—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé; eso no está bien, querida.
—¿Y si yo quiero?...
—Deja de decir tonterías.
—¿Y si yo quiero?...
—Natasha, en serio te digo...
Natasha no la dejó terminar. Tomó la fina y larga mano de la condesa, la besó en el dorso, después en la palma, le dio la vuelta y besó la primera falange del índice, luego en el medio de la articulación, luego la otra falange, mientras iba diciendo: “enero, febrero, marzo, abril, mayo".
—Hable, mamá, ¿por qué no dice nada?— y miró a su madre; la condesa la miraba con ternura y parecía haber olvidado todo cuanto quería decir.
—No está bien, cariño mío. No todos comprenderán vuestra amistad de la infancia; y el que os vean a los dos ahora, tan juntos, puede perjudicarte a los ojos de otros jóvenes que nos visitan. Y, sobre todo, a él lo hace sufrir en vano. Tal vez ha encontrado ya un buen partido y ahora parece estar loco por ti.
—¿Loco por mí?— repitió Natasha.
—Te contaré lo que me pasó a mí misma. Yo tenía un cousin...
—Sí, Kiril Matvéich, ya lo sé. ¡Pero si es un viejo!
—No lo ha sido siempre, hija. Mira una cosa, yo hablaré con Borís. No debe venir con tanta frecuencia...
—¿Por qué no, si le gusta?
—Porque sé que acabará en nada.
—¿Cómo lo sabe? No, mamá, no se lo diga. ¡Qué tonterías!— dijo Natasha con el tono de la persona a quien le pretenden quitar algo suyo. —Bueno, no me casaré, pero que siga viniendo: a él le gusta y a mí también— y miró sonriendo a su madre. —No nos casaremos, seguiremos así.
—¿Qué quieres decir?— preguntó la condesa.
—Así...No hace falta que me case, seguiremos así.
—¡Así, así!— repitió la madre; y de pronto comenzó a reírse y todo su cuerpo fue sacudido por una risa bonachona, inesperada, senil.
—¡No se ría, mamá! ¡No se ría!...— gritó Natasha. —Mueve toda la cama. Se parece terriblemente a mí, en seguida se ríe.
Tomó las manos de la condesa y besó en una el meñique diciendo “junio” y siguió besando en la otra mano; julio, agosto...
—Mamá, ¿y está muy enamorado? ¿Qué le parece? ¿Se enamoró así alguien de usted? ¡Es muy simpático, muy, muy simpático! Pero no acaba de gustarme del todo; es tan estrecho como el reloj del comedor... ¿me comprende?.., estrecho, sabe, gris, transparente...
—¿Que tonterías se te ocurren?— dijo la condesa.
—¿Es posible que no me comprenda?— siguió diciendo Natasha. —Nikóleñka me comprendería... Bezújov, en cambio, es azul, azul oscuro con algo rojo y además es cuadrado.
—También con él coqueteas— rió la condesa.
—No, he sabido que es masón... Es bondadoso, azul oscuro con rojo; no sé cómo explicárselo...
La voz del conde sonó detrás de la puerta:
—¡Condesita! ¿No duermes?
Natasha saltó de la cama y, descalza, con las zapatillas en las manos, corrió hacia su habitación.
Tardó en dormirse. Pensaba que nadie podía comprender lo que ella comprendía y lo que tenía dentro.
"¿Sonia? —pensó, mirando a la dormida gatita hecha un ovillo y su enorme trenza—. No, ¡quiá! Es muy virtuosa. Se enamoró de Nikóleñka y no quiere saber otra cosa. Ni siquiera mamá lo comprende. Es sorprendente —siguió hablando de sí misma, en tercera persona, imaginando que todo esto lo decía de ella un hombre muy brillante, el más brillante y bueno—. Lo tiene todo, es muy inteligente y graciosa... —continuaba ese hombre—, posee una inteligencia extraordinaria, es simpática, y además bella, muy bella. Es muy ágil, nada y monta a caballo maravillosamente; ¡y qué voz! ¡Una voz espléndida!" Y Natasha cantó su fragmento favorito de una ópera de Cherubini; se tiró a la cama y sonrió con el alegre pensamiento de que se iba a dormir en seguida. Llamó a Duniasha para que apagase la luz; pero apenas tuvo Duniasha tiempo de salir de la habitación, cuando ella había pasado ya a otro mundo más feliz, al dichoso mundo de los sueños, donde todo era no sólo tan fácil y hermoso como en la realidad, sino aún mejor, porque todo sucedía de otro modo.
Al día siguiente, la condesa invitó a Borís, habló con él, y desde entonces el joven dejó de ir a casa de los Rostov.
XIV
El 31 de diciembre, como despedida del año 1809, se iba a celebrar le réveillonen casa de un alto dignatario de los tiempos de Catalina la Grande. Debían asistir el Cuerpo diplomático y el Emperador.
En el paseo de los Ingleses, sobre el Neva, el palacio del prócer resplandecía con sus miles de luces. Junto a la entrada, profusamente iluminada, se había tendido una alfombra roja y, además de los gendarmes, estaba el jefe de la policía con decenas de oficiales. Llegaban sin interrupción los carruajes, con lacayos de librea roja y lacayos con plumas en los sombreros. De los coches descendían personajes uniformados con sus bandas y condecoraciones. Las señoras, de raso y armiño, pisaban con precaución los estribos, desplegados con estruendo, y avanzaban rápidas y silenciosas por la alfombra de la entrada.
A cada nueva carroza que llegaba ante el palacio, un murmullo recorría la multitud de curiosos y los hombres se descubrían.
—¿Es el Emperador?... No, es el ministro... el príncipe... el embajador... ¿Es que no ves el penacho?— se oía decir entre la multitud.
Uno de ellos, mejor vestido que los demás, parecía conocer a todos los personajes que llegaban e iba diciendo el nombre de los más linajudos dignatarios de entonces.
Cuando la tercera parte de los invitados ya estaban en el baile, en casa de los Rostov no habían terminado aún de vestirse para asistir a la gran fiesta.
Ese baile fue objeto de muchos comentarios y preparativos en casa de los Rostov. Al principio dudaron de que se los invitara; después temieron que los trajes no estuvieran dispuestos para la fecha y que no todo resultase como debía.
María Ignátievna Perónskaia, amiga y pariente de la condesa, enjuta y amarillenta dama de honor de la vieja Corte, acompañaba al baile a los Rostov para guiar a aquellos provincianos en la alta sociedad petersburguesa.
Los Rostov debían recogerla en su coche a las diez en los jardines de Táurida; pero eran las diez menos cinco y las jóvenes no estaban aún vestidas.
Natasha iba por primera vez a un gran baile. Se había levantado a las ocho de la mañana y todo el día transcurrió en una febril inquietud y actividad. Redobló sus esfuerzos para que Sonia, su madre y ella misma fueran vestidas de la mejor manera posible. Sonia y la condesa se pusieron en sus manos. La condesa llevaría un vestido de terciopelo rojo oscuro y las dos jóvenes irían de blanco con visos de color rosa y flores en el corpiño; además, el peinado sería à la grecque.
Lo principal ya estaba: se habían lavado, perfumado y empolvado cuidadosamente los brazos, cuello y orejas, tal como se hacía para ir a un baile; tenían puestas las medias de seda transparente y los zapatos de raso adornados con pequeños lazos; el peinado estaba casi concluido. Sonia terminaba ya de vestirse y la condesa también; pero Natasha, que se ocupaba de todas, se había retrasado. Estaba todavía ante el espejo, con un peinador echado sobre sus delgados hombros. Sonia, ya vestida, permanecía en medio de la estancia apretando con su pequeño dedo la última cinta, que crujía bajo el alfiler.
—¡No, así no, Sonia!— dijo Natasha volviéndose y recogiéndose con las manos el cabello, que la doncella no había tenido tiempo de soltar. —Esa cinta no está bien... acércate.
Sonia se sentó y Natasha sujetó la cinta de otra manera.
—Señorita, que así no puedo— dijo la doncella sin soltar el pelo de Natasha.
—¡Ay, Dios mío! Espera. Así, Sonia.
—¿Os falta mucho?— preguntó desde fuera la condesa. —Ya son las diez.
—En seguida, en seguida. Y usted, mamá, ¿ya está?
—No me queda más que la toca.