Riendo, el conde Iliá Andréievich apretó el codo de Sonia, que se había ruborizado, y le indicó a su antiguo cortejador.
—¿Lo reconoces?— dijo. —¿De dónde sale?— preguntó a Shinshin. —Había desaparecido.
—Sí, había desaparecido— respondió Shinshin. —Estuvo en el Cáucaso, huyó de allí y dicen que fue ministro de no sé qué príncipe persa y que mató al hermano del Sha. Y ahora todas las damas de Moscú están locas por él: para ellas no hay más que Dolokhoff le Persan. 322Se habla de él, se lo homenajea como se invita a comer. Dólojov y Anatole Kuraguin tienen locas a todas nuestras señoras.
En el palco vecino entró una señora alta y bella, con una enorme trenza, la espalda casi al desnudo y el pecho muy escotado, blanco y turgente. Un doble collar de gruesas perlas adornaba su cuello. Empleó bastante tiempo en acomodarse, haciendo crujir la seda pesada de su vestido.
Natasha, involuntariamente, se quedó mirando el cuello, la espalda, el pecho, las perlas y el peinado, admirando la belleza de la dama. Cuando la miraba por segunda vez, ella se volvió y, viendo a Iliá Andréievich, inclinó la cabeza saludándolo y sonrió. Era la condesa Bezújov, esposa de Pierre. Iliá Andréievich, que conocía a todos, se reclinó en el borde del palco y cambió unas palabras con ella.
—¿Está en Moscú hace mucho, condesa? Iré, iré a besar su mano. Vine por unos asuntos y he traído a mis niñas. Dicen que la Semiónovna canta divinamente. El conde Pierre Kirílovich, ¿está aquí?
—Sí, tenía intención de pasar— dijo Elena Vasílievna, y miró atentamente a Natasha.
El conde Iliá Andréievich volvió a su sitio.
—¿Es bellísima, verdad?— murmuró al oído de su hija.
—¡Una maravilla! No me extraña que se enamoren de ella.
En aquel instante sonaron los últimos acordes de la obertura y el director de orquesta golpeó el atril con la batuta. Los rezagados ocupaban sus puestos en el patio de butacas y se levantó el telón.
Se hizo el silencio en todas partes, los hombres, viejos o jóvenes, los que vestían uniforme y los de frac, todas las señoras escotadas, pero cubiertas de joyas, fijaron con curiosa avidez su atención en el escenario. Natasha miró también hacia allí.
IX
En el centro del escenario había unas tablas rectas y a los lados cartones pintados representaban árboles; al fondo había una tela extendida sobre un bastidor de madera. Varias jóvenes de corpiño rojo y falda blanca estaban sentadas en el centro; otra, muy gruesa, con traje de seda blanca, permanecía aparte, sentada en un banco, tras el cual habían colocado otro cartón verde. Todas cantaban algo; cuando concluyeron, la del banco se acercó a la concha del apuntador. Le salió al encuentro un hombre vestido con calzón de seda blanca que ceñía sus gruesas piernas, con un penacho en el sombrero y un puñal, y se puso a cantar moviendo mucho los brazos.
El hombre de los calzones ceñidos cantó solo; después cantó ella. Callaron los dos y la música volvió a comenzar: el hombre tomó la mano de la joven del vestido blanco, en espera del compás de entrada para cantar juntos. Cantaron los dos y los espectadores aplaudieron y gritaron con entusiasmo, mientras que el hombre y la mujer, que en escena representaban a unos enamorados, sonreían y saludaban abriendo los brazos.
Recién venida del campo, y en el extraño estado de ánimo en que se encontraba, todo aquello le pareció a Natasha absurdo y grotesco. No podía seguir el desarrollo de la ópera, ni siquiera oír la música; veía sólo cartones pintados, hombres y mujeres extrañamente vestidos, que bajo una luz muy intensa se movían, hablaban y cantaban de manera rara. Sabía lo que eso debía representar, pero todo era tan falso, tan poco natural, que unas veces se avergonzaba por los actores y otras veces le parecían ridículos. Miraba en derredor los rostros de los espectadores, buscando en ellos ese mismo sentimiento de ironía y asombro que sentía en sí, pero todas las caras denotaban atención por lo que sucedía en la escena y expresaban una admiración que a Natasha le parecía ficticia. “Probablemente debe de ser así”, se dijo. Miraba sucesivamente las filas de cabezas bien peinadas en el patio de butacas, los escotes de las mujeres en los palcos y, sobre todo, a su vecina, Elena, que, muy escotada, con su eterna sonrisa, no quitaba los ojos del escenario. Natasha sentía la luz clara que llenaba la sala y el ambiente caldeado por la multitud. Poco a poco fue sumiéndose en un estado de abstracción que hacía tiempo no experimentaba. Ya no recordaba quién era, dónde estaba ni qué ocurría a su alrededor. Miraba a todos y pensaba; por su mente desfilaban, sin relación alguna entre sí, las ideas más extrañas e inesperadas: ya se le ocurría saltar al proscenio y cantar el aria de la soprano; ya deseaba tocar con su abanico a un viejecillo sentado cerca de ella; o bien inclinarse hacia Elena y hacerle cosquillas.
En uno de esos instantes en que en la escena todo es silencio, a la espera de que comience un aria, la puerta de entrada al patio de butacas se abrió hacia donde estaba el palco de los Rostov y se oyeron los pasos de un hombre. "Ahí está Kuraguin”, murmuró Shinshin. La condesa Bezújov se volvió sonriendo hacia el que entraba. Natasha miró en la misma dirección y vio a un ayudante de campo de extraordinaria belleza, que se acercaba al palco de su hermana. Era Anatole Kuraguin, al que había visto y recordaba del baile de San Petersburgo. Lucía ahora su uniforme de ayudante de campo, con charreteras y cordones. Caminaba con aire gallardo y bizarro que habría resultado ridículo de no ser tan atractivo y de no expresar en su hermoso rostro jovialidad y alegría. A pesar de haber comenzado la representación, avanzaba sobre la alfombra del pasillo sin prisa, haciendo tintinear levemente las espuelas y el sable y erguida la espléndida y perfumada cabeza. Lanzó una mirada a Natasha, se acercó a su hermana, apoyó la mano enguantada en el antepecho del palco, la saludó con la cabeza y le preguntó algo, señalando con los ojos a Natasha.
—Mais charmante— dijo evidentemente por Natasha, que más que oírlo lo comprendió por el movimiento de sus labios.
Después pasó a la primera fila y se sentó junto a Dólojov, al que dio amistosamente con el codo, a ese mismo Dólojov a quien los demás adulaban tanto. Le sonrió, guiñando alegremente un ojo, y apoyó el pie contra el barrote de las candilejas.
—Cuánto se parecen los dos hermanos y qué guapos son— comentó el conde.
Shinshin, a media voz, contaba a Rostov una de las historias de Kuraguin en Moscú; Natasha procuró oírlo, sólo porque Anatole había dicho que era charmante.
Terminó el primer acto; en el patio de butacas todos se levantaron, se mezclaron y comenzaron a salir.
Borís acudió al palco de los Rostov. Recibió con mucha sencillez las felicitaciones y, enarcando las cejas y con distraída sonrisa, rogó a Natasha y a Sonia que asistieran a su boda, en nombre de su prometida, y se retiró. Natasha, sonriente y con cierta coquetería, conversó con él y felicitó a aquel mismo Borís de quien en otro tiempo estuvo enamorada. En ese estado de embotamiento todo le parecía simple y natural.
Elena, con su gran escote, permanecía junto a Natasha y sonreía a todos; de la misma manera sonrió Natasha a Borís.
El palco de la condesa se llenó de gente y desde el patio de butacas acudían a saludarla los hombres más linajudos e ingeniosos, empeñados, al parecer, en demostrar a todos su amistad con ella.
Durante todo el entreacto, Kuraguin permaneció de pie junto a las candilejas, al lado de Dólojov, sin dejar de mirar hacia el palco de los Rostov. Natasha sabía que estaba hablando de ella, y eso le agradaba. Se volvió de manera que la viesen de perfil, creyendo que esa postura la favorecía. Antes de dar comienzo el segundo acto, apareció Pierre en el patio de butacas, a quien los Rostov no habían visto desde su llegada. Su rostro parecía triste, y estaba más grueso que la última vez que lo vio Natasha. Sin fijarse en nadie, avanzó hasta la primera fila; Anatole se acercó a él y le dijo algo, señalando el palco de los Rostov, Pierre se animó al ver a Natasha y se acercó presuroso al palco. Se acodó en el antepecho y charló animadamente largo rato con ella.