Pierre se quitó los anteojos, lo que cambió su rostro, que reflejaba todavía más bondad, y miró atónito al amigo.
—Mi esposa— continuó el príncipe Andréi —es una mujer excelente: una de esas raras mujeres con las que no peligra el honor de uno; pero, Dios mío, ¿qué no daría yo ahora por estar soltero? Eres la primera persona y el único a quien digo esto, y lo hago porque te quiero.
Al hablar así, el príncipe Andréi se parecía aún menos al Bolkonski de antes, arrellanado en los sillones de Anna Pávlovna, diciendo, entre dientes y con los ojos entornados, frases en francés. Ahora cada músculo de su enjuto rostro vibraba de nerviosa agitación y los ojos, antes apáticos e indiferentes, irradiaban vivísima luz. Era evidente que cuanto más displicente parecía en su vida cotidiana, mayor energía mostraba en los momentos de irritación.
—Tú no alcanzas a comprender por qué hablo así— prosiguió—, y sin embargo es la historia entera de la vida. Hablabas de Bonaparte y de su carrera— añadió, aunque Pierre no se había referido a Bonaparte. —Hablabas de Bonaparte, pero cuando Bonaparte trabajaba, cuando avanzaba paso a paso hacia su meta, era libre y no tenía delante otra cosa que su objetivo, y lo alcanzó. Pero en cuanto te atas a una mujer, entonces pierdes toda libertad, como un preso atado a sus cadenas. Cuanto hay en ti de esperanza y de energía te oprime, y el arrepentimiento te atormenta. Recepciones, chismes, bailes, vanidades, nulidad; he aquí el círculo vicioso del que yo no puedo salir. Ahora parto para la guerra, para la mayor guerra que nunca haya existido, y no sé nada, no sirvo para nada. Je suis très aimable et tres caustique 63— prosiguió el príncipe Andréi —y en casa de Anna Pávlovna me escuchan. Y esta necia sociedad, sin la cual no puede vivir mi esposa, esas mujeres... ¡Si tú pudieras saber cómo son toutes les femmes distinguées y, en general, todas las mujeres! Tiene razón mi padre: el egoísmo, la vanidad, la estupidez, la nulidad en todo, aquí tienes a las mujeres cuando se muestran como son en realidad. Cuando se las ve en sociedad parece que valen algo, pero, en verdad, no valen nada, nada, nada. No te cases, amigo mío, no te cases— concluyó el príncipe.
—Me parece absurdo— dijo Pierre —que usted se considere a sí mismo un incapaz y crea fracasada su vida. Todo lo tiene por delante. Y usted...
No terminó la frase, pero su voz indicaba en qué consideración tenía al amigo y cuánto esperaba de él en el futuro.
"¿Como puede hablar así?”, pensaba Pierre. El príncipe Andréi era para él un modelo de todas las perfecciones, precisamente porque en su persona se reunían en su más alto grado todas las cualidades que le faltaban a él y que podían resumirse en este concepto: fuerza de voluntad. Pierre había admirado siempre las aptitudes del príncipe Andréi, su tranquila manera de tratar a los hombres de toda condición, su extraordinaria memoria y lo mucho que había leído (leía todo, lo sabía todo y tenía una idea de todas las cosas) y principalmente su facilidad para entregarse al trabajo y aprender. Y si en ocasiones llamaba su atención la incapacidad del príncipe para la filosofía idealista (por la cual sentía Pierre especial inclinación), eso no le parecía un defecto, sino una fuerza.
En las mejores relaciones, aun las más amistosas y sencillas, el halago y la alabanza son tan necesarios como la grasa en el eje de las ruedas para que giren.
—Je suis un homme fini 64— dijo el príncipe Andréi. —¿Para qué hablar de mí? Hablemos mejor de ti— añadió; y quedó en silencio, sonriendo a sus propias consoladoras ideas.
Instantáneamente, el rostro de Pierre reflejó esa sonrisa.
—¿Para qué hablar de mí?— dijo Pierre, ensanchando sus labios en una sonrisa despreocupada y alegre. —¿Quién soy yo? Je suis un bâtard! 65— enrojeció al decirlo. Había hecho, evidentemente, un gran esfuerzo para pronunciar esa palabra. —Sans nom, sans fortune... En realidad...— pero no terminó la frase. —Ahora soy libre y me siento perfectamente, pero no sé por dónde empezar. Querría, de verdad, pedirle consejo.
El príncipe Andréi lo miró cariñosamente. Pero aun en esa mirada de amistad y afecto prevalecía la conciencia de la propia superioridad.
—Te quiero especialmente porque eres el único ser vivo en todo nuestro mundo. Para ti todo es fácil, puedes escoger lo que quieras, da lo mismo. En todas partes serás bueno, estés donde estés... pero una cosa te digo... deja de ir con Kuraguin y de llevar esa vida. Las orgías y francachelas no van contigo y...
—Que voulez-vous, mon cher 66— dijo Pierre encogiéndose de hombros—. Les femmes, mon cher, les femmes.
—No comprendo— replicó Andréi. —Les femmes comme Il faut es otra cosa, pero las femmes de Kuraguin, les femmes et le vin 67, no lo comprendo.
Pierre vivía en casa del príncipe Vasili Kuraguin y participaba de la vida disoluta de su hijo, Anatole, la vida de aquel a quien, para enderezarlo, querían casar con la hermana del príncipe Andréi.
—¿Sabe?— dijo Pierre, como si espontáneamente le viniera un feliz pensamiento. —En serio, hace tiempo que lo pienso; con esa vida no puedo decidir nada, no puedo reflexionar; sufro dolores de cabeza, carezco de dinero... Me ha invitado hoy, pero no iré.
—Dame tu palabra de honor de que no irás más.
—¡Palabra de honor!
Pasaba de la una cuando Pierre salió de casa de su amigo. Era una clara noche de junio, típica de San Petersburgo. Pierre tomó un coche de punto con intención de ir a su casa, pero cuanto más se acercaba a ella más sentía la imposibilidad de dormir en una noche que antes parecía crepúsculo o amanecer. La vista alcanzaba a lo lejos en las desiertas calles. Ya en el camino, Pierre se acordó de que en casa de Anatole Kuraguin debían reunirse aquella noche sus habituales compañeros de juego, tras lo cual vendría la acostumbrada francachela, que terminaba siempre con una de las diversiones predilectas de Pierre.
"Estaría bien ir a casa de Kuraguin”, pensó. Pero enseguida recordó la palabra de honor, dada al príncipe Andréi, de no frecuentarlo más.
Pero al instante, como les suele pasar a los hombres sin carácter, sintió tan vivos deseos de gozar una vez más de aquella vida depravada, tan bien conocida, que decidió acudir. Y al momento pensó que la palabra empeñada no tenía validez, porque antes de hacer la promesa al príncipe Andréi había dado al príncipe Anatole su palabra de ir con él. “En fin de cuentas— pensó, —todas estas palabras de honor son algo convencional, sin sentido preciso alguno, sobre todo si se considera que mañana mismo se puede morir uno, o puede ocurrirle algo tan extraordinario que ya no exista nada, ni honor ni deshonor.” Semejantes razonamientos, que destruían en él todas las decisiones y todas las suposiciones, eran frecuentes en Pierre. Se encaminó, pues, a casa de Kuraguin.
Pierre dejó el coche cuando llegó al zaguán de la gran casa, con el portal iluminado, donde vivía Kuraguin junto al cuartel de la Guardia Montada; la puerta estaba abierta y siguió adelante. En el vestíbulo no había nadie; todo era una confusión de botellas vacías, capas y chanclos; olía a vino y, a lo lejos, se oía rumor de conversaciones y gritos.
Habían concluido ya el juego y la cena, pero los invitados no se habían marchado aún. Pierre se quitó la capa y entró en la primera sala, donde se hallaban los restos de la cena y un lacayo, creyendo que nadie lo veía, apuraba furtivamente los vasos. De la tercera sala llegaba un gran ruido; risas, gritos de voces conocidas y el gruñido de un oso. Ocho jóvenes trajinaban preocupados junto a la abierta ventana, y otros tres jugaban con un osezno, al que uno de ellos arrastraba con una cadena, atemorizando a los demás.
—¡Apuesto cien rublos por Stievens!— gritaba uno.
—¡Ojo, no hay que sujetarlo!— exclamó otro.