Hacia el atardecer del tercer día, el conde mantenía una breve conversación con David Gray en una esquina del pueblo, cuando Hugh Gregory pasó de largo frente a ellos, se detuvo, vaciló, retrocedió y preguntó al conde si pensaba volver a su habitación en ese momento. Anticipándose al conde, David Gray dijo:
—Conde, no pierda el tiempo conmigo habiendo personas más puras y amables con quienes relacionarse. Por mí, puede marcharse ahora mismo.
—¿Eso es una alusión a mí, caballero? —preguntó Hugh.
Varios transeúntes se detuvieron a escuchar.
—Sí, es una alusión a usted, encanto. No se ha parado para decirle eso al conde. Se ha parado con la intención de provocarme. Es así, y usted bien lo sabe. Siempre hace lo mismo. Quizá cree que no le conozco. Era otro idéntico a usted el que pretendía a Mary Gray, ¿no? Y además por amor, supongo; no tenía la más remota idea de que me proponía dejarle mis modestos ahorros. ¡No, claro que no! Pero voy a darle una lección, jovencito. Si vivo cuarenta y ocho horas más, haré otro testamento y excluiré a Mary Gray. No me mire con esa cara, amigo mío; no pienso tolerárselo.
—Es inútil discutir con un lunático —dijo Hugh con forzada serenidad—. Vale más que me…
El irascible anciano descargó un golpe de bastón a Hugh en la cabeza cuando se daba media vuelta, y Hugh se tambaleó e interrumpió su frase a medias. Al instante el puño de Hugh partió de su hombro como una bala y dejó a David Gray tendido en tierra cuan largo era. En un arrebato de cólera, Hugh se abalanzó hacia adelante para proseguir con el ataque, pero varias personas lo sujetaron y alejaron de allí, pese a que él forcejeaba para zafarse y exclamaba:
—¡Dejádmelo! ¡Dejádmelo! ¡Me ha insultado cincuenta veces sin compasión y nada me impedirá ajustarle las cuentas!
VI
A eso de las diez de la mañana siguiente el conde entró en la casa de John Gray, y el corazón de John Gray se alegró una vez más. Su excelencia ofrecía un aspecto demacrado, exhausto y abatido. Dijo:
—Ausentarme de esta casa es para mí un suplicio. Sólo aquí se encuentra la felicidad. Mi corazón se consume. ¡Permítame ver a Mary! Su plegaria fue atendida sin dilación. Apareció Mary. Los demás se retiraron. El conde dijo:
—Tenía que venir. No podía vivir donde tú no estuvieras. He intentado con todo mi empeño renunciar a ti, por tu bien, pero era superior a mis fuerzas. Mírame: observa en cada pelo de mi cabeza y cada rasgo de mi cara el testimonio de los tormentos que he padecido. No podía conciliar el sueño; no hallaba reposo. He venido para abandonarme a tu merced, para implorarte compasión, para suplicarte por mi vida. No puedo vivir sin ti. Lo he intentado con todo mi empeño, cruel empeño, y he fracasado. Apiádate de mí.
La compasión de Mary se vio sacudida hasta lo más hondo, y sus lágrimas cayeron como lluvia. Trató de pronunciar unas palabras de consuelo. Él contestó con vehementes súplicas. Así prosiguió aquella conmovedora pugna, hasta que John Gray irrumpió en el salón y exclamó:
—¡David ha sido asesinado! ¡Hugh Gregory está en la cárcel acusado del crimen!
Mary se desvaneció.
El caos se adueñó del pueblo durante todo el día. Se suspendieron todas las actividades. Una muchedumbre permaneció horas y horas frente a la oficina de David Gray, comentando el asesinato y aguardando pacientemente una oportunidad para entrar y echar una ojeada al siniestro espectáculo. El muerto yacía en un mar de sangre. Los muebles patas arriba indicaban que se había producido una violenta pelea. En el escritorio había una hoja de papel pautado en la que David Gray había iniciado una frase, pero no vivió para concluirla, a saber: «Yo, David Gray, en pleno uso de mis facultades mentales y…»
Cerca del cadáver se halló un jirón de tela que coincidía exactamente con el fragmento arrancado del faldón del abrigo de Hugh Gregory; en el pantalón de Hugh se descubrieron minúsculas gotas de sangre; allí estaba la frase inicial de un testamento que había de barrer la potencial fortuna de la muchacha con quien Hugh Gregory aspiraba a contraer matrimonio algún día; corrían rumores de que en los últimos tiempos el padre de Hugh andaba metido en peligrosos apuros económicos; el altercado de la tarde anterior era ya de dominio público; alguien sacó a relucir que Hugh en una ocasión había dicho que si David Gray seguía injuriándolo e insultándolo «el día menos pensado acabaría mal».
Caía por su peso que Hugh Gregory era el asesino. Eso todos lo reconocieron, mal que les pesara. No obstante, la mayoría de la gente opinaba que no había actuado movido por sórdidos impulsos, sino por un incontenible deseo de venganza tras soportar continuadas ofensas durante mucho tiempo. Hugh se declaró inocente sin el menor titubeo, pese al fatídico cúmulo de pruebas circunstanciales que lo señalaban como culpable. Su declaración de inocencia pareció tan sincera que algunos vecinos del pueblo dudaron momentáneamente de sus conclusiones previas; pero sólo momentáneamente, porque alrededor de media tarde se encontró un cuchillo ensangrentado —propiedad de Hugh, como muchos sabían— oculto en el colchón de plumas de su cama. Una insignificante mancha roja en la funda del colchón reveló la diminuta incisión practicada en la tela a fin de introducir el cuchillo.
Después de eso ni un solo ser humano creía ya que Hugh Gregory estuviera libre de culpa, excepto Mary Gray, y también su confianza empezaba a flaquear. Hugh le envió una carta implorándole que conservara la fe en su inocencia, porque con toda seguridad Dios la pondría de manifiesto cuanto tuviera a bien y fuera el momento oportuno, pero esta carta llegó a manos de John Gray y no fue más allá. Durante varios días, Mary Gray, sumida en la mayor congoja, esperó la respuesta a una nota que ella había escrito a Hugh para rogarle que le mandara unas palabras de consuelo; pero la respuesta no llegó… a ella. Tommy Gray había prometido llevarse furtivamente la carta de Mary y entregarla en propia mano a Hugh, y cumplió su misión. Pero Gray padre tenía vigilado al muchacho; interceptó la respuesta y, sin grandes esfuerzos, intimidó a su hijo hasta el punto en que éste informó con mucho gusto a Mary de que Hugh había arrugado la carta de ella entre sus manos y declarado que si de verdad lo amara, estaría removiendo cielo y tierra para salvarlo en lugar de malgastar un tiempo precioso en interrogatorios acerca de su culpabilidad o inocencia. Siguieron días y noches de angustia, sin más consuelo para Mary que aquel que pudiera extraer de las delicadas atenciones y amables palabras del conde.
A la postre, abandonó toda esperanza y se resignó a la amarga convicción de que Hugh Gregory era culpable. Su madre compartía con ella esa misma convicción. Por tanto, el nombre de Hugh Gregory no volvió a mencionarse en aquella casa. Aun así, Mary descubrió que el asesinato no podía matar el amor. Continuaba enamorada de Hugh Gregory; era un amor que no decaería. Pero nunca podría casarse con él, se decía Mary. Tomaría las cosas tal como vinieran, se decía. Ya no le importaba qué pudiera depararle el destino.
Con el paso de las semanas, aprendió a sentirse a gusto con el conde, porque encontraba mayor alivio a las tribulaciones en su compañía que en la de cualquier otra persona.