—¿Y recuerdas hace aún más tiempo— dijo Natasha con pensativa sonrisa, —cuando éramos muy, muy pequeños; el día en que nos llamó el tío a su despacho, en la vieja casa todavía? Todo estaba oscuro, llegamos y había allí...
—Un negro— terminó Nikolái con alegre sonrisa, —¿Cómo no voy a recordarlo? Y aun ahora no sé si era negro, o si lo soñamos, o si es que nos lo contaron.
—Era gris y tenía los dientes blancos. Estaba de pie y nos miraba.
—¿Se acuerda, Sonia?— preguntó Nikolái.
—Sí, sí, algo recuerdo— respondió Sonia tímidamente.
—A veces he preguntado a mamá y a papá por aquel negro— dijo Natasha. —Dicen que no había ningún negro... ¡Pero tú lo recuerdas!
—¡Ya lo creo! Como si ahora estuviera viendo sus dientes blancos.
—¡Qué raro! Es como un sueño. Me gusta recordar.
—¿Y te acuerdas de cuando empezamos a jugar con unos huevos de Pascua en la sala y de pronto entraron dos viejas y se pusieron a rodar por el suelo también? ¿Ha sucedido esto, sí o no? ¿Te acuerdas de lo bien que lo pasábamos?
—Sí. ¿Y cuando papá, con su abrigo azul, disparó la escopeta en el porche de la casa?
Se interrumpían sonrientes, felices al evocar —no tristes recuerdos propios de la vejez— los recuerdos poéticos de la infancia; esas impresiones de un pasado bastante lejano cuando la fantasía se entrelaza con la realidad. Y reían los tres dulcemente con íntimo gozo.
Aun cuando sus recuerdos fueran comunes, Sonia, como siempre, no llegaba tan lejos. No recordaba muchas cosas, que ellos guardaban en su memoria, y las que recordaba no despertaban en ella aquel sentimiento poético que embargaba a los dos hermanos. Se complacía de su júbilo y trataba de participar en él.
Únicamente intervino cuando Natasha y Nikolái recordaron la llegada de Sonia. Contó entonces que había tenido miedo de Nikolái porque éste llevaba cordones en la chaqueta y la niñera le decía que la coserían dentro.
—Yo recuerdo que me dijeron que tú habías nacido debajo de una col— dijo Natasha. —No me atrevía a dudarlo, pero sabía que no era verdad y me sentía incómoda.
En la puerta del fondo apareció una sirvienta.
—Señorita, ya han traído el gallo— anunció en voz baja.
—Ya no hace falta, Paulina; di que se lo lleven.
Dimmler entró después, cuando estaban en plena conversación: se acercó al arpa, colocada en un ángulo del salón, la desenfundó y del instrumento salió un sonido discordante.
—Edvard Kárlich, toque, por favor, mi Nocturnofavorito del señor Field— dijo desde la otra sala la voz de la condesa.
Dimmler inició unos acordes y, volviéndose a Natasha, Nikolái y Sonia, dijo:
—¡Qué tranquilos están los jóvenes!
—Sí. Estamos filosofando— contestó Natasha, volviéndose por un segundo, y prosiguió la conversación.
Ahora hablaban de sueños.
Dimmler comenzó a tocar. Natasha, sin hacer ruido, se acercó a la mesa, tomó el candelero, lo sacó de la habitación y volvió a su sitio. La habitación, y especialmente el rincón donde estaban sentados, quedó en la oscuridad, pero por las amplias ventanas entraba la luz plateada de la luna llena.
—¿Sabéis qué pienso?— murmuró Natasha acercándose a Nikolái y a Sonia, mientras Dimmler, terminada la canción, permanecía sentado, pulsando débilmente las cuerdas y preguntándose si debería dejarlo o tocar algo nuevo. —Cuando uno comienza a recordar pasa el tiempo recordando todo y se llega a recordar lo que se era antes de nacer.
—Eso es la metempsicosis— aseguró Sonia, que siempre fue buena estudiante y lo recordaba todo. —Los egipcios creían que nuestras almas eran de los animales y volvían a ellos.
—No, no creo que estuviesen en algún animal— dijo Natasha, siempre en voz baja, aunque la música había cesado. —Estoy segura de que éramos ángeles, que debíamos de estar en alguna parte y también aquí, y que por eso lo recordamos todo...
—¿Puedo unirme a ustedes?— preguntó en voz baja Dimmler, sentándose al lado de ellos.
—Si hubiésemos sido ángeles, ¿por qué íbamos a caer en un estado inferior? No; no es posible— dijo Nikolái.
—No inferior, ¿quién ha dicho que habíamos caído en un estado inferior? ¿Por qué sé lo que era antes?— replicó Natasha persuadida. —El alma es inmortal... Entonces, si he de vivir siempre, también he vivido antes, he vivido toda la eternidad.
—Sí, pero es difícil representarse la eternidad— aseguró Dimmler, que se había acercado a los jóvenes con una sonrisa afable y despreciativa pero que ahora hablaba con el mismo tono serio y velado de los jóvenes.
—¿Por qué?— intervino Natasha. —Hoy es, mañana será, siempre será; y ayer y anteayer eran...
—¡Natasha! Ahora te toca a ti. Cántame algo— se oyó la voz de la condesa. —Estáis sentados ahí como unos conspiradores.
—¡Mamá, tengo tan pocas ganas de cantar!— replicó Natasha. Pero se levantó en seguida.
Nadie, ni siquiera Dimmler, que ya no era joven, deseaba interrumpir la conversación y salir de aquel rincón del saloncito. Pero Natasha se levantó y Nikolái se sentó al clavicordio. Como siempre, Natasha se colocó en el centro de la sala escogiendo el punto más conveniente para el sonido, y entonó la romanza preferida de su madre.
Había dicho que no tenía deseos de cantar, pero hacía tiempo que no cantaba tanto ni tan bien como aquella noche. El conde Iliá Andréievich la escuchaba desde el despacho donde estaba conversando con Míteñka y, como un alumno que se apresura a concluir sus lecciones para correr a jugar, dio las últimas órdenes a su administrador y guardó silencio. También Míteñka escuchaba callado y sonriente, de pie ante el conde.
Nikolái no apartaba los ojos de Natasha; respiraba al mismo ritmo que ella. Sonia pensaba en la gran diferencia que había entre ella y su amiga y comprendía que le era imposible ser, por poco que fuera, tan encantadora como su prima. La condesa escuchaba con su sonrisa feliz y triste; las lágrimas le asomaban a los ojos y de vez en cuando movía la cabeza. Pensaba en su hija, en su propia juventud y en que había algo ilógico y temible en el matrimonio de Natasha con el príncipe Andréi.
Dimmler, sentado junto a la condesa, escuchaba con los ojos cerrados.
—¡Oh, condesa!— dijo, por fin. —¡Tiene talento para cantar en cualquier escena europea! Tanta suavidad, tanta dulzura y vigor...
—Temo por ella, tengo miedo— dijo la condesa, sin pensar en quién la escuchaba. Su instinto maternal le decía que en Natasha había algo excesivo que impediría su felicidad.
No había concluido Natasha su canción cuando en la sala irrumpió, con su entusiasmo de catorce años, el pequeño Petia, que anunciaba la llegada de los disfrazados.
Natasha se detuvo en seco.
—¡Estúpido!— gritó y corrió hacia una silla, se dejó caer y estalló en sollozos y durante largo rato no pudo detener sus lágrimas. —No es nada, mamá, nada; es que Petia me ha asustado— decía intentando sonreír; pero sus lágrimas seguían fluyendo y los sollozos oprimían su garganta.
Los criados, disfrazados de osos, turcos, posaderos y grandes señoras, terribles y cómicos, aparecieron en la sala, trayendo consigo el frío y la alegría. Al principio se escondían unos detrás de otros en la antecámara; después fueron entrando tímidamente hasta que, cobrada cierta confianza, comenzaron sus canciones, sus danzas y sus juegos de Navidad.
La condesa fue reconociendo los rostros; después de reírse un rato de sus disfraces, se retiró al salón. El conde, con una sonrisa resplandeciente, se quedó en la sala animando a los disfrazados. Los jóvenes habían desaparecido.
Media hora después entraron nuevos disfrazados; una vieja señora con miriñaque, que era Nikolái; una turca, el disfraz de Petia; Dimmler se había vestido de clown, Natasha de húsar y Sonia de circasiano, con bigote y cejas pintados con corcho quemado.
Fueron acogidos por los no disfrazados con indulgente asombro, fingiendo no reconocerlos y alabando sus disfraces; los jóvenes consideraban que sus disfraces eran tan buenos que debían enseñarlos a más gente.