—Escucha, Balaga... revienta la troika, pero en tres horas tenemos que llegar, ¿eh?
—Si la reviento, ¿cómo vamos a llegar?— y Balaga guiñó un ojo.
—¡No bromees o te rompo la jeta!— gritó, de pronto, Anatole, con los ojos desorbitados.
—¿Por qué voy a bromear?— sonrió el cochero. —¡Por mis señores cómo no voy a esforzarme! Correremos todo lo que puedan los caballos.
—Ah, bueno. Siéntate.
—Ea, siéntate— repitió Dólojov.
—Estoy bien así, Fiódor Ivánich.
—Siéntate y no finjas. Bebe— dijo Anatole, llenando un gran vaso de vino de Madeira.
Se encendieron los ojos del cochero a la vista del vino. Lo rehusó por guardar las formas, pero bebió y se limpió los labios con un pañuelo de seda roja que llevaba dentro del gorro.
—Bien, Excelencia, ¿cuándo hay que salir?
—Pues mira— Anatole miró el reloj, —ahora mismo. Escucha bien, Balaga ¿llegaremos?
—Si la salida es buena, ¿por qué no vamos a llegar? Hemos ido a Tver en siete horas, su Excelencia debe recordarlo.
Anatole se volvió a Makarin, que lo contemplaba con arrobamiento.
—Una vez, por Navidad, fuimos a Tver— le dijo sonriendo. —No lo creerás, pero no podíamos respirar por la velocidad que llevaban los caballos. Nos echamos sobre un convoy y saltamos por encima de dos carros, ¿verdad?
—¡Qué caballos aquellos!— prosiguió Balaga. —Había enganchado al alazán unos potros jóvenes y puede creerme, Fiódor Ivánich, que sesenta kilómetros galoparon esas fieras sin detenerse; no podía frenarlos, se me quedaron las manos tiesas del frío y le pasé las riendas a Su Excelencia y me caí al fondo de la troika. ¡En tres horas nos llevaron aquellos diablos! Únicamente diñó el izquierdo.
XVII
Anatole salió de la habitación para volver unos minutos después con un abrigo de piel ceñido por un cordón de plata; llevaba ladeado el gorro de cibelina, que sentaba muy bien a su hermoso rostro. Se miró al espejo y con la misma postura se acercó a Dólojov y tomó un vaso de vino.
—Bueno, Fiódor, adiós, gracias por todo, adiós. Compañeros... amigos...— se detuvo pensativo, —compañeros de mi juventud... adiós— dijo a Makarin y a los otros.
Aunque todos lo acompañaban, Anatole parecía empeñado en dar un tono solemne y conmovedor a las palabras que dirigía a sus compañeros. Hablaba lentamente, en voz alta, sacando el pecho y balanceando una pierna.
—Tomad vuestros vasos... tú también, Balaga. Ea, compañeros y amigos de mi juventud. Juntos hemos vivido, juntos nos hemos divertido, ¿eh? Ahora, ¿cuándo nos veremos otra vez? Me voy al extranjero. Se acabó lo vivido, muchachos. ¡A vuestra salud! ¡Hurra!— bebió el vino y estrelló el vaso contra el suelo.
—¡A su salud!— dijo Balaga, bebiendo su vaso y secándose los labios con el pañuelo.
Makarin, con lágrimas en los ojos, abrazó a Anatole.
—¡Ah, príncipe! ¡Cómo siento separarme de ti!— dijo.
—¡En marcha, en marcha!— gritó Anatole.
Balaga se dispuso a salir.
—No, espera— dijo Anatole. —Cierra la puerta: tenemos que sentarnos, como es costumbre. Así.
Cerraron la puerta y se sentaron todos.
—¡Bueno, amigos! Y ahora, en marcha— dijo Anatole, levantándose.
Joseph, el lacayo, entregó a Anatole el portapliegos y el sable y todos salieron al pasillo.
—¿Dónde está el abrigo de piel?— preguntó Dólojov. —¡Eh, Ignatka! Ve donde Matriona Matvéievna y dile que te dé el abrigo de cibelina. He oído cómo se rapta— añadió guiñando un ojo. —Saldrá de casa más muerta que viva, con lo que tenga puesto. Si se pierde un solo minuto, vienen las lágrimas... que si papá, que si mamá, se queda helada y se vuelve atrás. Lo que tienes que hacer es envolverla y llevarla de inmediato a la troika.
El criado trajo un abrigo de zorro.
—¡Imbécil! ¡Te he dicho que el de cibelina! ¡Eh, tú, Matriosha, el de cibelina!— gritó con voz tan potente que se lo oyó en las habitaciones más distantes.
Una bella gitana, delgada y pálida, de brillantes ojos negros y cabello rizado con reflejos azulados y un chal rojo sobre los hombros, apareció corriendo con el abrigo de cibelina.
—Tómalo, no me da pena, tómalo— dijo con visibles muestras de timidez ante su señor y de pena por perder el abrigo.
Dólojov, sin contestar, tomó el abrigo, lo echó encima de Matriosha y la envolvió en él.
—¿Ves? Así hay que hacer— dijo; —después, así— y levantó el cuello, no dejando al descubierto más que una pequeña parte del rostro de la gitana. —Y luego así, ¿ves?— y acercó la cabeza de Anatole a la abertura del cuello, por la que se veía el sonriente rostro de Matriosha.
—Bueno, adiós, Matriosha— dijo Anatole dándole un beso. —Se acabaron las bromas. Despídeme de Stiopka. ¡Ea, adiós! ¡Adiós, Matriosha, deséame buena suerte!
—Que Dios te haga muy feliz, príncipe, mucha suerte— dijo Matriosha con su acento zíngaro.
En el porche había dos troikas, que guardaban dos mozos; Balaga se sentó en la primera y alzando los codos arregló las riendas con calma. Anatole y Dólojov se acomodaron con él; Makarin, Jvóstikov y los dos criados se instalaron en la otra.
—¿Estamos?— preguntó Balaga. —¡Adelante, en marcha!— gritó, enrollándose las riendas en la mano.
La troika salió volando hacia el bulevar Nikitski.
—¡Eh, br, br!, ¡eh! ¡Fuera!— gritaban Balaga y el mozo que iba a su lado. Al llegar a la plaza de Arbat, la troika se precipitó sobre un carruaje; se oyó un ruido seco y un grito; pero Balaga siguió calle de Arbat arriba. Dieron dos vueltas por Podnovinski, tras lo cual Balaga moderó la carrera de sus caballos y los frenó en la esquina de Stáraia Koniúshennaia.
El mozo que iba con Balaga saltó para sujetar de la brida a los caballos. Anatole y Dólojov también descendieron. Al llegar a la puerta Dólojov dio un silbido. Respondió otro silbido y a continuación apareció la doncella:
—Entren en el patio; aquí pueden verlos. Ahora saldrá.
Dólojov se quedó junto al portalón; Anatole siguió a la doncella hacia el patio, dio la vuelta a la esquina y subió al porche. Gavrilo, el gigantesco criado de María Dmítrievna, salió a su encuentro.
—Lo espera la señora— dijo en voz baja, cerrándole el paso.
—¿Qué señora? ¿Quién eres tú?— preguntó Anatole con voz sofocada y susurrante.
—Le ruego que me siga; tengo órdenes de hacerlo entrar.
En aquel instante se oyó la voz de Dólojov, que gritaba:
—¡Kuraguin! ¡Atrás! ¡Traición! ¡Atrás!
Dólojov, junto a la cancela, forcejeaba con el portero, que intentaba cerrar la puerta a espaldas de Kuraguin. Haciendo un último esfuerzo, rechazó al portero, y cogiendo por el brazo a Anatole, corrió con él a la troika.
XVIII
María Dmítrievna, al encontrar a Sonia en el pasillo anegada en lágrimas, la obligó a contarlo todo. Después de leer la nota de Natasha, María Dmítrievna entró en su habitación.
—¡Miserable! ¡Desvergonzada!— gritó. —¡No quiero oírte!— y rechazando a Natasha, que la miraba con ojos atónitos y secos, la encerró en su habitación con llave y ordenó al portero que dejara abierta la entrada a las personas que vendrían aquella noche; pero que no las dejara salir. Mandó a Gavrilo que hiciera pasar a esas personas en cuanto hubiesen llegado. Y se sentó en la sala a la espera de los raptores.
Cuando Gavrilo anunció a su señora que las personas que esperaba habían huido, María Dmítrievna, con gesto sombrío y malhumorado, se puso a caminar por la estancia, con las manos a la espalda, reflexionando en lo que debía hacer. Hacia la medianoche buscó la llave en su bolsillo y se dirigió a la habitación de Natasha. Sonia, sentada en el pasillo, seguía sollozando.
—“Por Dios, María Dmítrievna, déjeme entrar a verla— suplicó.
Sin contestar, María Dmítrievna abrió la puerta y entró. “Infame, miserable chiquilla, y en mi casa... Su padre es el que me da lástima —pensaba María Dmítrievna tratando de calmarse—. Por difícil que sea, haré lo posible para que no se entere el conde; ordenaré a todos que guarden silencio.” María Dmítrievna entró con paso resuelto. Natasha, inmóvil, seguía echada en el diván, con la cabeza entre las manos en la misma posición en que la había dejado María Dmítrievna.