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—Creo que exageras las cosas... El caso no es el mismo... Por atenderte un poco, yo no corría ningún peligro.

—El contagio... Mi fiebre era contagiosa, y tú lo sabías... Me viste adquirirla en los barracones... Fue un milagro que en todo el Luzbelno hubiese más enfermo que yo... Cualquiera, en tu lugar, me habría dejado en el primer puerto...

—En María Galante, ¿verdad? Con tu doctor Faber... Eso era lo que tú querías —reprocha Juan con cierta rudeza.

—Tal vez tú también hubieras querido esta noche verte librado de mí...

Trémula y contenida, Mónica ha vuelto a aguardar su respuesta, pero Juan se defiende todavía, busca un término medio, una salida para no confesarse:

—No fue por mí que te lo dije... Sólo pensaba en el peligro, por ti, para ti...

—¿Tú no hablas nunca por tu propia cuenta, Juan?

—Algunas veces, pero no contigo —vacila Juan—. ¿No crees que son demasiadas preguntas para hacerle a un herido?

—Tal vez... Pero tú no tienes aspecto de sentirte muy mal... Antes me engañé... Se engaña una contigo... Pensé que estabas sin sentido, y sin embargo escuchabas hasta la última palabra dicha a media voz... Creí que no tenías fuerzas ni para abrir los ojos, y fuiste hasta la ventana... Imaginé que necesitabas mis cuidados, y probablemente reniegas de la casualidad que me trajo aquí...

—Yo no reniego...

—Entonces, ¿qué te pasa? ¡Dilo...!

—Sencillamente, que me abrumas, Mónica. Siempre tomas el camino más duro, el más espinoso, el más difícil, y cuando uno piensa que tuviste alguna razón personal para hacerlo, como le ocurre a todo el mundo, resulta que sólo obrabas conforme a tu conciencia y que te conformas con la satisfacción del deber cumplido. Con razón quisiste refugiarte en el claustro... Es demasiada perfección para la vida, para la triste y vulgar vida...

—¿Por qué hablas así? ¡Tus elogios saben a sarcasmo, Juan del Diablo!

—Con qué ganas lo has dicho: Juan del Diablo... Dicho por ti, en esa forma, llega a dolerme el nombre...

—Si hubiera dicho Juan de Dios, habrías respondido lo mismo... Contigo no se acierta... De un modo o de otro, protestas lo mismo...

—¿Por qué tienes que decirme si soy de Dios o del Diablo? Llámame Juan a secas... Te dará menos trabajo el decirlo...

—Y será más exacto. Creo que no te falta razón... No eres de Dios ni del Diablo... Eres de ti mismo... Tan duro, tan cerrado, tan egoísta como una de esas rocas que no conmueven las olas golpeándolas mil años... Bueno... ¿qué le vamos a hacer? Supongo que es mejor así...

—¿A dónde vas, Mónica?

—A llamar a Segundo para que se quede contigo... ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?

—No te vayas así... Acércate un poco... Hay algo que quiero decirte, pero... no tengo muchas fuerzas, ¿sabes?

—Supongo que finges debilidad, como una burla más...

A pesar de sus palabras, ha acudido solícita, ha tocado su frente, su pulso; ha mirado con angustia la sangre que empapa sus vendajes, y observa:

—Hay que cambiar esos vendajes... Te ha vuelto a sangrar la herida... Naturalmente, si no estás quieto... ¿Qué necesidad tienes de incorporarte ni de asomarte a ninguna parte? Eres peor que un niño... Cien veces peor que un niño...

—Ya me va pasando... no te preocupes... En realidad, deseo que te quedes aquí... No me respondas nada a lo que voy a decirte...

—No me digas nada ahora... Creo que de veras estás débil... —Y alejándose un poco, abre la puerta y llama—: ¡Colibrí... Colibrí...! Busca a Segundo... Dile que traiga agua hervida y las vendas que le di antes para ponerlas a secar... Anda. Corre... —Ha cerrado la puerta y acercándose al lecho, ofrece—: Aquí hay un poco de vino... Toma unos tragos... Es lo único de que disponemos...

Ha apoyado la cabeza oscura en sus rodillas, haciéndolo beber poco a poco aquel vaso de vino que hace colorearse de nuevo las tostadas mejillas... Suavemente separa los húmedos y rizados cabellos de la frente y enjuga el sudor con su propio pañuelo, mientras una desconocida sensación, como de inmensa dicha, la hace casi desfallecer...

—Mónica, hay algo que quiero decirte, aunque ya te pedí que no me respondieses nada... Pero es preciso que lo diga... ¡Oh, Mónica! ¿Estás llorando?

—¿Llorando yo? —intenta negar Mónica, disimulando su dulce emoción—. ¡Qué tontería! ¿Por qué había de llorar...?

—No sé... A veces no sé nada... Peco de torpe o me paso de listo...

—Más vale que cierres los ojos, que intentes reponerte... Si lo que me tienes que decir son las señas de algún tesoro escondido en alguna isla, espera que llegue el segundo de tu barco... Es lo clásico, ¿no? La herencia de Juan el pirata... ¿Así te gusta más? Ni de Dios ni del Diablo...

—Mónica, antes no te respondí como debía... A veces tengo la sensación de que me porto como un salvaje contigo... Ya te pedí que no me respondieses nada... Óyeme solamente, óyeme, y si no te gusta lo que escuchas, olvídalo... Te agradezco de un modo infinito el que no te hayas ido... No digas nada... Quiero imaginarme yo mismo lo que querría que me respondieses...

—¿Puedo saber qué es lo que querrías que yo contestase? —indaga Mónica sin poder dominar su intensa emoción.

—Aquí están los vendajes y el agua hervida... ¿Está peor el patrón?

Segundo ha mirado los ojos de Mónica, húmedos de llanto; luego, ha visto el rostro de Juan, demacrado, palidísimo... ha mirado la sangre que empapa ya la blanca camisa y, alarmado, opina:

—¡Hay que cambiar los vendajes, patrona, se ha vuelto a abrir la herida...!

Y con la habilidad de un soldado, Segundo se pone a la tarea de cambiar los vendajes, mientras Mónica se acerca a la ventana abierta sobre el mar y aspira el aire fresco, que parece devolverle la vida...

—Segundo, ¿dónde está Mónica? —pregunta Juan con voz débil y baja.

—Ahí mismo, en la ventana, mirando al mar, patrón. ¿Quiere que le diga que usted...?

—No... Déjala... Oye, Segundo, si quisieras a una mujer más que a tu propia vida y pensaras que ella quiere a otro y que junto a ese otro puede ser feliz, ¿la retendrías a tu lado? ¿Dejarías que corriera la triste suerte que es tu destino con tal de verla cerca de ti, con tal de escucharla, de sentirla, de soñar a veces que puede llegar a amarte? ¿Lo harías, Segundo?

—No sé bien lo que me dice, patrón... Pero yo digo... ¿Qué puede importarle a uno una mujer que no lo quiera? No sé si es responder, pero...

—Es responder, Segundo... Has respondido...

Con desaliento, Juan ha dejado caer los rendidos párpados, como abrumado por una repentina fatiga. Segundo acaba su trabajo y da unos pasos indecisos, mientras Mónica se acerca a él ligera e interrogadora...

—Ya está... Creo que el patrón necesita dormir... Tiene mucha fiebre, y me parece que delira... Debería... quedarse tranquilo...

—Se quedará, Segundo. Vete... Yo estoy con él...

Largo rato ha aguardado Mónica para acercarse al lecho. Desde lejos le mira, hasta que el ritmo de la respiración de Juan se hace más acompasado, hasta que le parece que está dormido. Entonces se aproxima paso a paso, mirándole con el alma en las pupilas. Ahora sí puede envolverle en la ola gigante de su ternura, y, sin querer, piensa que bajo aquel mismo techo, agrietado y miserable, corrieron los días más amargos de la vida de aquel hombre que no supo, de niño, de sonrisas y caricias... Tal vez estuvo enfermo muchas veces entre aquellas paredes inhóspitas, y sólo la Providencia cuidó de conservar su vida... ¡Cómo querría inclinarse sobre la morena cabeza, cubrir de besos su frente, sus mejillas, sus labios ahora pálidos, arrullarle en sus brazos como si otra vez fuese un niño! Ahora, herido e indefenso, el amor de Mónica toma para él una forma distinta... Quiere estar cerca, respirando el aire que él respira... Sus rodillas se doblan y queda acurrucada allí, junto a él, sobre el desnudo suelo, mientras susurra:

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