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—A Pedro Noel creo que no es preciso presentarlo —prosigue Renato—. Fue el más fiel servidor de Francisco D’Autremont, mi difunto padre. Últimamente nos disgustamos por una diferencia familiar, que hoy va a quedar salvada...

—¡Hoy...! —exclama Mónica impulsiva.

—Perdóname que aún no te deje la palabra, Mónica —se disculpa Renato—. Y perdone usted, Excelencia, que siga abusando de su bondad. Casi al mismo tiempo en que le hablé de la señora de Molnar, le pedí que enviase a buscar a un hombre junto a la caleta del Fuerte de San Luis...

—Y usted mismo dio la orden a los soldados —confirma el gobernador—. Seguramente no tardará...

—Llegaron hace un rato. ¿Me permite su Excelencia dar la orden de que lo traigan? —Y alejándose unos pasos, tras la aquiescencia del gobernador, Renato ordena—: ¡Traiga el detenido, sargento! Acércate, Juan...

El gobernador se ha vuelto hacia éste, vivamente asombrado. Su mirada recorre con curiosidad y sorpresa al altivo hombretón que llega entre dos soldados, observándole desde el pecho desnudo hasta los pies descalzos, e indaga:

—¿Quién es este hombre? ¿Acaso...?

—Un poco de paciencia —ruega Renato en tono afable—. Lo explicaré a su Excelencia dentro de un instante. Antes quiero hacer una referencia a lo que usted y yo hablábamos. Me refería a su amplio programa de ayuda para los que se quedan en la Martinica, ¿verdad? Habló de dar todas las facilidades...

—Sí... claro... Y hasta del reparto de las tierras que han quedado sin dueño. Entre éstas contábamos su Campo Real. Ahora, por fortuna...

—Por fortuna, la situación ha cambiado. Usted espera que esas tierras, las más ricas de la isla, vuelvan a ser explotadas como antes, ¿no es cierto?

—Desde luego y trataba de infundirle el optimismo necesario para que se quedara usted...

—Y yo le dije que, personalmente, no contara conmigo. Pero tengo mi candidato... No me quedaré en la Martinica, señor gobernador. Soy de los que huyen, de los que se alejan, de los que prefieren escapar... Soy del grupo de los cobardes...

—No lo creo así, señor D’Autremont, pero...

—En el primer barco en donde haya un puesto disponible, volveré a Francia. Algo me queda allí de la herencia de los Valois, que correspondía entera a mi madre. Iré personalmente a recogerla...

—Pero... no comprendo... ¿Este hombre...?

—Acabaré de explicarle. Soy de los pocos que, por casualidad, han podido conservar sus papeles... Estaban en mi cartera, junto con una buena cantidad de dinero, que alguien rescató al salvarme la vida. Espero que con mi testimonio, y con la firma de un notario como don Pedro Noel, podrán reconstruirse los de una persona que ha perdido en la catástrofe todos sus medios de identificación...

Ha mirado lentamente a Juan. Acaso espera una palabra de sus labios, que ahora están lívidos, duros y apretados. También súbitamente silenciosos, Mónica y Pedro Noel están pendientes de sus palabras, y respira Renato, como tomando aliento, antes de terminar:

—Valle Chico y Campo Real es mi deseo que sean inmediatamente entregados al hombre a quien de derecho le corresponden, con lo que, además, cumplo la voluntad de mi padre. Don Pedro Noel lo sabe...

—¿El qué sé yo? —pregunta éste sorprendido.

—Lo que mi padre deseó siempre... El nombre de aquél en cuyas manos hubiera querido ver Campo Real... El hombre a quien por un error trajeron detenido entre soldados, cuando sólo se trataba de poner sus cosas en orden...

—¿Por un error? —inquiere Mónica confusa.

—Sí, Mónica. Ya sé que es eso lo que estás tratando de decir desde que entraste. Lo leo en tus claros ojos elocuentes, y también en los de nuestro buen Noel. Y ahora, contestaré a su pregunta, Excelencia: Valle Chico y Campo Real deben ser puestos legítimamente a nombre de mi hermano...

—¿Qué dice? ¿Su hermano? —se asombra el gobernador.

—No soy el primogénito, Excelencia, aunque como tal me haya criado; ni el único superviviente de la familia cuya desaparición usted lamentaba. Queda también el hombre que tiene usted delante: ¡Juan Francisco D’Autremont, mi hermano!

—Pero... —intenta protestar Mónica.

—No repliques más, Mónica. Mi parte en esas fincas es mi regalo de boda... Porque hay algo que aún no hemos dicho a su Excelencia: la razón de mi profundo interés por la señora Molnar es que es la prometida de mi hermano...

Mónica, Juan y Noel, se han vuelto, temblando de emoción, hacia el hombre pálido y demacrado a cuyas espaldas acaban de cerrarse las puertas del despacho del nuevo Gobernador General de la Martinica, y ahoga la gratitud la voz de Mónica, al comentar:

—Renato, lo que has hecho...

—¡Lo que has hecho es sublime, hijo de mi alma! —completa Noel con lágrimas en los ojos.

—No, Noel. Sublime fue Juan —rechaza Renato—. Sublime fue duplicar, triplicar el propio riesgo para sacarme de aquel infierno de aguas hirvientes... Sublime fue salvarme cuando yo te perseguía como el más feroz de los enemigos, Juan... Sublime fue vendar mis heridas, llevarme en brazos a través de la desolación y de la muerte, y, más sublime aún, guardar para mí esos papeles que te condenaban. ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo hallaste generosidad y nobleza en el fondo de tu alma?

—Por favor, calla —ruega Juan sin dominar su emoción—. Lo que has hecho... Pero no... No puedo aceptarlo... Es demasiado...

—¿Por qué demasiado? ¿Rechazas entonces la voluntad de nuestro padre? Nuestro padre, Juan, nuestro padre... Él siempre te reconoció como hijo... Borra el rencor que puedas guardar en tu alma... Creo que nunca he podido decirte que sus últimas palabras fueron para pedirme que te buscara y que reparara en lo posible su falta... Si la muerte no hubiera tronchado prematuramente su vida, como hijo habrías crecido al lado suyo... Acaso como hijo predilecto...

—¡No, Renato! —protesta Juan.

—El hijo de la mujer a quien más había amado... Piénsalo, y acaso puedas perdonar el rencor de mi pobre madre... Como ves, nada te he dado que no merezcas, que no hayas ganado, ni a lo que yo no deba renunciar... Hasta a Mónica la salvaste tú, Juan... Tu amor la llevó al Cabo del Diablo, y tu generosidad al Monte Parnaso... Si hubiera permanecido a mi lado, su juventud y su belleza serían hoy cenizas, como lo es todo cuanto amé, como lo son aquellas que me amaron: mi madre y...

Ha apretado los labios bajo la fuerza quemante del recuerdo amarguísimo. Luego, se vuelve para estrechar las manos de Mónica con gesto apresurado:

—Que seas feliz, Mónica, que seas tan feliz junto al hombre a quien amas, como yo hubiera querido hacerte...

—¡Renato...! ¡Mi pobre Renato...! —murmura Mónica conmovida.

—Sólo una súplica... ¡No me compadezcas!

—Sólo quiero darte las gracias, Renato, las gracias con toda mi alma...

—No hice nada que en verdad las merezca. Simplemente, no soy un canalla... Y ahora, abreviemos la despedida... Saldré muy pronto, en el primer barco que quiera llevarme...

—Pero aún no estás repuesto, hijo —pretende detener Noel.

—Me repondrán los aires de Francia. Gracias, Noel, y adiós. Usted siempre fue un hombre honrado y nunca vaciló en señalar el camino con su ejemplo...

—¡Que Dios te bendiga! Te lo digo como pudiera decírtelo tu propio padre...

—Renato... No sé qué decirte... —susurra Juan terriblemente confuso.

—No hay que decir nada. Te admiré desde niño; desde niño tuve la conciencia de que eras el más fuerte, el que valías más. No es ningún mérito reconocerlo... Quise ser tu amigo. Las circunstancias me convirtieron en lo contrario... Creo que llegué a odiarte. Pero, aun odiándote, te he estimado, y si nunca pude llamarte amigo, ahora quiero llamarte, aun cuando sea como palabra de despedida, hermano...

—Renato... Hermano... —exclama Juan hondamente conmovido.

—Y ahora, un abrazo... —Los dos hermanos se han estrechado en un emocionado abrazo, y Renato comenta con forzada jovialidad—: No aprietes tanto, Juan del Diablo...

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