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Siguió un largo silencio; ambos estaban sumidos -¡en sus pensamientos. Finalmente la esposa levantóla vista y dijo:

-Sé en qué estás pensando, Edward.

Richards tenía un aire turbado de hombre atrapado.

-Me avergüenza confesarlo, Mary, pero ¿qué más da, Edward. Yo estaba pensando en lo mismo.

-Estoy seguro. Dime.

Estabas pensando en qué bueno sería si alguien pudiese adivinar cuál, fue la indicación que le hizo Goodson al desconocido.

-Pues es verdad. Me siento culpable y avergonzado.

-¿Y tú?

-Se me ha pasado ya. Preparémonos un jergón aquí; tenemos que montar la guardia hasta que se abra por la mañana el banco pira poder entregar el talego…

-¡Oh, querido, querido!

-Si no hubiésemos cometido ese error!

Prepararon el jergón y Mary dijo:

-¿Cuál podrá ser el «sésamo, ábrete..? Me pregunto cuál podrá ser la indicación… Pero, ahora, vamos acostarnos.

-¿Y a dormir?

-No. A pensar.

-Sí. A pensar.

A estas alturas los Cox habían terminado ya su discusión y se habían reconciliado y se estaban dedicando a… a pensar, a pensar y a agitarse y a desasosegarse y a cavilar inquietos sobre la indicación que podía haberle hecho Goodson al necesitado forastero, esa indicación de oro, la indicación que valía cuarenta mil dólares efectivos.

La razón de que la oficina telegráfica del pueblo permaneciese abierta más tarde que de costumbre era que el encargado de la imprenta en que se hacía el periódico de Cox era el representante local de la "Associated Press". Podría decirse que era su corresponsal honorario, ya que no lograba ni cuatro veces al año enviar treinta palabras aceptables. Pero esta vez las cosas fueron distintas. Su despacho comunicando el coso obtuvo una respuesta inmediata:

«MANDE TODO… CON TODO DETALLE… MIL DOSCIENTAS PALABRAS»

-¡Una orden colosal! El encargado le dio cumplimiento y fue el hombre mas orgulloso del Estado. A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, el nombre de Hadleyhurg, la incorruptible, estaba en labios de toda la gente de los Estados Unidos, desde Montreal hasta el Golfo de México, desde los ventisqueros de Alaska hasta los bosquecillos de naranjos de Florida: millones y millones de personas discutían el caso del forastero y su talego de oro y se preguntaban si aparecería el hombre buscado y confiaban en conocer pronto…, inmediatamente, nuevas noticias sobre el particular.

II

La ciudad de Hadleyburg se despertó célebre, asombrada, feliz, orgullosa. Indescriptiblemente orgullosa. Sus diecinueve ciudadanos más importantes, acompañados de sus esposas, empezaron a estrechar manos, sonrientes, radiantes, felicitándose mutuamente y diciendo que este asunto añadía una nueva palabra al diccionario Hadleyburg sinónimo de incorruptible que estaba destinada a vivir en los diccionarios eternamente. Y los ciudadanos más humildes, los más modestos y sus esposas caminaban por la ciudad y se comportaban de manera muy parecida. Todos corrían al banco a ver el talego de oro, y, antes del mediodía, desde Brixton y las ciudades vecinas, comenzó allegar una multitud triste y envidiosa. Y esa tarde y al día siguiente comenzaron a llegar de todas partes reporteros para comprobar la existencia del talego y su historia y reescribir el asunto.

E hicieron arbitrarias descripciones del talego y de la casa de Richards y del banco y de la iglesia presbiteriana y de la iglesia baptista y de la plaza pública y del ayuntamiento, donde se realizaría la prueba y se entregaría el dinero, e hicieron detestables retratos de los Richards y del banquero Pinkerton y de Cox y del administrador y del reverendo Burgess y del cartero…, y hasta de Jack Halliday, el vagabundo, el simpático holgazán, cazador y pescador furtivo, amigo de los niños y de los perros extraviados. El pequeño Pinkerton, zalamero y de estúpida sonrisa, mostraba el talego a los recién llegados y se frotaba complacido las suaves palmas de las manos y se explayaba sobre la hermosa y antigua reputación de honradez de la ciudad y sobre la maravillosa confirmación de la misma, y manifestaba su creencia de que el ejemplo se difundiría ahora por toda la geografía del mundo norteamericano y habría hecho época en la historia de la regeneración moral de la humanidad. Y así sucesivamente.

A1 cabo de una semana todo había vuelto a sus aguas. La salvaje embriaguez de orgullo y de alegría se había calmado y se había ido convirtiendo en una alegría tranquila, dulce, complaciente, silenciosa, una especie de honda, innominada e inenarrable satisfacción. En todos los rostros estaba impresa una apacible y santa felicidad.

Luego se produjo una transformación. Fue una transformación gradual, tan gradual que apenas se percibió al principio, casi nadie se dio cuenta, salvo Jack Halliday, que se daba cuento de todo y siempre se reía de todo, fuese lo que fuese. Jack empezó por hacer observaciones sarcásticas, diciendo que el aire de la gente no era tan feliz como un par de días antes; luego afirmó que el nuevo talante se iba convirtiendo en positiva tristeza; después que se volvía enfermizo y, finalmente, que todos estaban tan cavilosos, pensativos y distraídos, que habría podido robarles hasta el último centavo de los bolsillos sin turbar sus sueños.

Llegas a este punto poco más o menos los jefes de familia de las diecinueve casas más impar.

A la hora de ir a la cama generalmente con un suspiro dejaban escapar esta reflexión:

-¡Ah! -¿Cuál habrá sido la indicación que hizo Goodson?

E inmediatamente con un escalofrío llegaban estas palabras de la esposa del cabeza de familia:

-¡Oh, no digas eso!

-¿Qué cosas horribles estás rumiando? ¡Quítatelas de la cabeza, por amor de Dios!

Pero aquellos hombres volvían a formular la pregunta la noche siguiente… y obtenían la misma respuesta, aunque más débil.

Y, al llegar la tercera noche, de nuevo se repetía la pregunta, con angustia y aire distraído. Esta vez y la noche siguiente las mujeres hacían un nervioso y débil movimiento de protesta y trataban de decir algo. Pero no lo decían.

Y a la noche siguiente reencontraban su voz y respondían con anhelo:

-¡Ah, si pudiéramos adivinarla!

Los comentarios de Halliday se volvían cada día más despectivos y desagradables. Se paseaba sin cesar, riéndose de la ciudad ya como algo individual, ya en su conjunto. Pero aquella risa era la única que quedaba en Hadleyburg, y caía en medio de un espacio vacío y desierto. No se veían nada más que caras largas. Halliday llevaba por todas partes una cigarrera montada sobre un trípode, simulando que se trataba de una cámara fotográfica y detenía a los paseantes y les enfocaba y decía:

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