VII
Dos años antes, en 1808, de regreso a San Petersburgo después del viaje a sus posesiones, Pierre se había encontrado, sin quererlo, a la cabeza de la masonería de la capital. Organizaba logias comunales y funerarias, se ocupaba de unificarlas, captaba nuevos adeptos y buscaba las actas originales. Daba dinero para la construcción de templos y suplía, en lo posible, la tacañería y la poca puntualidad de los demás en cuanto a las limosnas; con sus propios medios sostenía, casi solo, la casa de los pobres que la Orden había construido en la ciudad.
Su vida discurría como antes, con las mismas diversiones y la misma disolución. Le gustaba comer y beber bien, y aunque le pareciera inmoral, y hasta humillante, no podía abstenerse de los placeres a que se entregaban los solteros.
En la vorágine de aquellas ocupaciones y diversiones, al cabo de un año empezó a notar, sin embargo, que el terreno de la masonería empezaba a hundirse bajo sus pies, por más que intentara mantenerse en él. Al mismo tiempo sentía que cuanto más se hundía ese terreno, más ligado se veía a todo aquello, aunque involuntariamente. Al ingresar en la masonería había tenido la sensación del hombre que pone confiadamente el pie en la superficie llana de un terreno cenagoso. Una vez puesto el pie, comenzaba a hundirse. Para convencerse bien de su solidez, ponía el otro pie y se hundía más aún; ahora, lo quisiera o no, tenía que andar con el fango hasta las rodillas.
Osip Alexéievich no estaba en San Petersburgo (en aquellos tiempos se había apartado de las logias de esa ciudad y no salía de Moscú). Todos los miembros de la logia eran personas que Pierre conocía, y le resultaba difícil verlos como hermanos por su pertenencia a la Orden solamente y no como el príncipe B., no como Iván Vasílievich D., a quienes conocía personalmente y consideraba personas débiles e insignificantes. Bajo el mandil y los signos de la masonería veía los uniformes y las condecoraciones que tanto ansiaban conseguir. Muchas veces, al contar las aportaciones y donativos y ver los veinte o treinta rublos dados —muchas veces a crédito— por diez miembros, la mitad de los cuales eran tan ricos como él, recordaba el juramento masónico de entregar todos sus bienes al prójimo. Entonces surgían en su alma dudas en las que procuraba no detenerse demasiado.
Dividía en cuatro categorías a todos los hermanos conocidos. En la primera incluía a los que no tomaban parte activa ni en los trabajos de la logia ni en la labor humana; se ocupaban exclusivamente de estudiar los misterios de la Orden, los problemas referentes a las tres denominaciones de Dios o los tres principios de las cosas —azufre, mercurio y sal—, o bien al significado del cuadrado y demás figuras del templo de Salomón. Pierre respetaba a esta categoría de hermanos masones a la que pertenecían sobre todo los viejos iniciados y el mismo Osip Alexéievich; pero él no se interesaba en semejantes problemas. No le atraía el aspecto místico de la masonería.
En la segunda categoría era donde Pierre se incluía y colocaba a los hermanos que se le parecían, a los que buscaban y vacilaban, sin haber encontrado aún en la hermandad el camino recto y comprensible que esperaban descubrir.
En la tercera categoría estaban los que no veían en la masonería más que las formas exteriores y los ritos; eran mayoría y estimaban en mucho el severo cumplimiento de tales formalidades, sin pararse a pensar en su sentido ni en lo que simbolizaban. A él pertenecían Villarski y el propio gran maestro de la logia principal. Y, por último, en la cuarta categoría se hallaba buena cantidad de hermanos ingresados recientemente. Eran hombres que, según pudo observar Pierre, no creían en nada ni deseaban nada; entraban en la masonería sólo para estar cerca de los hermanos jóvenes y ricos, influyentes por sus buenas relaciones y su linaje. Este grupo era muy numeroso en la logia.
Pierre empezaba a estar disgustado de su propia actividad. La masonería, al menos tal como él la conocía allí, le parecía, a veces, basarse tan sólo en lo exterior. No es que dudara de la masonería en sí, pero sospechaba que la masonería rusa seguía un camino falso, abandonando sus verdaderas fuentes. Por dicha causa, a finales de año salió al extranjero para consagrarse al estudio de los grandes misterios de la Orden.
Pierre regresó a San Petersburgo en el verano de 1809. Por la correspondencia que mantenían los masones rusos con los de otras naciones, se sabía que Bezújov había logrado conquistar en el extranjero la confianza de muy altos dignatarios, que se había iniciado en muchos misterios, que fue promovido al más alto grado y traía buenas nuevas para el bien general de la masonería rusa. Todos los masones de San Petersburgo acudían a verlo, lo adulaban y estaban convencidos de que algo ocultaba y algo preparaba.
Se había convocado una tenida solemne de la logia de segundo grado, en la cual Pierre, según sus promesas, iba a comunicar a los hermanos de San Petersburgo cuanto le encargaran los jefes supremos de la Orden. La logia estaba abarrotada. Después de las ceremonias de rigor, Pierre se levantó y dio comienzo a su discurso:
—Queridos hermanos— empezó a decir, poniéndose colorado y tartamudeando. Tenía en la mano el discurso escrito, —no basta con observar nuestros misterios en la quietud de la logia, hay que actuar... actuar. Estamos dormidos, y es menester poner manos a la obra.
Pierre tomó su cuaderno y comenzó a leer:
"Para difundir la verdad pura y lograr el triunfo de la virtud, debemos librar a los hombres de sus prejuicios y difundir reglas conformes con el espíritu de nuestros tiempos, ocuparnos de educar a la juventud, unirnos con lazos indisolubles a los hombres más inteligentes, vencer valerosa y prudentemente la superstición, la incredulidad y la ignorancia, formar entre los hombres, que nos son afectos, un grupo de personas ligadas por la unidad del fin y poseedoras del poder y la fuerza.
"Para cumplir este objetivo es necesario que la virtud triunfe sobre el vicio, es necesario contribuir a que el hombre honesto consiga aquí, en esta vida, la recompensa eterna a sus virtudes. Pero las actuales instituciones políticas son un obstáculo importante para la realización de estos grandes proyectos. ¿Qué debemos hacer, pues, frente a tal estado de cosas? ¿Ayudar a las revoluciones, derrocarlo todo, expulsar la fuerza por la fuerza? No. Estamos muy lejos de eso: toda reforma llevada a cabo mediante la fuerza merece nuestra repulsa, porque no se corregirá el mal mientras los hombres sigan siendo lo que son, y porque la sabiduría no necesita de la violencia.
"Todo el plan de la Orden debe asentarse en la formación de hombres íntegros, virtuosos, ligados por la unidad de convicciones, por la convicción de que debe perseguirse en todas partes y con todos los medios el vicio y la ignorancia, proteger el talento y la honestidad; hay que rescatar del olvido a los hombres dignos e incorporarlos a nuestra hermandad. Sólo entonces tendrá nuestra Orden el poder de impedir que los partidarios del desorden consigan sus fines y dirigirlos, sin que se den cuenta de ello. En una palabra, es necesario formar un gobierno universal, poderoso, capaz de expandirse por todo el mundo sin quebrantar lazos civiles, bajo los cuales los demás gobiernos seguirían su acostumbrada existencia, haciéndolo todo menos aquello que se opone al gran objetivo de nuestra Orden: el principio de la virtud sobre el vicio. Éste era el fin que se propuso el cristianismo, que enseñaba a los hombres a ser sabios y buenos y a seguir, en beneficio propio, las enseñanzas de los mejores entre los sabios.
"Cuando todo estaba sumido en las tinieblas, bastaba, claro es, la prédica: la verdad revelada le infundía una fuerza especial; pero ahora necesitamos medios mucho más eficaces, necesitamos que el hombre, guiado por sus sentimientos, encuentre en la virtud un atractivo sensible. No es posible destruir las pasiones; hay que tratar de dirigirlas hacia un objetivo noble. Es necesario que cada uno pueda satisfacer sus propias pasiones dentro de los límites de la virtud, y que nuestra hermandad le proporcione los medios.