Mi admiración por aquel hombre se convirtió en algo similar a la adoración. Yo estaba siempre a su lado. Su oficina se había convertido para mí en un sitio desagradable, y esta sensación aumentaba cada día. Con todo, si él podía soportarlo, yo me proponía hacer lo mismo; al menos, mientras fuera posible. De manera que iba con regularidad y me quedaba; era el único extraño que parecía con fuerzas para hacerlo. Todos se asombraban de que yo pudiese hacerlo, y con frecuencia, me parecía que debía marcharme, pero en esas oportunidades observaba aquel rostro sereno y aparentemente inconsciente, y me mantenía firme.
Unas tres semanas después de la desaparición del elefante, a punto de manifestar que me veía obligado a arriar mi bandera y retirarme, el gran detective contrarrestó este pensamiento proponiendo una jugada más soberbia y magistral.
Ésta consistía en pactar con los ladrones. La inagotable inventiva de aquel hombre superaba todo lo que yo viera, a pesar de mis abundantes cambios de ideas con los cerebros más vigorosos del mundo. Blunt dijo que transaría en 100.000 dólares y recuperaría al elefante. Yo dije que esperaba reunir esa cantidad, pero, ¿qué sería de los pobres detectives que habían trabajado tan sacrificadamente?… Blunt dijo:
-En las transacciones, les toca siempre la mitad.
Esto contrarrestó mi única objeción. De modo que el inspector escribió dos misivas con este contenido:
“Estimada señora: Su marido puede obtener una gran cantidad de dinero (y verse totalmente protegido por la ley) concertando una entrevista inmediata conmigo.”
EL JEFE BLUNT.
Envió una de estas cartas con su emisario confidencial a la “presunta esposa” del simpático Duffy y la otra a la presunta esposa del Rojo McFadden.
Al cabo de una hora, llegaron estas ofensivas respuestas.
“Viejo estúpido: El simpático Duffy murió hace dos años”
BRÍGIDA MAHONEY.
“Jefe Blunt: El Rojo McFadden fue ahorcado hace 18 meses. Todos los burros, menos los detectives, lo saben.”
MARY O'HOOLIGAN.
-Yo sospechaba esto desde hace tiempo- manifestó el inspector-. Este testimonio prueba la infalible precisión de mi instinto.
Apenas fracasaba uno de sus recursos, tenía otro pronto. Escribió rápidamente un aviso para los matutinos y conservó un ejemplar:
“A- xwblv. 242. N. Tjnd- fz 328 wmlg. Ozpo,- 2 m! ugw. Mum. “
Dijo que si el ladrón estaba vivo, esto lo llevaría a la entrevista corriente. Explicó, además, que la entrevista corriente era un lugar donde se resolvían todos los asuntos entre los detectives y los delincuentes. La entrevista tendría lugar a las doce de la noche siguiente.
Nada podíamos hacer hasta ese momento y yo me apresuré a irme de la oficina y me sentí realmente agradecido por ese privilegio.
La noche siguiente, a las once, llevé los 100.000 dólares en billetes y se los entregué al jefe, y poco después éste se despidió, con su firme confianza de antaño inconmovible en los ojos. Pasó una hora casi interminable; luego oí su grato andar y me levanté con una exclamación entrecortada y tambaleándome. ¡Qué llama de victoria ardía en sus ojos! Y dijo:
-¡Hemos transado! ¡Los bromistas cantarán mañana una canción muy distinta! ¡Sígame!
Tomó una vela encendida y bajó al vasto sótano abovedado, donde dormían siempre sesenta detectives, y donde un numeroso grupo estaba en esos momentos jugando a los naipes para matar el tiempo. Lo seguí de cerca. Me dirigí rápidamente al oscuro y lejano extremo del aposento y en el preciso instante cuando sucumbía a una sensación de asfixia y poco me faltaba para desvanecerme, Blunt tropezó y cayó sobre los estirados miembros de un voluminoso objeto, y le oí exclamar, inclinándose:
-Nuestra noble profesión queda rehabilitada. ¡Aquí está su elefante!
Me trasladaron a la oficina de la planta baja y me hicieron recobrar el sentido con ácido fénico. Luego, penetró allí como un enjambre todo el cuerpo de detectives y hubo otro desborde de triunfante júbilo, como yo no había visto nunca. Llamaron a los reporteros, se abrieron cajas de champaña, se pronunciaron brindis, los apretones de manos y las felicitaciones fueron continuos y entusiastas. Naturalmente, el jefe era el héroe del día, y su felicidad era tan grande y había sido ganada de una manera tan paciente y noble y valerosa, que me sentí feliz al verla, aunque yo era ahora un pordiosero sin hogar, con mi inestimable carga muerta, y mi situación en la administración pública de mi país se había perdido para siempre, dado lo que parecería por siempre una ejecución funestamente negligente, de una importante misión. Muchos elocuentes ojos dieron muestras de su profunda admiración por el jefe y muchas detectivescas voces murmuraron: “Mírenlo: es el rey de la profesión. Basta con darle un rastro y no necesita más. No hay cosa escondida que él no pueda encontrar”. La distribución de tos 50.000 dólares proporcionó gran placer: cuando hubo terminado, el jefe pronunció un discursito mientras se metía en el bolsillo su parte, y dijo en el transcurso del mismo:
-Disfruten ese dinero, muchachos, porque se lo han ganado. Y algo más: han ganado inmarcesible fama para la profesión detectivesca.
Llegó un telegrama, cuyo contenido era el siguiente:
Monroe, Michigan; 10 p. m.
“Por primera vez encuentro oficina telégrafos en más de tres semanas. Seguí huellas, a caballo, a través bosques, a mil seiscientos kilómetros de aquí y son más fuertes y grandes y frescas cada día. No se preocupe; una semana más y tendré elefante. Esto es segurísimo.”
DARLEY, detective.
El jefe ordenó que se dieran tres vítores por “Darley, uno de los principales cerebros del cuerpo de detectives”, y dispuso luego que se le telegrafiara, para que regresase y recibiera su parte de la recompensa.
Así concluyó el maravilloso episodio del elefante robado. Los periódicos prodigaron de nuevo sus elogios al día siguiente, con una sola y despreciable excepción. La del que manifestó: “¡Qué cosa grande es el detective! Podrá ser un poco lento para encontrar una pequeñez tal como un elefante extraviado, podrá darle caza durante todo y dormir con su putrefacto esqueleto durante tres semanas, pero lo encontrará por fin…, ¡si puede conseguir que el hombre que lo indujo a error le indique el lugar!”.
Yo había perdido al pobre Hassan para siempre. Las balas de cañón le habían causado heridas fatales. Se había arrastrado hacia aquel lugar hostil, situado en medio de la niebla; y allí, rodeado por sus enemigos y en constante peligro de ser encontrado, había perecido de hambre y sufrido, hasta que con la muerte le llegó la paz.
La transacción me costó 100.000 dólares, mis gastos de investigación 42.000. Jamás volví a pedir un cargo público, estoy arruinado y me he convertido en un vagabundo, pero mi admiración por ese hombre, a quien considero el detective más grande que el mundo haya producido, se mantiene viva hasta hoy y seguirá así hasta el fin de mis días.