—El gobernador acaba de llegar... Esos hombres lo han dicho, señora —explica Yanina a su ama—. Parece que entró por la puerta de atrás, porque había mucha gente en la plaza, pero que ya está hablándole al pueblo desde el balcón de palacio.
—¡Dile a ese imbécil de Esteban que apure los caballos! —apremia Sofía D’Autremont.
—Es que no se puede pasar, señora. Asómese para que vea la calle...
—¡Que toque el timbre, que se abra paso de cualquier manera! Dile que dé la vuelta por la otra calle, que llegue hasta palacio, aunque sea por la puerta de servicio. ¡Yo haré que me abran! ¡Vamos!
Sofía D’Autremont ha llegado por fin a la calle lateral de la amplia y lujosa residencia del Gobernador General de la Martinica, y apoyándose en Yanina, deja el pesado carruaje que con tanta dificultad la ha llevado hasta allí. Hierven los transeúntes como resaca de la muchedumbre que se agolpa en la plaza, frente al balcón desde donde el mandatario habla al pueblo:
—Hijos míos, mi presencia en Saint-Pierre es la mejor prueba de que todas las alarmas son vanas. He venido trayendo conmigo a mi familia. También me acompañan dos hombres de ciencia a cuyo testimonio acabo de apelar, y en cuya autorizada opinión Saint-Pierre no tiene más que temer del Mont Pelée, que Nápoles del Vesubio. Nuestro viejo volcán ruge un poco, pero no morderá. Fuegos artificiales y arroyos de lava que, al fin y al cabo, van a apagarse al mar. ¿Es ésta razón para que queramos dejar despoblada la más floreciente colonia francesa en las Antillas? Los nacidos al pie de Mont Pelée bien pueden reírse de esas tontas alarmas, y yo aconsejo a todos que se despreocupen y se rían, porque estoy dispuesto a reprimir con toda energía las actividades de los que gozan en sembrar el pánico, los vaticinios de los alarmistas y cualquier otra actividad que tienda a provocar el desorden. Una vez más digo a los vecinos de Saint-Pierre, que cada cual reanude sus ocupaciones habituales y que no insistan los malos profetas en ser enviados a la cárcel...
Un cochecillo de dos asientos acaba de detenerse en la misma calle, y es Renato D’Autremont el hombre que, arrojando las riendas, va con paso rápido hacia la codiciada puerta de servicio, cuando su propia madre le cierra el paso:
—¡Renato!
—¡Madre! ¿Qué haces aquí?
—¿No piensas que he salido a buscarte? ¿No piensas que he pasado la noche muriéndome de angustia, registrando hasta el último rincón de la ciudad detrás de tus pasos? No lo piensas, ¿verdad? No puedes pensar en nada ni en nadie que esté fuera de esa pasión funesta...
—¡Por favor, basta!
—Te fuiste dejándome enferma, te alejaste de mí sin una sola palabra...
—Quise evitar escenas como ésta, mamá. Ya habían ocurrido bastantes cosas desagradables. Era preciso terminar, cortar...
—Ya lo veo. Rehuyes las consecuencias de tu locura, pero no renuncias a tu propia locura...
—Ya no es una locura mi amor por Mónica, ni siquiera para ti puede serlo, porque Mónica es libre y sé que me ama.
—¿Libre...?
—Libre, sí. Aquí tengo los papeles que me enviaron del Obispado, los que me exigió el gobernador para darme el respaldo necesario, los medios materiales que me faltaban para arrancarla de manos de ese hombre...
—¿Y Campo Real? ¿Tu Campo Real?
—A su tiempo me ocuparé de Campo Real. Con las mismas gentes que el gobernador ponga a mis órdenes, caeré sobre la chusma tan pronto como Mónica haya sido rescatada. Lo haré, madre, lo haré personalmente, porque aun cuando me hayas llamado cobarde, por ti misma verás hasta qué extremo fuiste injusta. ¡Y lo verás muy pronto!
—Aguarda un momento, Renato. ¿El gobernador te dio soldados?
—Todavía no, pero no va a negármelos. Por desgracia, aun no he podido hablarle. Nos cruzamos en el camino. Al llegar al entronque del camino de Carbet, supe que el gobernador regresaba a Saint-Pierre, y mis caballos estaban demasiado cansados para poder alcanzarlo. Pero ya estoy aquí, y vuelvo a su presencia como él me pidió que volviera: con todos los derechos legales. Ven conmigo, madre...
—Naturalmente que voy. Pero aguarda... aguarda. No irás a ser tú quien tome el mando de esa gente para prender a Juan del Diablo, ¿verdad? Eso no, hijo, eso no...
—¿Por qué no? Siempre quisiste que alguien lo aplastara. ¿Sabes quién está allá, junto al gobernador? ¿Quién ha reunido cuantos elementos le ha sido humanamente posible para sacarlo bien librado?
—Sé que Noel se ocupa de ese asunto. Desde luego, debe estar tratando de conseguir audiencia.
—Estoy mejor informado. Me han dicho que Noel aguardó al gobernador en su propio despacho. A estas horas puede habernos tomado la delantera, pero no va a servirle de mucho...
—¡Toda tu vida con la sombra de ese maldito Juan!
—Sí, toda mi vida... ¡No sabes hasta dónde, hasta qué extremo han llegado las cosas! Pero ésta es la última batalla, y voy a ganarla, la tengo ganada ya... ¡Aquí está mi triunfo, el que me redime de todos mis errores, el que nadie podrá ya arrebatarme! ¡Vamos, madre!
—¿Es que se ha convertido usted en mi sombra, Noel?
—Me he convertido en su conciencia, señor gobernador, y perdóneme que me tome la libertad de hablarle con la franqueza y la claridad a que estamos acostumbrados... Es proverbial que usted detesta la violencia y la crueldad... Siempre ha gobernado esta cálida isla en forma paternal y descuidada... Su Excelencia no comete atropellos en su provecho personal, pero los atropellos de los poderosos se multiplican, sin que su Excelencia haga nada por evitarlos...
—¡Basta! Si piensa usted que voy a seguir escuchándole...
—Me escuchará, porque su Excelencia tiene el corazón de oro, y eso también es proverbial... Y porque sabe que tengo razón y, además, porque precisamente ahora es cuando tengo que decir algo importante. El descontento es mayor de lo que su Excelencia cree; la conciencia popular ha despertado... Un acto de simple justicia puede salvar muchos errores pasados... Tengo tres mil firmas pidiendo la vida de Juan del Diablo y la de los pescadores que le acompañan...
—¿Tres mil firmas? ¿La vida? ¿Qué tontería es ésa, Noel? No están condenados a muerte...
—Pues ahí está lo grave del caso. En el lugar en que su Excelencia los tiene acorralados, están amenazados de una muerte horrible a cada desbordamiento de lava, y si, como su Excelencia acaba de afirmar, siguen corriendo para ese lado irremediablemente...
—¡Nadie sabe para qué lado van a correr!
—Su Excelencia acaba de afirmar, desde ese balcón, que sí lo sabe...
—Bueno... era necesario tranquilizar al pueblo alarmado...
—El pueblo cree en la palabra de su Excelencia, y juzga con razón que esos infelices están condenados a ser quemados vivos por el solo delito de no dejarse explotar de un usurero sin entrañas...
—En todo caso, por haber hecho armas contra mi autoridad...
—¿Y no fue un abuso de autoridad convertir en isla el Cabo del Diablo?
—Basta, Noel. ¿Qué es lo que se ha propuesto?
—Excelencia, el momento viene que ni pintado. Si da usted una oportunidad a Juan de capitular honrosamente, nadie podrá criticarlo... Se trata de la vida de más de cincuenta ciudadanos de Francia, y la opinión popular está de su parte. Estas firmas no son más que una muestra... Podría seguir recogiendo y convertirlas en miles de millares. Podría... —Noel se ha interrumpido de pronto y con visible disgusto prorrumpe en un significativo—: ¡Oh... oh...!
El gobernador ha vuelto vivamente la cabeza, siguiendo la mirada del notario. En la puerta del despacho que da a la antesala, abierta de par en par, está Renato D’Autremont y su madre, y al gesto de sorpresa y disgusto del mandatario, se excusa Renato acercándose:
—Perdón, Excelencia. Las puertas estaban abiertas y el paso franco...
—Ya lo veo... todos olvidan su deber en el momento en que más debieran cumplirlo —recuerda el gobernador sin ocultar su contrariedad.