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Hubo de nuevo una larga pausa. Luego:

—¿De qué murió?

—Dije que lo ignoraba.

—¿Cuánto tiempo hace que está muerto?

Creí que lo más prudente era exagerar los hechos, por no parecer fuera de las probabilidades; así pues, dije:

—Dos o tres días.

Pero de nada me sirvió, porque Thompson recibió mis palabras con una mirada fría, ofendida, que evidentemente significaba: "Tres o cuatro años, quiere usted decir". Después, marchó tranquilamente hacia la caja, estuvo unos momentos allí, y luego, volviendo rápidamente, contempló el cristal roto, observando:

—Habríamos disfrutado de un golpe de vista endiabladamente mejor en todo alrededor si lo hubiera enviado usted el pasado verano.

Sentóse Thompson y encerró su rostro en su rojo pañuelo de seda, y empezó a balancearse poco a poco, meciendo su cuerpo, como quien saca fuerzas de flaqueza para soportar algo casi insoportable. En aquel entonces, la fragancia (si de ello podemos llamar fragancia) casi ahogaba. La cara de Thompson volvíase pálidamente gris; yo sentía que la mía había perdido completamente su color. Pronto Thompson descansó su frente sobre su mano izquierda, con el codo apoyado sobre su rodilla, intentando hacer revolotear el rojo pañuelo hacia la caja con la otra mano. Y dijo:

—Más de uno he trajinado en mi vida (y más de uno considerablemente recocido, también); pero por Dios, este los gana a todos. Comparados con este capitán, ¡aquéllos eran heliotropos!

Esta especial designación de mi pobre amigo me dejó satisfecho, a pesar de las tristes circunstancias, porque tenía todo el aspecto de un cumplido.

Pronto a todas luces fue evidente que se precisaba hacer algo. Entonces propuse encender unos cigarros. Thompson creyó que era una buena idea. Dijo:

—Es posible que esto le ponga algo mejor.

Echamos largo rato espesas bocanadas de humo con todo el cuidado, e hicimos cuantos esfuerzos pueden imaginarse para creer que las cosas habían mejorado; pero todo fue inútil. Al cabo de un rato ambos cigarros cayeron quedamente de nuestros insensibles dedos al mismo tiempo. Thompson dijo suspirando:

—No; el capitán no mejora un ápice. De hecho, empeora; parece como si esto aguijoneara su ambición. ¿Qué partido cree usted que sería mejor tomar ahora?

No me sentí capaz de sugerir ninguno; había tenido que sufrir tanto todo el rato, que no tenía ni fuerzas para hablar. Thompson empezó a refunfuñar de una manera inconexa y abrumadora sobre los tristes experimentos de aquella noche, y tomó la costumbre de referirse a mi pobre amigo aplicándole diferentes títulos, a veces militares, a veces civiles; y reparé que al mismo tiempo que aumentaba la eficiencia de mi amigo, Thompson le ascendía en consecuencia: le aplicaba mayor título. Al fin, dijo:

—Se me ha ocurrido una idea. Supongamos que nos agacháramos y diésemos al coronel un pequeño empujón hacia el otro extremo del vagón, unos diez pasos, por ejemplo. ¿No os parece que entonces no sería tanta su influencia?

Por mi parte dije que me parecía bueno el proyecto. Así que respiramos profundamente aire fresco por el cristal roto, calculando conservarlo hasta terminar nuestro cometido. Luego nos dirigimos hacia allí, inclinándonos sobre aquel queso mortífero, y cogimos fuertemente la caja. Thompson hizo con la cabeza una señal: "Listos" y entonces nos echamos hacia delante con todas nuestras fuerzas; pero Thompson resbaló y cayó de bruces, con la nariz sobre el queso, perdiendo completamente el aliento. Y empezó a sentir náuseas, ganas de vomitar, y movía torpemente su boca, y pegó un salto y echó a correr hacia la puerta, dando patadas y gritando roncamente:

—¡Dejadme! ¡Paso libre!… ¡Me muero!… ¡Paso libre!…

Cuando nos encontrábamos en la fría plataforma sostuve un rato su cabeza y pareció como si volviera en sí. Inmediatamente dijo:

—¿Cree usted que hemos apartado algo al general?

Dije que no; ni se había movido del sitio.

—Bien, pues no nos queda otro remedio que abandonar esta idea. Debemos pensar en otra cosa. El hombre se encuentra bien donde está, creo yo; y si ésos son sus sentimientos y ha tomado la decisión de no dejarse estorbar, puede usted apostar lo que quiera, que lo que es él no se dejará convencer ni por el más pintado. Sí: mejor es que lo dejemos donde está y que allí se quede todo el tiempo que le plazca; dispone en su juego de las cartas mejores, ¿sabe usted?, y es inútil que por nuestra parte nos esforcemos en torcer su suerte. Siempre seremos nosotros los que saldremos perdiendo.

Pero tampoco podíamos quedarnos fuera con aquella loca tempestad que nos habría helado mortalmente. Así que volvimos a entrar, cerramos la puerta y empezamos a sufrir de nuevo y a tomar turno para respirar el fresco por el agujero de la ventana. Al poco rato, cuando salíamos de una estación donde nos habíamos detenido unos momentos, Thompson entró a grandes zancadas, y exclamó:

—¡Vamos, ahora sí que la cosa marchará bien! Me parece que ahora vamos a despedirnos del comodoro. Creo haber logrado en esta estación el material a propósito para desarmarle de una vez.

Era ácido fénico. Tenía como una media vasija. Salpicó ácido fénico a su alrededor por todas partes. Tanto esparció, que lo empapó todo: caja de fusiles, queso y todo lo demás que había por allí. Al terminar esta operación nos sentamos, henchidos nuestros corazones de esperanza. Pero nuestra satisfacción no debía durar mucho rato. ¿Comprendéis? Los dos perfumes empezaron a mezclarse, y entonces. . . Nada, que muy pronto tuvimos que salir de nuevo al exterior, y que, una vez fuera, Thompson enjugó su cara con el pañuelo de seda rojo, y dijo, completamente descorazonado:

—Es en vano. No tenemos manera de deshacernos de él. Precisamente se aprovecha de cuanto imaginamos para modificarlo, poniendo en ello su olor. ¿Sabe, capitán, que ahora nos encontramos cien veces peor que cuando empezó a soltarse? En mi vida he visto otro tan desalado en su cometido y que parara en ello tan condenado cuidado. No, señor; jamás en mi vida, con el tiempo que hace que estoy empleado en el ferrocarril. Y cuente usted, como le decía antes, que he llevado una infinidad.

Entramos de nuevo, porque no podíamos soportar el frío terrible que se apoderaba de nuestros cuerpos; pero ahora era imposible permanecerallí dentro unos segundos. Así que no nos quedó otro remedio que bailar un vals y sacando la nariz a medias ora adelante ora atrás, helándonos y deshelándonos y ahogándonos a intervalos. Al cabo de una hora, poco más o menos, nos detuvimos en otra estación; y cuando el tren arrancó de nuevo, Thompson compareció con un saco y dijo:

—Capitán, voy a hacer otra prueba, la última; y si con esto no le abrumamos, no nos toca otro remedio que echarlo todo por la borda y salir pitando. De esta manera acostumbro explicar el cómo y el por qué.

Traía un montón de plumas de gallina, y manzanas secas, y hojas de tabaco, y harapos, y zapatos viejos, y azufre, y asafétida, y algo más; lo amontonó sobre una cierta extensión de placa de hierro, en el suelo, pegándole fuego. Cuando éste hubo tomado impulso, no llegué a comprender cómo era posible que el mismo cadáver pudiera soportarlo. Cuanto habíamos experimentado hasta entonces era poesía comparado con aquel tremendo olor; pero, entendámonos bien, el primitivo olor sobresalía en medio de todos los demás, tan soberano como siempre. De hecho parecía como si todos aquellos otros resabios le dieran más empuje; y, ¡vaya!, ¡con qué abundancia se desparramaba! No hice estas reflexiones allí dentro (no hubo tiempo para ello), sino en la plataforma. Y mientras huía hacia ésta, Thompson cayó medio ahogado, y antes de que yo le arrastrase al exterior, como lo hice, cogiéndolo por el cuello, estuve en un tris de caer yo mismo desvanecido. Cuando recobramos el sentido, Thompson dijo completamente abatido:

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