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—Me alegro de haber podido complacerla, querida Anna Mijáilovna— dijo el príncipe Vasili ajustando la chorrera y dándose mucha mayor importancia ante su protegida aquí en Moscú que en la velada de Annette Scherer en San Petersburgo. —Procure servir fielmente y ser digno de la carrera de las armas— añadió severamente, volviéndose a Borís. —Me alegro... ¿Está aquí de permiso?— preguntó con su tono indiferente.

—Excelencia, espero órdenes para dirigirme a mi nuevo destino— respondió Borís, sin mostrar disgusto por el tono rudo del príncipe ni deseos de entablar conversación, pero con tal tranquilidad y respeto que el príncipe lo miró con fijeza.

—¿Vive con su madre?

—Vivo en casa de la condesa Rostova— replicó Borís. Y añadió: —Excelencia.

—Es aquel Iliá Rostov que se casó con Natalia Shinshina— explicó Anna Mijáilovna.

—Lo sé, lo sé— dijo el príncipe Vasili con monótona voz. —Je n’ai jamais pu concevoir comment Nathalie s’est décidé à épouser cet ours mal léché! Un personnage complétement stupide et ridicule. Et joueur, à ce qu’on dit. 78

—Mais tres brave homme, mon prince 79— observó Anna Mijáilovna, sonriendo tiernamente, como dando a entender que el conde Rostov merecía esa opinión, pero que ella pedía indulgencia para el pobre viejo. —¿Qué dicen los médicos?— preguntó la princesa tras un breve silencio, mientras su rostro lacrimoso expresó de nuevo un profundo dolor.

—Pocas esperanzas— dijo el príncipe.

—¡Y yo que habría querido agradecer una vez más a mi tío todo el bien que nos ha hecho a Borís y a mí! C'est son filleul 80— añadió, como si creyese que esta noticia alegraría extraordinariamente al príncipe.

El príncipe Vasili reflexionó unos instantes y frunció el ceño. Anna Mijáilovna comprendió que temía hallarse con un rival para el testamento del conde Bezújov y se apresuró a tranquilizarlo.

—Si no fuese por mi sincero afecto y devoción por el tío...— dijo acentuando estas últimas palabras con firmeza y negligentemente; —conozco su noble carácter, tan recto, pero las condesas quedan solas con él... son todavía tan jóvenes...— inclinó la cabeza y dijo a media voz: —¿Ha cumplido sus últimos deberes, príncipe? ¡Qué preciosos son esos últimos momentos! Eso no le hará daño; es preciso prepararlo, si se encuentra tan mal. Nosotras las mujeres, príncipe— y sonrió con ternura, —sabemos siempre cómo hablar de esas cosas. Es necesario que yo lo vea, por triste que sea para mí, pero ya estoy acostumbrada a sufrir.

El príncipe comprendió, como había entendido en la velada de Annette Scherer, que sería difícil desembarazarse de Anna Mijáilovna.

—¿No resultará penosa para el enfermo, querida Anna Mijáilovna, esa entrevista? Esperemos hasta la tarde, el médico anuncia una crisis.

—Pero príncipe..., no se puede esperar cuando se llega a ciertos extremos. Pensez, il y va de la salut de son âme... Ah! c’est terrible, les devoirs d’un chrétien... 81

Se abrió la puerta de una de las habitaciones interiores y apareció una de las princesas, sobrinas del conde. Tenía un aspecto sombrío y gélido y su cuerpo, del cuello al talle, asombraba por su largura comparada con las piernas.

El príncipe Vasili se volvió a ella.

—¿Cómo sigue?

—Igual. Y cómo quiere, con ese ruido...— dijo la princesa, mirando a Anna Mijáilovna como a una desconocida.

—Ah, chère, je ne vous reconnaisais pas!— irrumpió con una feliz sonrisa Anna Mijáilovna, acercándose con ligeros pasos a la sobrina del conde. —Je viens d'arriver et je suis à vous pour vous aider à soigner “mon oncle”... J’imagine combien vous avez souffert— añadió, levantando al cielo sus ojos llenos de compasión. 82

La princesa no contestó, ni sonrió siquiera, retirándose acto seguido. Anna Mijáilovna se quitó los guantes y con gesto de vencedora tomó asiento en un sillón e invitó al príncipe Vasili a sentarse junto a ella.

—Borís— dijo con una sonrisa a su hijo, —yo pasaré a ver al conde, mi tío, y tú, mon ami, vete entretanto con Pierre y no te olvides de la invitación de los Rostov. Lo invitan a comer. Supongo que no irá— dijo al príncipe.

—Todo lo contrario— replicó el príncipe, que estaba visiblemente malhumorado. —Je serais très content si vous me débarrassez de ce jeune homme... 83No hace nada aquí. El conde no ha preguntado por él ni una sola vez.

Se encogió de hombros. Un criado acompañó a Borís al vestíbulo y por otra escalera lo condujo a la habitación de Pierre Kirílovich.

XIII

Pierre no había tenido tiempo de encontrar un puesto de su agrado en San Petersburgo y fue expulsado de allí por conducta turbulenta. La historia referida en el salón de la condesa de Rostov era verdad. Pierre había ayudado a sujetar al comisario a la espalda del oso. Acababa de llegar a Moscú hacía unos días y, como de costumbre, se alojaba en casa de su padre. A pesar de que suponía que el escándalo era ya conocido en Moscú y que las damas que rodeaban a su padre —siempre mal dispuestas hacia él— aprovecharían la ocasión para encizañar al conde, el día de su llegada se dirigió a las habitaciones paternas. Al entrar en la sala donde habitualmente se reunían las princesas saludó a las jóvenes, sentadas con sus labores, mientras una de ellas leía un libro en voz alta. Eran tres: la mayor, muy atildada, de alto talle y aire severo, la misma que saliera al encuentro de Anna Mijáilovna, era la que se encargaba de leer. Las menores, entrambas de rosadas mejillas y bonitas, que se distinguían entre sí únicamente por un lunar que una de ellas tenía sobre el labio, dándole mayor atractivo, bordaban en bastidor. Pierre fue recibido como un muerto o un apestado. La mayor de las princesas interrumpió la lectura y se quedó mirándolo sin decir una palabra con los ojos asustados. La segunda (la que no tenía el lunar) adoptó la misma expresión. La más joven, la del lunar, de carácter más alegre y burlón, se inclinó sobre su labor para disimular la sonrisa, seguramente provocada por aquella escena cuyo lado cómico adivinaba. Tiró, por debajo del bastidor, de los cabos y se inclinó como si quisiese examinar el dibujo, reprimiendo apenas su hilaridad.

—Bonjour, ma cousine— saludó Pierre. —Vous ne me reconnaissez pas? 84

—Lo conozco muy bien, demasiado bien.

—¿Cómo está el conde? ¿Podría verlo?— preguntó Pierre con la torpeza de siempre, pero sin turbarse.

—El conde sufre moral y físicamente, y se diría que se preocupa usted de procurarle aun más dolores morales.

—¿Puedo ver al conde?— repitió Pierre.

—¡Hum!... Si quiere acabar de matarlo, matarlo del todo, puede verlo. Olga, ve a ver si el caldo del tío está a punto; ya va siendo la hora de su comida— añadió, mostrando así a Pierre que ellas estaban muy ocupadas en cuidar a su padre mientras que él no pensaba más que en mortificarlo.

Olga salió. Pierre permaneció unos instantes de pie, miró a las hermanas y dijo, despidiéndose:

—Entonces volveré a mi habitación. Cuando pueda verlo, me avisan.

Salió y oyó a sus espaldas una risa sonora, pero no fuerte, de la hermana del lunar.

Al día siguiente llegó el príncipe Vasili, que se alojó en casa del conde. Hizo llamar a Pierre y le dijo:

—Mon cher, si vous vous conduisez ici comme à Pétersbourg, vous finirez très mal; c’est tout ce que je vous dis. 85El conde está muy, muy enfermo y no debes verlo para nada.

Desde entonces nadie se había ocupado de Pierre; y se pasaba los días enteros solo en su habitación en el piso de arriba.

Cuando Borís entró, Pierre recorría a grandes pasos la habitación, deteniéndose de vez en cuando en un ángulo, hacía un gesto amenazador mirando la pared, como si quisiese atravesar con la espada algún invisible enemigo, miraba severamente por encima de sus anteojos y volvía a caminar, pronunciando vagas palabras, encogiéndose de hombros y separando los brazos.

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