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—El gato ha mentido. En el agujero no hallé otra cosa que un asno; no encontré señal visible de tal cosa visible. Se traraba de un manso y hermoso asno, pero nada más que un asno, y no otra cosa.

El elefante preguntó:

—¿Lo visteis bien y con nitidez? ¿Estuvisteis cerca de él?

—Lo vi clara y perfectamente, oh Hathi, Rey de las Bestias. Estuve tan cerca de él que llegamos a entrechocar los hocicos.

—Resulta muy extraño —apuntó el elefante—; hasta la fecha el gato siempre había dado muestras de veraz, al menos en lo que pudimos comprobar. Hagamos que pruebe otro testigo. Id, Baloo, mirad en el agujero y volved para informarnos.

Así, pues, el oso fue a ver. Cuando regresó, denunció:

—Tanto el gato como el asno han mentido; en el agujero no había sino un oso.

Mayúsculo fue el asombro y consternación entre los animales. Ahora todos se sentían ansiosos por desentrañar ellos mismos el misterio y esclarecer por fin la verdad. El elefante resolvió enviarlos de uno en uno.

Primero, la vaca. Ésta no halló en el agujero otra cosa salvo una vaca.

Tampoco el tigre encontró otra cosa que no fuese un tigre.

El león no descubrió sino otro león.

El leopardo no halló más que otro leopardo.

El camello se topó con un camello, y nada más.

Entonces Hathi se enfureció, y proclamó que averiguaría la verdad aun a costa de tener que ser el mismo quien fuera a buscarla. Al regresar, acusó a todos sus súbditos de embusteros y, sin poder contener su enojo con el gato por haberse burlado de su inocencia e inexperiencia, sentenció que nadie, salvo un necio ciego, podía ver a través del agujero otra cosa que no fuese un elefante. trampa

Moraleja, por el gato:

Podréis encontrar en un texto aquello que os propongáis si os situáis entre él y el espejo de vuestra imaginación. Puede ser que no veaís vuestras orejas, pero allí estarán.

La oración de guerra

The War Prayer

[Mark Twain escribió este texto a sabiendasde que no sería publicado en su época. "Nadie entre los muertos tiene permiso para decir la verdad", escribe, consciente de que "En América, como en otros lugares, la libertad de expresión está confinada a los "muertos". "La oración de guerra" fue escrita durante el conflicto bélico entre Estados Unidos y Filipinas (de 1899 a 1913). El 22 de marzo de 1905 Harper's Bazaar lo rechazó "por no ser adecuado para una revista femenina". Twain tenía un contrato en exclusiva con Harper & Brothers, por lo que no pudo publicar "La oración de guerra" en ninguna otra editorial. El texto se mantuvo inédito hasta 1923, cuando su representante literario, Albert Bigelow Paine, lo incluyó en el libro "Europe and Elsewhere" (Europa y otros lugares). Twain había muerto en 1910. Sus palabras, proféticas.]

Fue una época de gran exaltación y emoción. El país se había levantado en armas, había empezado la guerra y en cada pecho ardía el fuego sagrado del patriotismo; se oía el redoble de los tambores y tocaban las bandas de música; tiraban cohetes y un montón de fuegos artificiales zumbaban y chisporroteaban. Allí abajo, a lo lejos, de las manos, tejados y, balcones, ondeaba al sol una espesura de banderas brillantes. De día, por la ancha avenida, los jóvenes voluntarios desfilaban alegres y hermosos con sus uniformes; a su paso los orgullosos padres, madres, hermanas y enamoradas les vitoreaban con voces ahogadas por la emoción. De noche, en las concurridas reuniones se escuchaba con admiración la oratoria patriótica que agitaba lo más hondo de sus corazones, y que solía interrumpirse con una tempestad de aplausos, al tiempo que las lágrimas corrían por sus mejillas.

En las iglesias los pastores predicaban devoción a la bandera y al país, y en favor de nuestra noble causa imploraban ayuda al Dios de las batallas con una elocuencia tan efusiva y fervorosa que conmovía a todos los oyentes. De hecho, era una época próspera y alegre, y los pocos espíritus temerarios que se aventuraban a desaprobar la guerra y a albergar alguna duda sobre su rectitud, enseguida recibían un castigo tan duro y severo que, para su propia seguridad, inmediatamente retrocedían espantados y no volvían a ofender en ese sentido.

Llegó el domingo por la mañana. Al día siguiente los batallones partirían hacia el frente. La iglesia estaba a rebosar. Y allí estaban los voluntarios, con sus rostros iluminados por visiones y sueños milicianos. ¡El austero avance de tropas, el ímpetu incontenible, el ataque desenfrenado, los sables relucientes, la huida del enemigo, el tumulto, el humo envolvente, la búsqueda feroz y la rendición! ¡Y luego, de regreso al hogar, los héroes condecorados, bienvenidos, venerados, inmersos en un mar de oro de gloria! Al lado de los voluntarios se sentaban sus seres queridos, orgullosos, contentos y envidiados por los vecinos y amigos que no tenían hijos o hermanos a quienes enviar al campo de honor, para vencer por la bandera o, caso contrario, sucumbir a la más noble de las muertes nobles.

El servicio religioso continuó. Se leyó un capítulo del Antiguo Testamento sobre la guerra y se rezó la primera plegaria, seguida de un estallido del órgano que sacudió el edificio. Y de un impulso la congregación se levantó con brillo en los ojos y latidos en el corazón: «¡Dios Todopoderoso! ¡Tú que ordenas, el trueno es tu trompeta y el rayo tu espada!».

Después vino la oración larga. Nadie recordaba algo semejante por lo apasionado de la súplica y lo conmovedor y bello de su lenguaje. En esencia, la oración pedía al Padre de todos nosotros, benigno y siempre misericordioso, que velara por nuestros nobles y jóvenes soldados y les proporcionara auxilio, consuelo y ánimo en el afán de su patriótica tarea; que les bendijera y protegiera con Su poderosa mano en la batalla; que les fortaleciera y les diera confianza para que fueran invencibles en el ataque sangriento; que les ayudara a aplastar al enemigo y les concediera, tanto a ellos como a su patria y su bandera, la gloria y el honor imperecederos.

Un anciano extraño entró y con paso lento y callado avanzó por el pasillo, con los ojos clavados en el clérigo. Tenía un cuerpo alto e iba vestido con una túnica que le llegaba a los pies, llevaba la cabeza descubierta, una vaporosa cascada de cabello cano le caía sobre los hombros y tenía la cara arrugada y exageradamente pálida, casi fantasmal. Llenos de asombro, todos le seguían con la mirada mientras se encaminaba al altar en silencio y sin pausa, hasta que se detuvo a la par del clérigo y se quedó allí esperando de pie.

El clérigo, con los ojos cerrados, no se había percatado de la presencia del extraño y prosiguió con su oración conmovedora hasta terminar con las siguientes palabras, pronunciadas con gran fervor: «¡Bendice nuestras almas, concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro, Dios, Padre y Protector de nuestra tierra y, nuestra bandera!».

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