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—Sí, muy viejo, Excelencia— respondió Danilo, quitándose con rapidez el gorro.

El conde recordó su error al dejar escapar al lobo y la conducta de Danilo.

—¿Sabes, querido, que tienes muy mal genio?— dijo.

Danilo no contestó: se limitó a sonreír cohibido, con una sonrisa tímida, infantil y agradecida.

VI

El viejo conde volvió a casa. Natasha y Petia prometieron no tardar; pero, como era temprano aún, la caza prosiguió. Hacia media tarde, los perros fueron llevados a un barranco cubierto de árboles jóvenes. Nikolái, desde un sembrado, veía a todos sus cazadores.

Enfrente de Nikolái se extendía el verde centeno de otoño y estaba allí un cazador suyo, solo en una hoya tras el ramaje de un avellano. Acababan de soltar los perros y Nikolái reconoció el ladrido peculiar de Voltom, uno de los suyos; otros tan pronto ladraban como callaban y volvían a ladrar. Poco después, en el barranco, se anunció la aparición de un zorro y toda la jauría se lanzó revuelta a los sembrados, apartándose de Rostov.

Nikolái veía a los picadores con gorros rojos por el borde del barranco; veía también a los perros, y a cada momento esperaba que apareciese el zorro en el lado opuesto.

El montero que estaba escondido en la hoya soltó a los perros y Nikolái vio entonces un extraño zorro rojizo, de patas cortas, que con la cola flotante corría rápido sobre el campo verde. Los perros se lanzaron en su persecución. Se acercaron. El zorro, agitando su gruesa cola esponjosa, daba vueltas en círculos cada vez más estrechos; un perro blanco desconocido se lanzó sobre la presa; lo siguió otro, negro; hasta que todo se hizo una confusión. Después los perros, formando como una estrella con sus cuartos traseros, y casi sin moverse, quedaron inmóviles. Dos cazadores acudieron allí, uno de gorro colorado y otro, un desconocido, de caftán verde.

“¿Qué es eso? ¿De dónde ha salido ese cazador? —pensó Nikolái—. No es de los hombres del tío.”

Los cazadores se adueñaron del zorro y permanecieron un buen rato de pie. Junto a ellos estaban los caballos ensillados y los perros tumbados. Los cazadores agitaban los brazos y hacían algo con el zorro. Resonó desde allí la llamada del cuerno: la señal convenida para notificar una disputa.

—Es un cazador de Ilaguin, que se está peleando con nuestro Iván— explicó el palafrenero a Nikolái. Éste lo envió en busca de sus hermanos y con ellos se dirigió al lugar donde los monteros reunían a los perros. Algunos cazadores corrieron al lugar de la disputa. Nikolái bajó del caballo y esperó con Natasha y Petia nuevas sobre el incidente.

El que se había peleado, sin dejar de la mano el zorro, se aproximó a su amo. Lejos todavía, se quitó el gorro e intentó hablar con respeto. Pero estaba pálido y jadeante, y su rostro llameaba de cólera. Traía un ojo tumefacto, pero seguramente ni se había dado cuenta.

—¿Qué ha pasado?— preguntó Nikolái.

—¡Están cazando sobre los rastros de nuestros perros! Ha sido mi perra gris la que ha cogido al zorro... ¡No quieren entrar en razón! Querían llevarse la pieza, pero lo aticé y bien con ese mismo zorro. Aquí lo tengo bien sujeto. ¡A lo mejor esto le gusta más!— dijo el cazador, echando mano al puñal, como si todavía hablase con el contrario.

Sin entrar en conversación con el cazador, Nikolái rogó a su hermana y a Petia que lo esperaran allí y se dirigió a donde estaban los de Ilaguin.

El cazador victorioso se mezcló con los demás cazadores y, rodeado por sus amigos, volvió a contar lo sucedido.

Lo ocurrido era lo siguiente: Ilaguin, con quien los Rostov estaban reñidos y sostenían un pleito, estaba cazando en terrenos que, por derecho de costumbre, pertenecían a los Rostov; y ahora, como a propósito, había ordenado a los suyos que se acercaran al coto donde estaban cazando los Rostov y había permitido que un cazador suyo lanzara a los perros detrás de una pieza no levantada por ellos.

Nikolái no había visto nunca a Ilaguin, pero, ignorando como siempre el término medio, guiándose por los rumores que corrían acerca de la violencia y la arbitrariedad de aquel terrateniente, lo detestaba con toda su alma y lo consideraba su peor enemigo. Encolerizado y nervioso, se acercó, sujetando fuertemente la fusta, dispuesto a los actos más enérgicos y peligrosos.

Tan pronto como salió del bosque vio a un corpulento señor con gorro de castor, montado en un hermoso caballo negro, que venía hacia él acompañado de dos caballerizos.

En vez del enemigo que pensaba, Rostov encontró en Ilaguin a un respetable y cortés caballero que sentía grandes deseos de conocer al joven conde. Al acercarse Nikolái, Ilaguin se quitó el gorro de castor y manifestó que lamentaba mucho lo sucedido y que daría orden de castigar al cazador que se había permitido entrometerse en la cacería del vecino; por último, rogó a Nikolái que lo considerase amigo y le ofreció sus terrenos para la caza.

Natasha, temerosa de que su hermano hiciera algo terrible, lo seguía de cerca. Y al ver que ambos adversarios se saludaban amigablemente se acercó a ellos. Ilaguin alzó aún más su gorro de castor para saludar a Natasha y, con una sonrisa amable, dijo que la condesa se parecía a Diana, debido tanto a su pasión por la caza como a su belleza, de la que había oído hablar mucho.

Ilaguin, para reparar la falta de su cazador, insistió en que Rostov pasara a su vedado, distante un kilómetro de allí, donde, según él, pululaban las liebres. Nikolái aceptó y el grueso de los cazadores, aumentado al doble, siguió adelante.

Para llegar a los terrenos de Ilaguin había que atravesar los campos sembrados. Los amos iban juntos. El tío, Nikolái e Ilaguin miraban furtivamente a sus respectivos perros, buscando inquietos en las otras jaurías a los posibles rivales de los suyos.

Rostov quedó especialmente admirado por la estampa de una perra no demasiado grande, delgada, pero de músculos de acero, morro fino, ojos saltones y negros. Nikolái había oído hablar de los perros de raza de Ilaguin y en este magnífico ejemplar de hembra veía una rival de su Milka.

En medio de una seria conversación acerca de las cosechas, entablada por Ilaguin, Rostov señaló a la perra:

—¡Magnífico ejemplar! ¿Es veloz?— preguntó displicente.

—¿Ésa? Sí, es una buena perra. Caza bien— respondió Ilaguin con tono indiferente mirando hacia su hermosa Erza, por la cual un año antes había dado a un vecino tres familias de siervos. —Así pues, conde, ¿este año no recogen mucho grano?— preguntó, reanudando la conversación. Y estimando que sería cortés corresponder a la atención del joven, miró los perros de Rostov y escogió a Milka, que le llamó la atención por la anchura de lomo.

—Esa de manchas negras es buena, ¿verdad?— dijo.

—Sí; no está mal. Corre bastante— replicó Nikolái. "¡Ah, si saltara una liebre! Ya te enseñaría yo lo que vale esta perra”, pensó; y volviéndose a su palafrenero prometió un rublo a quien levantara una liebre en su guarida.

—No comprendo— siguió Ilaguin —por qué otros cazadores son tan celosos de las piezas que cobran y de los perros ajenos; por lo que a mí toca, le diré, conde, que lo que me divierte es pasear en una compañía tan agradable como ustedes... ¿Qué más se puede desear?— y se descubrió de nuevo ante Natasha. —Pero eso de contar las piezas muertas me tiene sin cuidado.

—Sí, claro.

—O disgustarme porque otro perro, y no el mío, sea quien cobra la pieza. Lo que me divierte es ver la caza. ¿No es verdad, conde? Además, yo creo...

—¡Ho-ho-ho!- se oyó en esto el prolongado grito de un ojeador, que se había detenido. Estaba en una ladera y, levantando la fusta, repitió su largo grito: —¡Ho-ho-ho!

El grito y la fusta en alto querían decir que veía una liebre encamada.

—Parece que ha visto una— dijo Ilaguin con indiferencia. —¿Probamos, conde?

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