—Tengo, tengo que hablar contigo— dijo el príncipe Andréi. —Tú sabes... nuestros guantes de mujer...— (hablaba de los guantes que los masones daban a cada nuevo electo para que los entregaran a la mujer amada). —Yo... pero no, te lo diré después— y con un extraño brillo en los ojos y gran nerviosismo se sentó junto a Natasha.
Pierre vio que el príncipe le preguntaba algo y que ella se ruborizaba al contestar.
Pero en aquel instante Berg rogó insistentemente a Pierre que se sumara a la discusión que había surgido entre el general y el coronel sobre los asuntos de España.
Berg estaba contento y era feliz. De su rostro no se borraba una sonrisa de satisfacción. La velada era espléndida y, desde luego, exactamente igual a cuantas él había asistido. En todo se parecía a las demás: las discretas conversaciones de las señoras, el general jugando a las cartas y alzando la voz, el samovar y las pastas. Pero algo faltaba de lo que había visto en otras veladas y que él quería imitar: la conversación animada entre los hombres y la discusión sobre un tema importante y serio. El general inició esa conversación y Berg arrastró a Pierre para que interviniese en ella.
XXII
Al día siguiente, invitado por el conde Iliá Andréievich, el príncipe Andréi comió con los Rostov y pasó en su casa toda la jornada.
Toda la familia sabía por quién iba el príncipe y él, sin ocultarlo, trataba de permanecer todo el tiempo con Natasha. No sólo en el ánimo de Natasha, la asustada pero feliz Natasha, sino en el de la familia entera, se sentía temor ante algo importante que iba a suceder. La condesa, con los ojos tristes, pensativa y grave, miraba al príncipe Andréi mientras hablaba con su hija, pero apenas Bolkonski se volvía hacia ella fingía tímidamente comenzar una conversación intrascendente. Sonia temía abandonar a Natasha y ser un estorbo cuando se quedaba con los dos. Natasha palidecía de miedo, a la espera de no sabía qué, siempre que se quedaba a solas con él; el príncipe la asombraba con su timidez; se daba cuenta de que deseaba decirle algo y no llegaba a decidirse.
Al atardecer, cuando el príncipe Andréi se fue, la condesa se acercó a su hija y le preguntó en un susurro:
—¿Hay algo?
—Por favor, mamá, no me pregunte nada ahora— dijo Natasha. —De eso no se puede hablar.
Pero aquella noche, Natasha, tan pronto inquieta como asustada, con la mirada inmóvil, permaneció largo tiempo en la cama de su madre. Le contó los cumplidos del príncipe y sus proyectos de viajar por el extranjero; le había preguntado dónde iban a pasar el verano; le había preguntado también acerca de Borís.
—¡Nunca, nunca... he sentido cosa semejante!— prosiguió. —Pero delante de él me siento asustada y tengo miedo. ¿Qué significa eso? ¿Quiere decir que es... de verdad? ¡Mamá! ¿Se ha dormido?
—No, cariño... También yo tengo miedo— respondió la madre. —Vete a dormir.
—Es lo mismo, no dormiré. ¡Es una tontería dormir! Mamá, mamita, nunca he sentido algo así— repetía asustada y asombrada por aquel sentimiento que descubría en sí. —¿Quién se lo iba a imaginar?...
Natasha creía estar enamorada del príncipe Andréi desde la primera vez que lo viera en Otrádnoie. Se diría que aquella extraña e inesperada felicidad la asustaba; el hombre a quien entonces había escogido (y estaba convencida de ello) volvía ahora a aparecer y, a juzgar por todo, ella también le gustaba a él.
“Y ahora que estamos en Petersburgo aparece él aquí, como a propósito. Y la casualidad de encontrarnos en aquel baile. Es el destino, claro que es el destino, todo tendía a ese fin. Nada más verlo por primera vez sentí algo especial."
—¿Qué más te ha dicho? ¿Cómo eran aquellos versos...?— preguntó pensativa la condesa, aludiendo a unos que el príncipe escribiera en el álbum de Natasha.
—Mamá... ¿no importa que sea viudo?
—Basta, Natasha... Reza a Dios. Les mariages se font dans les cieux. 306
—Mamita, preciosa mía, ¡si supiera cuánto lo quiero y qué feliz me siento!— exclamó Natasha llorando de felicidad y emoción abrazada a su madre.
A esa misma hora el príncipe Andréi estaba con Pierre y le hablaba de su amor por Natasha y de su firme intención de casarse con ella.
Aquel día se celebraba una fiesta en casa de la condesa Elena Vasílievna. Asistían el embajador de Francia, el príncipe (convertido desde hacía poco en un visitante asiduo de la condesa) y otras muchas distinguidas damas y caballeros. Pierre estuvo abajo y dio unas vueltas por la sala, llamando la atención de todos los invitados por su aspecto concentrado, distraído y taciturno.
Desde el día del baile Pierre notaba la inminencia de sus accesos de hipocondría, contra los que trataba de luchar desesperadamente. Al iniciarse la amistad del príncipe y la condesa, había recibido el nombramiento de chambelán cuando menos lo esperaba y, a raíz de eso, comenzó a experimentar un sentimiento de pesadumbre y vergüenza en la alta sociedad. Lo asaltaban de continuo lúgubres ideas sobre la vanidad de todo lo humano; ese negro humor aumentó al advertir los sentimientos de su protegida Natasha y el príncipe Andréi por el contraste que veía entre la propia situación y la de su amigo. Trataba de evitar por igual cualquier pensamiento relativo a su mujer Elena, Natasha y el príncipe Andréi. Todo volvía a parecerle mezquino en comparación con la eternidad y de nuevo se hacía la pregunta de otras veces: "¿Para qué todo esto?”. Se obligaba a trabajar de día y de noche en sus asuntos masónicos, con la esperanza de alejar aquel estado de ánimo. Hacia las doce salió de los aposentos de la condesa, y ya en su despacho, habitación baja de techo y llena de humo, con su usado batín, se disponía a copiar algunos documentos originales escoceses cuando alguien entró en la estancia. Era el príncipe Andréi.
—¡Ah! ¿Es usted?— dijo Pierre, distraído y malhumorado. —Ya ve, estoy trabajando— y le mostró el cuaderno con ese aire de los desventurados que creen huir de las miserias de la vida entregándose al trabajo.
El príncipe Andréi, con el rostro radiante, dichoso y renovado, se detuvo ante Pierre y, sin reparar en su tristeza, le sonrió con el egoísmo de las personas felices.
—Pues sí, querido— dijo. —Ayer quise hablar contigo y vengo ahora para hacerlo. Nunca he sentido algo semejante: estoy enamorado, amigo mío.
Pierre, de pronto, suspiró profundamente y dejó caer su pesado cuerpo en el diván, junto al príncipe Andréi.
—De Natasha Rostova, ¿verdad?
—Sí, sí... ¿de quién va a ser? Nunca lo habría creído, pero este sentimiento es más fuerte que yo. Ayer sufrí lo indecible, pero no cambiaría ese sufrimiento por nada de este mundo. Antes no vivía; sólo ahora vivo, pero no puedo vivir sin ella. Me pregunto si puede amarme... soy viejo para ella... ¿Por qué no dices nada?
—¿Yo? ¿Yo?... Ya se lo había dicho...— respondió Pierre. Se levantó y se puso a pasear. —Siempre lo he pensado... Esa muchacha es un tesoro... no hay otra como ella... Querido amigo, no lo piense más, se lo ruego, no lo dude: cásese, cásese y cásese... Estoy seguro de que no habrá un hombre más feliz que usted.
—Pero ¿y ella?
—Lo ama.
—No digas tonterías...— dijo el príncipe Andréi, sonriendo y sin dejar de mirar a Pierre.
—Lo ama, yo lo sé— gritó Pierre enfadado.
—No, escucha— dijo el príncipe reteniéndolo del brazo. —¿Sabes, acaso, en qué situación me hallo? Tengo que decirlo todo a alguien.
—Bueno, bueno, hable. Me alegro mucho— dijo Pierre.
Su rostro, en efecto, se transformó, se alisó la arruga de su frente y escuchó alegremente al príncipe Andréi, quien parecía, y era, un hombre distinto, un hombre nuevo. ¿Dónde estaba su desprecio de la vida, su desilusión, su angustia? Pierre era la única persona a quien podía contar todo cuanto llevaba en su interior, todo cuanto sentía; tan pronto trazaba con facilidad y valentía planes para un largo futuro, negándose a sacrificar su felicidad a un capricho de su padre, diciendo que el viejo príncipe aprobaría esa boda —que él conseguiría que diese su aprobación—, que acabaría por querer a Natasha y, en caso contrario, prescindiría de su permiso; tan pronto se maravillaba del sentimiento que lo embargaba como si fuera algo extraño, ajeno y al margen de él.