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Subí por la orilla con un ojo atento a padre y otro a lo que pudiese traer la crecida. Va y de pronto llega una canoa; y además estupenda, de unos trece o catorce pies de largo, navegando muy tiesa como un pato. Salté de cabeza al agua como una rana, vestido y todo, y nadé hacia la canoa. Me imaginaba que llevaría alguien dentro, porque es lo que a veces hacen algunos para engañar a la gente, y cuando alguien está a punto de sacar un bote a la orilla, se levantan y se echan a reír. Pero aquella vez no. Era una canoa que iba a la deriva de verdad y me metí en ella y la llevé a la orilla. Pensé que el viejo se alegraría cuando la viera: valdría diez dólares. Pero cuando llegué a la orilla todavía no se veía a padre, y como yo me estaba metiendo con ella en un arroyo medio escondido, todo cubierto de sauces y de lianas, se me ocurrió otra idea: pensé en dejarla bien escondida y después, en lugar de irme al bosque cuando me escapara, bajaría unas cincuenta millas por el río y me quedaría acampado en un sitio para siempre, sin los problemas que da andar a pie de un lado para otro.

Aquello estaba muy cerca de la choza y todo el tiempo me parecía que oía llegar al viejo, pero logré esconderla y después salí y miré por entre un grupo de sauces y vi al viejo sendero abajo, apuntando a un pájaro con la escopeta. Así es que no había visto nada.

Cuando llegó, yo estaba tirando con todas mis fuerzas de un sedal puesto a la rastra. Me insultó un poco por ser tan lento, pero le dije que me había caído al río y que por eso había tardado tanto. Sabía que se iba a dar cuenta de que estaba mojado y que entonces se pondría a hacer preguntas. Sacamos de la rastra cinco peces gato y nos fuimos a casa.

Cuando nos echamos la siesta después de desayunar, porque los dos estábamos agotados, me puse a pensar que si podía arreglármelas para que ni padre ni la viuda trataran de seguirme, estaría más a salvo que si confiara en la suerte para llegar muy lejos antes de que me echaran de menos; ya se entiende, podían pasar miles de cosas.

Bueno, durante un rato no se me ocurrió nada, pero después padre se levantó un momento a beberse otro barril de agua, y va y dice:

—Si vuelve otro hombre a espiarnos por aquí me despiertas, ¿te enteras? Ese hombre no ha venido para nada bueno. Yo le habría pegado un tiro. La próxima vez me despiertas, ¿te enteras?

Después se acostó y se volvió a dormir; lo que había dicho me dio la idea exacta que yo quería, así que me dije: «Puedo arreglarlo para que a nadie se le ocurra seguirme».

Hacia mediodía nos levantamos y subimos por la ribera. El río crecía a toda prisa y con el agua bajaban montones de cosas. Al cabo de un rato apareció un pedazo de una balsa: nueve troncos atados. Salimos con el bote y nos lo llevamos a tierra. Después comimos. Cualquiera que no fuese padre habría esperado a ver qué pasaba aquel día para llevarnos más cosas, pero ése no era su estilo. Con nueve troncos le bastaba para una vez; tenía que ir inmediatamente al pueblo a venderlos. Así que hacia las tres y media me encerró y se fue con el bote y empezó a remolcar la balsa. Calculé que aquella noche no volvería. Esperé hasta que me pareció que ya estaba lo bastante lejos y entonces saqué el serrucho y me volví a poner a trabajar en aquel tronco. Antes de que él terminara de cruzar el río yo ya había salido por el agujero; él y su balsa no eran más que una mancha en el agua, allá a lo lejos. Agarré el saco de harina de maíz, lo llevé adonde estaba escondida la canoa y aparté las hojas de parra y las ramas y lo metí; después hice lo mismo con el cuarto de tocino ahumado, y luego con la garrafa de whisky. Me llevé todo el café y el azúcar que había, y todas las municiones. Me llevé el papel de relleno, el cubo y la cantimplora; saqué un cazo, una taza de metal y mi viejo serrucho y dos mantas, la sartén y la cafetera. Agarré los sedales y las cerillas y otras cosas: todo lo que valía algo. Vacié la cabaña. Necesitaba un hacha pero no había más que la del montón de leña y sabía por qué iba a dejarla allí. Saqué la escopeta y terminé.

Había dejado toda la tierra apisonada con la salida del agujero y con el transporte de tantas cosas. Así que lo arreglé como pude, echando tierra por encima, con lo que se disimulaba la parte apisonada y el serrín que había caído. Después volví a dejar en su sitio el pedazo de tronco y le puse dos piedras por debajo y otra de lado para que no se cayera, porque de esa parte era irregular y no daba del todo en el suelo. Si se quedaba uno a cuatro o cinco pies de distancia, sin saber que estaba aserrado, no se veía, y además aquélla era la parte trasera de la cabaña y no era probable que nadie se pusiera a mirar por allí.

Hasta llegar a la canoa no había más que hierba, así que no había dejado huellas. Di una vuelta para estar seguro. Me quedé en la ribera y miré río arriba y abajo. No había peligro. Así que agarré la escopeta y me metí un poco en el bosque. Estaba buscando pájaros que cazar cuando vi un cerdo asilvestrado; los cerdos se asilvestraban en seguida por aquella parte cuando se escapaban de las granjas de la pradera. A éste le pegué un tiro y me lo llevé al campamento.

Agarré el hacha y salté la puerta. La destrocé todo lo que pude. Metí dentro al cerdo y lo arrastré casi hasta la mesa y le corté el cuello con el hacha y lo dejé en tierra para que sangrara; digo en tierra porque era tierra: apisonada y sin tablones en el suelo. Después saqué un saco viejo y lo llené de piedras grandes —todas las que podía arrastrar—, empecé donde estaba el cerdo y lo arrastré a la puerta y por el bosque hasta el río, donde lo tiré; se hundió y desapareció. Era fácil ver que se había arrastrado algo por el suelo. Pensé que ojalá hubiera estado Tom Sawyer allí; sabía que le interesaban estas cosas y que él pondría los detalles precisos. Nadie sabía adornar las cosas como Tom Sawyer en un asunto así.

Bueno, lo último que hice fue arrancarme algo de pelo, manchar el hacha de sangre y dejarla en la trasera, tirada en un rincón. Después agarré el cerdo y me lo tapé contra el pecho con la chaqueta (para que no goteara) hasta llegar bien lejos de la casa, y lo tiré al río. Después se me ocurrió otra cosa. Así que fui a sacar el saco de harina y el viejo serrucho de la canoa y los llevé a la casa. Dejé el saco donde solía estar y le hice un agujero en el fondo con el serrucho, porque allí no había cuchillos ni tenedores: padre lo cocinaba todo con la navaja. Después llevé el saco unas cien yardas por la hierba, entre los sauces, hacia el este de la casa, a un lago poco profundo que tenía cinco millas de ancho y estaba lleno de juncos y también de patos cuando era temporada. Había un riachuelo o un arroyo que salía de allí por el otro lado y que recorría millas y millas, no sé por dónde, pero no iba al río. La harina iba moviéndose y dejando una pequeña huella todo el camino del lago. Allí tiré también la piedra de afilar de padre, para que pareciese algo accidental. Después cerré el agujero del saco de harina con un cordel para que no cayera más y me lo volví a llevar con el serrucho a la canoa.

Ya hacía casi oscuro, así que dejé la canoa río abajo tapada por unos sauces que caían sobre la ribera y esperé a que saliera la luna. Amarré la canoa a un sauce; después comí algo y al cabo de un rato me eché en la canoa a fumar una pipa y a hacer un plan. Y voy y me digo: «Van a seguir la pista de ese saco de piedras hasta la orilla y después dragarán el río para buscarme. Van a seguir la huella de harina hasta el lago, buscar por el arroyo que sale de él para encontrar a los ladrones que me mataron y se llevaron las cosas. No van a buscar en el río nada más que mi cadáver. Después se cansarán en seguida y ya no se preocuparán más por mí. Muy bien, puedo quedarme donde me apetezca. Con la isla de Jackson me basta; la conozco muy bien y aquí nunca viene nadie. Y después puedo ir al pueblo por las noches, buscar por ahí y llevarme lo que necesite. La isla de Jackson está bien».

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