer. En seguida se habían tomado las medidas necesarias contra el veneno, y ahora ya estaba fuera de peligro; sin embargo, se hallaba tan débil que no podía pensarse en llevarla a Otrádnoie y fueron en busca de la condesa; Pierre vio al conde, todo compungido, y a Sonia, llorosa, pero a Natasha no la pudo ver.

Aquel día comió en el Club. En todas partes se comentaba el intento de rapto de Natalia Rostov; Pierre desmentía insistentemente el rumor, asegurando que lo único ocurrido era que su cuñado había pedido la mano de Natasha y fue rechazado. Pierre creía deber suyo ocultarlo todo y salvar la reputación de Natasha.

Esperaba con temor el regreso del príncipe Andréi y cada día se acercaba a la casa del viejo Bolkonski en busca de noticias.

El príncipe Nikolái Andréievich se había enterado por mademoiselle Bourienne de todos los rumores que circulaban por la ciudad y había leído la carta dirigida a la princesa María donde Natasha rompía con su novio. Parecía más alegre que de ordinario y esperaba a su hijo con gran impaciencia.

Unos días después de la marcha de Anatole, Pierre recibió una esquela del príncipe Andréi notificándole su llegada y pidiéndole que fuera a su casa.

En cuanto llegó a Moscú, el príncipe Andréi recibió de manos de su padre la carta de Natasha a la princesa María (que mademoiselle Bourienne había sustraído a la princesa y entregó al viejo príncipe) y hubo de escuchar de labios de su padre la noticia del fracasado rapto, corregida y aumentada.

El príncipe Andréi había llegado ya avanzada la tarde del día anterior, y a la mañana siguiente recibió la visita de su amigo. Pierre pensaba encontrarlo en una situación semejante a la de Natasha y le causó asombro cuando, al entrar en la sala, oyó la voz del príncipe Andréi que comentaba animadamente en el despacho cierta intriga de San Petersburgo. El viejo príncipe y otro interlocutor lo interrumpían de vez en cuando. La princesa María salió al encuentro de Pierre. Suspiró, indicando con los ojos el despacho donde se hallaba su hermano, como si deseara expresar así su sentimiento de condolencia por el dolor del príncipe. Pero Pierre vio en aquel rostro la alegría de la princesa por lo ocurrido y por la forma en que su hermano había recibido la noticia de la traición de su prometida.

—Ha dicho que lo esperaba— comentó la princesa. —Sé bien que su orgullo no le permite expresar sus sentimientos, pero lo soporta mejor, mucho mejor de lo que yo imaginaba. Por lo visto, tenía que ser así...

—¿Es posible que todo haya terminado por completo?— preguntó Pierre.

La princesa lo miró con asombro. No comprendía siquiera que pudiera hacerse semejante pregunta. Pierre entró en el despacho. El príncipe Andréi, a quien halló muy cambiado, vestía de paisano. Indudablemente parecía haber mejorado de salud, pero tenía una nueva arruga vertical en la frente, entre las cejas; hablaba con su padre y el príncipe Mescherski y discutía con energía y pasión. Hablaban de Speranski: la noticia de su súbito destierro y supuesta traición acababa de llegar a Moscú.

—Ahora lo juzgan y lo culpan todos aquellos que hace un mes lo ensalzaban y aquellos que no eran capaces de comprender sus fines— decía el príncipe Andréi. —Es muy fácil juzgar al caído en desgracia y achacarle todos los errores ajenos. Pero yo les digo que si algo bueno se ha hecho durante este reinado, a él se lo debemos y a nadie más.

Se detuvo cuando vio a Pierre. En su rostro hubo un ligero estremecimiento y al instante adoptó una expresión adusta.

—La posteridad le hará justicia— terminó, y se volvió a Pierre: —¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Sigues engordando!— sonrió animadamente. Pero la arruga reciente de su frente se hizo más profunda.

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