—Sí, Juan, el todo por el todo... Pero antes de lanzamos en esta aventura que acaso sea la última, antes de bajar a esa playa desde donde acaso veremos el cielo por última vez...
—¡Patrón... Patrón...! ¡Patrón... Señora Mónica...! ¿Dónde están?
—¡Aquí, Colibrí! ¡Ven pronto! —llama Juan. Y en voz más baja, advierte—: Algo pasa, Mónica...
—¡Ay, patrón! ¡Ay, mi ama! —se lamenta Colibrí acercándose todo sofocado por la búsqueda—. Una hora llevo buscándolos sin encontrarlos...
—¿Por qué? ¿Para qué?
—Toda la gente está junta en la playa, al lado de los botes, preparados para echarlos al mar...
—Bueno, ¿y qué? —se extraña Juan—. Allí es donde justamente les mandé yo estar...
—Sí, ya sé, mi amo. Pero no están porque usted lo ha mandado; al contrario...
—¿Al contrario? ¿Qué quieres decir? —inquiere Mónica.
—Están discutiendo, peleando... Quieren separar los botes que el patrón mandó juntar, arrancarle los barriles a las balsas...
—Pero, ¿están locos? —se sorprende Mónica.
—Como locos están, mi ama. Hay muchos muchachos asustados, muchas mujeres llorando, y...
—¿No está Segundo allá? —le interrumpe Juan.
—Sí... claro que está. Pero eso es lo peor, mi amo. Segundo es de los que quieren separar los botes... Está de capitán de los que no quieren ir para el Luzbel. Dicen que en vez de llegar tan lejos, igual pueden desembarcar por aquí mismo, un poco más abajo, y tratar de meterse en el monte.
—¡Pero allí están los soldados! ¡Les apresarán...! —advierte la sorprendida Mónica, sin llegar a comprender.
—¡Naturalmente! ¿Y dices que Segundo...? —pregunta Juan.
—Segundo dice que el Luzbelse va a hundir cuando se meta en él toda la gente que vamos...
Juan se ha erguido con las pupilas relampagueantes. Sólo un momento parece vacilar. Luego, toma del brazo a Mónica y propone:
—Vamos... Mira... las olas bajan. Es el momento propicio y hay que aprovecharlo. No perdamos ni un minuto...
—Pero, ¿si se niegan a seguirte, Juan?
—Me seguirán... los que sean dignos de ser salvados...
Con pasos rápidos que la angustia hace más veloces, han llegado los tres a la playa donde se arremolina la gente, y la voz fuerte e imperiosa de Juan ordena con decisión:
—¡Todo el mundo a los botes! ¡Ha llegado la hora! ¡Las mujeres y los niños primero! ¡Los hombres, que empujen los botes y salten después! ¿Qué esperan? ¿No me han oído? ¡Tú Martín, mueve a la gente de tu bote! ¡Tú, Anguila, con tu gente al agua! ¡Julián... listos...!
Como si a la voz de Juan la duda se desvaneciera, como si su presencia tuviese el don de exaltar el valor y su voz la fuerza para empujar las voluntades, uno a uno, los tres primeros botes han entrado al agua. Sólo Segundo permanece inmóvil, con los brazos cruzados, como si la duda más cruel le torturase, y junto a él, los pocos pescadores que han de ir en el último bote, esquivando la mirada de Juan...
—Perdóneme, patrón, pero los de este bote preferimos quedamos...
—¿Quedarse? ¿A qué?
—Ya lo sabe, patrón. ¿Piensa que no vi al Colibrí irse corriendo por las piedras para avisarle?
—Entonces, es verdad... y eres tú precisamente Segundo... Tú...
—Lo siento, patrón, pero tengo familia a quien mi muerte va a importarle...
—¿Tienes miedo tú... tú...? —duda Juan con más sorpresa que ira.
—No tuve miedo de morir peleando, pero esto que usted quiere que hagamos es como tirarse a un pozo de cabeza. ¡Prefiero entregarme a los soldados! Por lo que hemos hecho, no van a matarnos...
—Te encerrarán peor que a un animal...
—De la cárcel se sale, y del fondo del mar no sale nadie. Si nos hubiéramos ido nosotros solos...
—¡Calla! ¡Calla y embarca!
—¡No embarcamos, patrón! Y si usted lo pensara... A usted le hablo, señora Mónica... Si usted lo pensara, se quedaría del lado nuestro, que al fin no va a pasarle nada, ni tiene por qué esconderse... Y si acepta la seguridad que le da Segundo Duelos...
—Prefiero la inseguridad que me da Juan del Diablo —replica Mónica, suave e irónica—. ¡Vámonos, Juan!
—Uno a uno vayan despegando —ordena Juan alzando la voz—. Remen hasta estar a cien metros de la costa, y allí aguarden a que mi bote pase el primero... ¡Colibrí, suelta esa amarra! ¿Puedes?
—Pues, claro. Ahora yo soy el segundo del Luzbel, patrón, ¿verdad?
Los tres botes, unidos por largas tablas, protegidos por barriles flotantes, han entrado saltando sobre la cresta de las olas, y Juan alza a Mónica en sus brazos depositándola en el pequeño bote del que ya Colibrí soltó la amarra. Una punzada le atraviesa el hombro izquierdo... Sólo entonces recuerda su herida, pero un instante le basta para entrar él también, empuñando los remos...
Como una mole negra, el Cabo del Diablo va quedando atrás. Mónica está muy cerca, frente a él. Primero es como una forma blanca que ilumina la tenue luna nueva; luego, la oscuridad es más densa. Una cortina negra se extiende tapando las estrellas, apagando el estrecho filo de plata, y las olas, un instante tranquilas, saltan como caballo que se encabritase... De pronto, la noche oscura se vuelve luminosa, un haz de llamas arde en la cima del Mont Pelée como antorcha gigante, se rompe en el aire como un surtidor de fuego líquido, y un arroyo de lava rueda montaña abajo...
14
—YANINA, ¿QUÉ FUE eso? Vi como que ardía la casa por esa ventana...
—Fue la montaña... el volcán... La señora vio la llamarada... ¡Todavía brilla en el patio! El cielo negro se ha vuelto rojo...
—Pero no tiembla la tierra... No ha temblado. Fue como una explosión...
—No, señora, fue la montaña... ¿No le digo que es la montaña?
Sofía D’Autremont ha dejado el lecho, ha corrido a la puerta de su alcoba que da sobre el patio, y por el ancho hueco negro queda contemplando, en la densa sombra, aquel río de lava encendida que rueda por las colinas empinadas, saltando en cada piedra, en cada obstáculo... Luego, su cabeza se vuelve con angustia, al preguntar:
—¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está Renato? Salió, ¿verdad? Lo oí llamando a Cirilo; luego, el coche que se alejaba, y bien puedo suponer a dónde ha ido. No tiene más vida que rondar el maldito Peñón del Diablo.
—Ahora no, señora. El señor Renato recibió los papeles del Obispado. Parece ser que con la respuesta que él deseaba.
—¿La anulación del matrimonio de Mónica? —se sorprende Sofía—. ¡No puede ser! ¡No hay tiempo para una cosa semejante!
—Creo que su Ilustrísima le ha ayudado mucho, y tan agradecido está el señor Renato, que dijo que pasaría a darle las gracias antes de seguir para Fort-de-France, a buscar al gobernador...
—¿Ha ido mi hijo a Fort-de-France? —inquiere Sofía cada vez más disgustada y sorprendida—. ¿Y has tardado una hora en decírmelo, estúpida? ¡Ay, Dios mío, Dios mío!
—Yo, señora... Es que no ha ido para lo que la señora piensa...
—¡Qué importa para lo que haya ido! ¿Es que no sabes por dónde corre el camino para Fort-de-France? Desde luego, para el Sur; pero antes bordea esa montaña...
—Ese es el trazo nuevo, el que va al cruce de los picos de Carbet...
—¿Y qué otro puede haber tomado mi hijo, si seguramente salió para allá reventando caballos? ¿No fue así?
—Sí... Sí, mandó enganchar el tronco nuevo de alazanes al cochecito. Dijo que necesitaba no correr, sino volar...
Las dos han llegado a la puerta lateral. Desde ella, los ojos ansiosos siguen la ruta ígnea de la lava desbordada, que salta; se ensancha y luego se hunde como si rodara al fondo de un valle.
—El fuego corre como para el ingenio de Clerc —explica Yanina.
—¡Por allí justamente va el camino de Carbet! ¡Si él tuviera prudencia...!
—¡Salió como un loco... iba fuera de sí, y había bebido tanto... tanto...!
—¡Chist! ¿Qué es eso? ¿Qué gritan esos hombres? —quiere saber Sofía al oír voces ansiosas a cierta distancia—. ¡Corre tras ese hombre, Yanina, grítale... alcánzalo...!