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—¡Nos llevó el foque! —grita Colibrí espantado—, ¡Vamos a hundirnos, patrón!

—¡Todavía no! ¡Si logro quitar de en medio a ese maldito artillero...! —se engalla Juan. Y a voz en grito, ordena—: ¡A cubierta los que tengan rifles! ¡A cubierta los que tengan rifles! ¡Dame acá el tuyo, Genaro!

Han volado la punta del palo de mesana, y saltan en el aire las cuerdas como terribles látigos de muerte, derribando a dos o tres de los que llegan a la voz de Juan... De un salto, está él sobre el herido costado... Ha dejado el timón en manos del Anguila, y aguarda con increíble sangre fría el acercarse del terrible enemigo...

—¡Ríndete! ¡Ríndete o te hago volar en pedazos! —intimida Renato.

—¡Fuego! ¡Fuego! —es la contestación de Juan. Antes que nadie, ha disparado él, y rueda al suelo el artillero del cañón de proa... El Galión, a pocos metros de la goleta, dispara y la alcanza por en medio, arrancándole de cuajo el segundo palo... Herido de muerte, se estremece el Luzbel... Desarbolado, desmantelado, barrida la cubierta por las olas, inmóvil sin remedio ya, presa indefensa del guardacostas, que ya llega con sus soldados listos al abordaje...

—¡Todos arriba! ¡Todos a las armas que tengan a mano! —ordena Juan—. ¡A vender cara la vida! ¡A morir, matando!

—¡Ríndete, Juan del Diablo! —conmina Renato.

—¡Ven a buscarme! —desafía Juan. Y su grito es ahogado por un estampido formidable, seguido de una serie de fuertes truenos.

El volcán ha estallado... Rota de arriba abajo su mole de mil metros, el Mont Pelée lanza su gigantesca llamarada, su torrente de fuego y humo, que pasa como un rayo arrasando la tierra, barriendo la ciudad y el mar, destruyéndolo todo de un solo golpe, como aplastado por un enorme manotazo...

Del suelo donde fueran derribados por la sacudida brutal, semiabrasados por la bocanada candente, casi ahogados por la atmósfera irrespirable, entreabiertos los labios y agrandados los ojos de espanto, uno a uno se han ido incorporando los que, desde la galería del convento de las dominicas en la cima de aquel Monte Parnaso, que era como un balcón sobre la ciudad de Saint-Pierre, se han acercado a ver el horrendo espectáculo. Mónica se ha erguido, se ha alzado con impulso que no detiene ni el vaho de aquel humo encendido que pasa quemándole la piel, casi cegando sus pupilas... Ha corrido hasta llegar al muro... Sus manos engarfiadas se aferran al borde de aquella especie de terraza, y su mirada busca con ansia, con desesperación, como queriendo penetrar la nube que la envuelve, sin conseguir ver nada... Nada ha quedado en pie. Una espesa capa de cenizas humeantes cubre la extensión total de lo que fuera la ciudad, como ardiente sudario... La bahía está desierta... Muelles, embarcaderos, cientos de botes y barcazas han desaparecido tragados por las bullentes y humeantes aguas...

—¿Dónde están? ¿Dónde están la goleta... el guardacostas...? —pregunta Mónica—. ¿Dónde está el barco de Juan?

El aire espeso se aclara lentamente. Como arrastrado por un remolino, destrozado y humeante, el casco de madera de una goleta gira impulsado por el golpe furioso de las olas... A su alrededor, emergiendo de las aguas, brotan bultos informes: maderos ennegrecidos, tablones destrozados... cadáveres, sí, cadáveres despedazados y rotos que van apareciendo como macabra devolución del mar... Mónica retrocede, sintiendo que su corazón vacila, y es un grito ronco de angustia el que brota de su garganta:

—¡Juan! ¡Juan! ¿Por qué no me dejaste morir a tu lado?

17

JUAN HA ASOMADO la cabeza entre las inquietas aguas, y ha vuelto a hundirla en ellas... Abrasan las caldeadas aguas del mar, pero aun es más quemante el soplo de fuego que baja de la montaña... A su alrededor hay otros hombres que se agitan como él, debatiéndose entre los dos elementos terribles: el agua que quema y el aire que abrasa... Rostros ennegrecidos y quemados, brazos que se extienden en busca de auxilio, cuerpos inmóviles y cuerpos gesticulantes, vivos y muertos, lesionados y sanos... masa múltiple que lucha enloquecida de espanto, sin acabar de comprender lo que pasa... De dos brazadas, Juan ha llegado al sitio en el que viera hundirse la oscura cabeza del muchachuelo negro, agarrándolo al fin por el delgado cuello, sacándolo a flote, volviendo a hundirlo, sacudiéndolo hasta obligarlo a despejarse...

—Patrón... me muero... —se queja Colibrí con voz ahogada—. Quema el agua... quema el aire...

—No te mueres... agárrate a esa tabla... —Con todas sus fuerzas, Juan ha nadado, arrastrando al muchacho. Muy cerca está el pequeño bote insumergible... Flota de costado, pero es fácil volverlo—. ¡Sostente, Colibrí!

Otra mano crispada ha surgido de las aguas, agarrándose también al costado del bote. Otro rostro desfigurado, otra cabeza chamuscada y herida se alza buscando el aire, otro hombre llega a disputarle aquel abollado cascarón que representa la última esperanza de salvarse.

—¡Suelta, Renato!

—¡No, Juan!

Otra vez frente a frente... Otra vez, en el instante más duro de la última batalla, una fatal casualidad los enfrenta y los ata en aquellas dos manos juntas en crispación desesperada, en aquellas dos bocas que aspiran con idéntica ansia la última ráfaga de aire respirable. Y es un relámpago de odio el que arde en las pupilas de Renato, al increpar:

—¡Hundiste mi barco, lo hiciste estallar, saltar en pedazos!

—¿Estás loco? ¿Cómo hubiera podido? ¡Creo que fue el volcán!

—¿El volcán... el volcán...? ¡Oh! ¿Y Mónica? ¡Estaba en el Luzbel...!

—¡No, no estaba! ¡La puse a salvo!

—Entonces, era verdad... ¡Oh, no puedo más!

Se ha apagado el rencor en sus ojos claros. A su alrededor, el agua se tiñe de sangre, mientras la mano libre de Juan sostiene el cuerpo de Colibrí, ahora inanimado como si hubiese vuelto a desmayarse...

—¡Renato... arriba! ¡Sube al bote... apóyate en mí! ¡No te dejes hundir!

—¡Es inútil, Juan! ¡Estoy herido! ¡Salva al muchacho! ¡Sálvate tú!

—¡Arriba, Colibrí... adentro! ¡Ayúdate... arriba! —ordena Juan empujando el cuerpo del muchachuelo negro—. ¡Ahora tú... pronto, Renato, no voy a dejarte! ¡Arriba!

Con esfuerzo lo ha alzado, y rueda el cuerpo examine hasta el fondo de la pequeña embarcación... Con el último aliento, se alza él también, y un instante queda de pie en la frágil barquilla, abarcando con mirada de horror y espanto que le rodea... Sangra por diez heridas, la ropa quemada se le cae a pedazos mostrando la piel enrojecida y chamuscada, pero nada es todo ello para lo que sus pupilas contemplan... A sus pies, como un animalejo herido, se agita Colibrí:

—¿Qué pasó, patrón? Nos pegaron las balas... nos hundieron, ¿verdad? ¡Hundieron al Luzbel!

—¿El Luzbel? ¡Oh, no! El Luzbelno se ha hundido... ahí está, quemado, destrozado, pero flotando... Se hundieron los demás, se hundió el Galión, como si el mar se lo sorbiera, se hundieron otros barcos, todos, Colibrí, casi todos... ¡Mira!

Ha obligado a alzarse al muchachuelo para mirar hacia aquel extraño mar vacío, trágicamente cubierto de despojos... Muy cerca, en una como balsa destrozada, agitada con violencia por las olas, un pequeño grupo de hombres lucha... Como en visión de pesadilla, Juan los contempla y los reconoce:

—¡Anguila... Martín, Julián... Genaro! ¡Agárrense a las tablas, agárrense a las cuerdas que cuelgan del barco, sosténganse mientras voy en busca de auxilios!

Se ha inclinado, recogiendo del mar una ancha tabla, y hundiéndola en el agua, a modo de remo, alza la frente para mirar a la orilla cercana, y es un grito de espanto el que brota de su garganta:

—¡Colibrí! ¿Estoy loco... estoy ciego? ¡Mira, Colibrí, mira a Saint-Pierre! ¿Qué es? ¿Qué es lo que tenemos delante?

—¡Nada, Patrón! ¡No hay nada!

Como enloquecido, Juan ha remado hacia la tierra, y a su impulso gigante avanza el bote en dirección a lo que fueran embarcaderos, muelles, playas... Sus ojos buscan las casas que no existen, el panorama familiar que se ha borrado. No hay un techo, ni un árbol, ni un muro siquiera, que se haya conservado en pie... El verde valle, donde se alzaba la más rica y populosa ciudad de las pequeñas Antillas, es un enorme hueco desnudo, cubierto de cenizas y de lava, que lentamente va petrificándose...

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