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—¿Dices que la llaman cuando un niño va a nacer?

—Sí, mi ama, casi todas las mujeres del cafetal la llaman para eso. Cuando quieren que un niño nazca, y también cuando no lo quieren. Ella ha curado a muchas gentes de cosas malas, pero a mí me da miedo...

—Iremos a verla. No tienes que decirlo a nadie. Lo haremos sin que nadie se entere, pero esa mujer va a ayudarme. Le daré más dinero del que ha visto junto jamás, y hará lo que yo le ordene...

—¡Renato, al fin llegas! ¡He estado muñéndome de angustia, hijo!

—No había por qué, madre.

La luz del sol baña con su lumbre cegante el patio central de la vieja morada de los D'Autremont cuando Renato, tratando de esquivar a su madre, ya a cruzado camino de la biblioteca. Pero la mano adelgazada y trémula de Sofía se apoya en su brazo, deteniéndolo con un velado reproche:

—No pasaste la noche en casa, Renato...

—Efectivamente —confirma Renato con cierto malhumor—. Estuve fuera, pero...

—¿No puedes concederme unos minutos, hijo? Regreso a Campo Real y me llevo a Aimée. ¿No era eso lo que deseabas? ¿No me pediste que lo hiciera?

—Te lo pedí hace días...

—¿Ahora no quieres ya que nos vayamos? ¿No te importa? ¿Te da igual? Estás muy disgustado, ya lo veo... Y yo me siento enferma... Si entraras a mi alcoba...

Renato se ha dejado llevar mansamente, y los ojos ansiosos de la madre leen en su rostro las huellas de aquella horrenda tormenta interior que devasta su alma. Le ha llevado hasta el fondo de la gran alcoba cuyos ventanales, velados por cortinas de seda, apenas dejan penetrar la luz del día, aquella luz que hiere las claras pupilas de Renato. Y en el aire fresco, perfumado con lavanda, en la grata penumbra de aquella habitación familiar, siente que se aflojan sus nervios tensos. Es como si otra vez volviese a ser niño y buscase en la ternura maternal el escudo contra todos los males...

—Siéntate, hijo, por Dios. Se ve que tú también estás enfermo. ¿Quieres que pida para ti una bebida refrescante, un poco de té?

—No, madre, no quiero nada... Oírte, ya que lo deseas, y después...

—Después, dejarte en paz, ya lo sé. Dejarte está en mi mano y voy a hacerlo. Si Dios quisiera que de verdad fuese en paz... Si la paz de tu alma pudiera conseguirse a cualquier precio... Si volviéramos a entendernos, hijo mío, a estar de acuerdo... si me permitieras velar un poco por tu dicha...

—¿Mi dicha? Nadie es dichoso, madre.

—Ya lo sé... Pero hay mil formas de vivir sin sentirse desdichado... Si hicieras un esfuerzo, si aceptaras los hechos, si volvieras a tomar el viejo camino olvidado y a rehacer tu vida...

—No puedo irme, abandonando a la mujer a quien amo... No puedo irme, mientras el rival que me desafía está de pie, insultante, insolente... Ahora, yo mismo le he dado un arma más: el dinero. He jugado y he perdido... Mucho... mucho dinero... Ya sé que no importa, ya sé que somos ricos... Podemos tirar el oro a manos llenas. Tiré un puñado, y lo recogió él... ¡Si vieras cómo se reía hundiendo las manos entre esas monedas!

—¿De quién hablas? ¡Estás trastornado, Renato!

—¡Juan del Diablo no es ya un pobretón! ¡Ha cobrado su herencia!

Sofía D'Autremont ha enrojecido como si fuese a estallar su cabeza. Luego, cae trastornada, anonadada por el golpe de lo que acaba de escuchar...

—¿Tú has hecho eso? ¿Tú has ido a buscar...?

—No fui a buscarlo. Salí como un loco... No quería chocar con Aimée, no quería hacer saltar en pedazos su puerta... La odiaba demasiado en aquel momento... Cuando vi aquellos papeles, cuando comprendí que era ella la de la idea, cuando uní todo aquello a unas palabras que me dijo al salir del tribunal, la odié furiosamente... Es ella la que tiene el empeño de ver profesar a Mónica... Está celosa de mi estimación, de mis sentimientos...

—Tendría toda la razón del mundo para estarlo —afirma Sofía con gesto lleno de severidad.

—No me importa que tenga o no razón... Por no dejarme llevar de esa locura, salí de esta casa, vagué por las calles hasta cerca del amanecer, escuché las campanas del convento y me acerqué a la iglesia... Quería ver a Mónica, aunque fuese de lejos... No la vi, no asomó... Yo seguí mi camino y, como sonámbulo, llegué hasta los muelles... El aire cargado de salitre me azotó el rostro como si me abofeteara... Y otra vez me cegaron el odio y los celos... Allí estaba el Luzbel, "única propiedad de Juan sin apellido"... Me pareció oír otra vez las palabras del juez, me pareció ver su maldito rostro insolente y la mirada de Mónica fija en él... ¿Acaso le ama? ¿Es a él a quien ama ahora?

—Hijo, por Dios... —clama Sofía con triste desolación.

—Tuve un ansia feroz de encontrarme con él a solas, frente a frente, y corrí hacia el barrio inmundo donde ya le había encontrado una vez... Atravesé la taberna, llegué hasta el último cubil, y allí estaba él, estúpidamente satisfecho... Jugaba y ganaba... Tenía la racha buena... Nueve veces se le dio la misma carta: la dama de diamantes... Y por una horrible asociación de ideas, cada vez que él gritaba: "La dama de diamantes"... era para mí como si escupiera el nombre de ella.

«Con jactancia estúpida, desafió a todo el mundo: "¿Quién quiere medir su suerte con Juan del Diablo?" Era para mí su reto... Fingió no haberme visto, pero estoy bien seguro que me llevaba a pelear allí, a su mundo abyecto... Me había vencido en el mío, el tribunal le había declarado absuelto, y yo quise vencerle a él en el suyo... Entonces, tiré una bolsa de dinero sobre la mesa...

«La primera mano fue mía, pero él me pidió la revancha, arrojando sobre la mesa cuanto llevaba en sus bolsillos. Enloqueció de cólera al perder, y yo quería ganárselo todo... todo... hasta ese barquichuelo inmundo en el que un día se atrevió a llevarla a ella, con todos los derechos que le dio mi locura. Quería jugarlo todo... hasta la vida... a una última carta... y jugué como un loco, perdiendo... perdiendo... Perdí cuanto llevaba encima. Después, firmé papeles... Luego, quise arrojarme sobre él, pero me detuvieron, me sujetaron, me sacaron de allí... ¡Perros inmundos se atrevieron a hacerlo, mientras él se reía hundiendo las manos en aquel dinero! ¡Si vieras qué horriblemente parecido a mi padre estaba en ese momento!

—¡Hijo! ¿Qué dices? —exclama Sofía, con el espanto reflejado en su pálido rostro.

—Por eso me dejé arrastrar... No hubiera podido alzar mi mano contra él... Y ya en la puerta, me gritó como un loco: "Gracias, Renato. Es parte de mi herencia".

—¡Oh! ¡Oh...! —barbotea Sofía ahogándose, al tiempo que se desploma inconsciente sobre el suelo.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué te pasa? —se alarma Renato.

—¡Señor Renato...! —exclama Yanina llegando presurosa, como brotada por encanto de la tierra—. Es el accidente... Hay que llevarla a la cama...

—Yo la llevo... Prepara pronto el cordial... el éter... ¡Mamá! ¡Mamá!

Renato ha llevado el frágil cuerpo de su madre hasta el ancho lecho antiguo, de labrada caoba, depositándolo blandamente en él, mientras Yanina, diligente, pone a su alcance el frasco de sales, el éter, y corre a preparar el cordial...

—¡Mamá, mamá de mi alma...! Soy un estúpido... No debí hablarte de eso... Hice mal, muy mal...

—Renato, hijo... —murmura Sofía con esfuerzo, abriendo apenas los ojos.

—Aquí está el cordial —ofrece Yanina, acercándose obsequiosa—. Hágaselo beber...

—Sí... sí... Toma esto, mamá, te sentirás mejor inmediatamente... Por favor, bébelo todo... Cierra los ojos y quédate un momento... Quieta, lo más quieta que puedas... Yo estaré cerca...

Sofía cierra los ojos y queda inmóvil. Renato se aleja unos pasos, tambaleándose como ebrio, mientras la ardiente mirada de Yanina le sigue por la alcoba, y, cuando traspone la puerta, va tras él...

—Señor Renato... Voy a mandar por el médico... El doctor dijo que la señora podía quedarse en uno de estos accidentes, que darle un disgusto era lo mismo que clavarle un puñal, y acaso sería conveniente que usted supiera que últimamente tiene disgustos a todas horas...

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