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Al día siguiente de su visita a Arakchéiev, el príncipe Andréi visitó al conde Kochubéi y le contó su entrevista con “el forzudo Andréievich” (Kochubéi llamaba así a Arakchéiev con la misma vaga ironía que Bolkonski había notado en la sala del ministro de la Guerra).

—Mon cher, ni siquiera en este asunto conseguirá algo sin Speranski. C'est le grand faiseur 292. Se lo diré. Me ha prometido venir esta tarde...

—Pero ¿qué tiene que ver Speranski con el Reglamento militar?— preguntó el príncipe Andréi.

Kochubéi movió la cabeza, sonriendo como asombrado de la ingenuidad de Bolkonski.

—Hemos hablado ya de usted hace unos días a propósito de sus campesinos emancipados...— prosiguió Kochubéi.

—¡Ah! ¿Es usted, príncipe, el que ha emancipado a sus mujiks?— intervino un anciano de los tiempos de Catalina, volviéndose con desprecio a Bolkonski.

—La hacienda era pequeña y no proporcionaba renta alguna— replicó Bolkonski, tratando de suavizar su proceder para no irritar inútilmente al viejo.

—Vous craignez d'être en retard 293— dijo el anciano, mirando a Kochubéi. —Hay una cosa que no comprendo— prosiguió después, —¿quién trabajará la tierra si se da libertad a los campesinos? Es muy fácil escribir leyes, pero gobernar es difícil. Lo mismo pasa ahora, y yo le pregunto a usted, conde, ¿quién será el jefe de la oficina si todos han de examinarse?

—Los que salgan airosos de ese examen, creo yo— respondió Kochubéi, poniendo una pierna sobre otra y mirando en derredor.

Conmigo tengo a un tal Priánichnikov, un hombre excelente que vale el oro que pesa; tiene ya sesenta años, ¿acaso querrá el examinarse?...

—Sí; es difícil, claro, porque no está muy difundida la instrucción, pero...

El conde Kochubéi no concluyó; levantándose, tomó del brazo al príncipe Andréi y salió al encuentro de un hombre de cuarenta años, alto, calvo, rubio, de frente despejada y rostro alargado de rara y extraordinaria blancura. Vestía frac azul, llevaba una cruz al cuello y una estrella a la izquierda del pecho. Era Speranski. El príncipe Andréi lo reconoció al instante y sintió un temblor interior, como suele ocurrir en los momentos graves de la vida. ¿Respeto, envidia, esperanza? Lo ignoraba. Toda la persona de Speranski tenía un porte especial que lo distinguía inmediatamente; en ninguno de los miembros de la sociedad que él frecuentaba había visto aquel aplomo y aquella seguridad de movimientos desgarbados y torpes, en nadie la mirada firme y dulce a un tiempo de unos ojos entreabiertos y un tanto húmedos. Tampoco había visto una sonrisa tan segura que nada significaba, ni una voz tan fina, equilibrada y apacible. Sobre todo, nunca había visto un rostro de tal blancura delicada ni unas manos como aquéllas, algo anchas pero extraordinariamente carnosas, suaves y blancas. El príncipe Andréi no había visto esa blancura y delicadeza de rostro más que en los soldados largo tiempo hospitalizados. Ese hombre era Speranski, secretario de Estado, hombre de confianza del Emperador y su acompañante en Erfurt, donde más de una vez había tenido ocasión de ver y entrevistarse con Napoleón.

Speranski no pasaba los ojos de una persona a otra, como involuntariamente se hace al entrar en una sala donde hay muchos reunidos, ni se daba prisa en hablar. Las palabras fluían lentas, con seguridad de ser oídas, y sólo miraba a la persona con quien hablaba.

El príncipe Andréi seguía con especial atención cada palabra y cada movimiento de Speranski. Como suele ocurrir a los hombres, y sobre todo a quienes juzgan severamente al prójimo, el príncipe Andréi, al encontrarse con un desconocido, sobre todo con un hombre como Speranski, a quien conocía por su fama, siempre esperaba hallar en él el modelo perfecto de las cualidades humanas.

Speranski dijo a Kochubéi que sentía no haber llegado antes; lo habían entretenido en Palacio. No dijo quién lo había entretenido, y el príncipe Andréi advirtió esa afectación de modestia. Cuando Kochubéi le presentó al príncipe Andréi, Speranski pasó lentamente sus ojos hacia Bolkonski, sin variar su sonrisa, y lo miró en silencio.

—Estoy muy contento de conocerlo; he oído hablar de usted, como todos— dijo.

Kochubéi le contó en pocas palabras cómo fue recibido Bolkonski por Arakchéiev, y Speranski sonrió más abiertamente.

—El presidente de la Comisión de Reglamentos militares, señor Magnitski, es un buen amigo mío— dijo enfatizando cada palabra y cada sílaba, —y si lo desea, puedo proporcionarle una entrevista con él— hizo una pausa en el punto. —Espero que hallará en él una buena acogida y el deseo de cooperar en todo lo que sea razonable.

No tardó en formarse un grupo en derredor de Speranski, y el viejo que había hablado de su funcionario Priánichnikov hizo la misma pregunta al secretario de Estado.

El príncipe Andréi, sin intervenir en la conversación, observaba todos los movimientos de Speranski. “Este hombre —pensaba Bolkonski—, insignificante seminarista poco antes, tiene ahora en sus manos, esas manos gordezuelas y blancas, el destino de Rusia.” Lo asombró la tranquilidad extraordinaria y despectiva con que Speranski respondía al viejo. Parecía dirigirle su palabra indulgente desde una altura inaccesible. Cuando el viejo comenzó a levantar la voz, Speranski sonrió y dijo que no podía juzgar de lo ventajoso o desventajoso de aquello que placía al Emperador.

Después de haber intervenido cierto tiempo en la conversación general, Speranski se levantó, se acercó al príncipe Andréi y lo condujo al otro extremo de la sala. Era evidente que consideraba necesario dedicarse a Bolkonski.

—No tuve tiempo de hablar con usted, príncipe, por la inspirada conversación de aquel honorable anciano— dijo con una discreta sonrisa, como dando a entender que él y Bolkonski comprendían bien la nulidad de las gentes con quienes habían hablado. Esta distinción lisonjeó al príncipe Andréi. —Lo conozco desde hace tiempo; primero, por el asunto de sus campesinos: es para nosotros un primer ejemplo y sería muy deseable que muchos lo siguieran. Segundo, porque usted es uno de los gentilhombres de cámara que no se han dado por ofendidos con el nuevo decreto sobre los grados en la Corte, que ha suscitado tantas discusiones y comentarios.

—Sí— replicó el príncipe Andréi. —Mi padre no quiso que me aprovechara de ese derecho; prefirió que comenzara por los grados inferiores.

—Su padre, hombre de otros tiempos, está, evidentemente, por encima de nuestros contemporáneos que tanto censuran esta medida llamada a restablecer simplemente la natural justicia.

—Sin embargo, creo que hay algún fundamento en esas censuras— dijo el príncipe Andréi, tratando de combatir la influencia de Speranski que comenzaba a sentir. Le resultaba desagradable estar de acuerdo con él en todo y le habría gustado contradecirlo en alguna cosa. Bolkonski, que siempre hablaba con soltura, sentía ahora dificultad al expresarse delante de Speranski. Estaba en realidad demasiado ocupado en observar la personalidad de aquel hombre famoso.

—Fundamento de ambición personal, quizá— dijo en voz baja Speranski.

—No, no sólo eso; también pensando un poco en el Estado.

—¿Qué quiere decir?— preguntó Speranski, bajando lentamente los ojos.

—Soy un admirador de Montesquieu— dijo el príncipe Andréi, —y su idea de que le principe des monarchies est l'honneur, me paraît incontestable. Certains droits et privilèges de la noblesse me paraissent être des moyens de soutenir ce sentiment. 294

La sonrisa desapareció del rostro blanco de Speranski, con lo cual su fisonomía ganó bastante. La idea del príncipe Andréi le pareció probablemente curiosa.

—Si vous envisagez la question sous ce point de vue... 295— comenzó a decir, pronunciando con dificultad el francés y hablando con mayor lentitud que en ruso, pero siempre con la misma tranquilidad. —L'honneur no puede sostenerse con privilegios dañosos al servicio; l'honneur es o un concepto negativo, la abstención de actos censurables, o la fuente de una emulación que tiende a recibir recompensas y plácemes donde el honor toma forma material.

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