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El rey estuvo viendo a mucha gente aquella tarde, tranquilizando a todos, muy amistoso, y les dio a entender que en Inglaterra sus feligreses estarían preocupados por él, así que tenía que darse prisa y resolver inmediatamente lo de la herencia antes de marcharse. Lamentaba mucho tener tantas prisas, y lo mismo les pasaba a los demás; querían que se quedara más tiempo, pero decían que entendían que era imposible. Y dijo que naturalmente William y él se llevarían a las chicas a casa con ellos, lo cual también agradó mucho a todos, porque entonces las chicas estarían bien protegidas y entre sus propios parientes, y también agradó a las chicas; les gustó tanto que prácticamente se olvidaron de que tenían algún problema en el mundo y le dijeron que lo vendiera todo en cuanto quisiera, que ellas estaban dispuestas. Las pobrecillas estaban tan contentas y felices que me dolía el corazón de ver cómo las engañaban y las mentían tanto, pero no veía una forma segura de intervenir y hacer que cambiara el estado general de cosas.

Bueno, maldito si el rey no puso inmediatamente la casa y los negros y todas las tierras en subasta inmediatamente, dos días después del funeral; pero todo el mundo que quisiera podía comprar en privado antes si quería.

Así que el día después del funeral, hacia el mediodía, las muchachas se llevaron la primera sorpresa. Apareció un par de tratantes de esclavos y el rey les vendió los negros a precio razonable, por letras a tres días, según dijeron ellos, y se los llevaron: los dos hijos río arriba, a Menphis, y su madre río abajo, a Orleans. Creí que aquellas pobres muchachas y los negros se iban a quedar con el corazón roto de la pena; lloraban juntos y estaban tan tristes que casi me puse malo de verlo. Las chicas dijeron que jamás habían soñado con ver a aquella familia separada o vendida lejos del pueblo. Nunca me podré borrar de la memoria la visión de aquellas pobres chicas y los negros tan tristes, abrazados y llorando; creo que no lo habría podido soportar, sino que habría reventado y delatado a nuestra banda de no haber sabido que aquella venta no valía y que los negros estarían de vuelta a casa dentro de una o dos semanas.

Aquello también llamó mucho la atención en el pueblo y muchos vinieron corriendo a decir que era un escándalo separar así a la madre y los hijos. Les sentó mal a los farsantes, pero el viejo se empeñó en seguir adelante, pese a lo que dijera o hiciese el duque, y os aseguro que el duque se sentía muy incómodo.

Al día siguiente era el de la subasta. Ya bien entrada la mañana, el rey y el duque subieron a la buhardilla a despertarme y por su gesto vi que había problemas. El rey va y dice:

—¿Estuviste en mi habitación anteanoche?

—No, vuestra majestad —que era como siempre lo llamaba cuando no había delante más que gente de nuestra banda.

—¿Estuviste allí ayer o anoche?

—No, vuestra majestad.

—Tu palabra de honor; sin mentir.

—Mi palabra de honor, vuestra majestad. Le digo la verdad. No he estado cerca de su habitación desde que la señorita Mary Jane le llevó allí con el duque para enseñársela.

El duque va y dice:

—¿Has visto entrar en ella a otra persona?

—No, vuestra gracia, no que yo recuerde, creo.

—Piénsalo con calma.

Estuve pensándolo un momento y al ver mi oportunidad dije:

—Bueno, he visto entrar allí varias veces a los negros. Los dos dieron un saltito, como si jamás se lo hubieran esperado, y después como si pareciera que sí. Después el duque va y dice:

—¿Cómo, todos ellos?

—No, o sea, por lo menos no todos de una vez; creo que nunca los vi salir juntos, más que una vez.

—¡Vaya! ¿Cuándo fue eso?

El día del funeral, por la mañana. No fue temprano porque yo dormí hasta tarde. Estaba empezando a bajar las escaleras cuando los vi.

—Bueno, sigue, ¡sigue! ¿Qué hicieron? ¿Qué pasó después?

—No hicieron nada. Y tampoco pasó nada especial, que yo viera. Se marcharon de puntillas; así que vi muy bien que habían ido a hacer la habitación de vuestra majestad, o algo así, si es que ya se había levantado, y al ver que no se había levantado, esperaban desaparecer y no meterse en jaleos en lugar de despertarle, si es que ya no le habían despertado.

—¡Diablo, ésta sí que es buena! —dice el rey, y los dos se quedaron con un gesto desesperado y bastante tonto. Se quedaron allí pensando y rascándose las cabezas, y el duque soltó una especie de risita carraspeante y dijo:

—Es fabuloso cómo han jugado su baza esos negros. ¡Hicieron como que estaban tan tristes por marcharse de esta región! Y yo creí que lo estaban de verdad, igual que tú e igual que todo el mundo. Que nadie me vuelva a decir que los negros no tienen talento histriónico. Han hecho una interpretación que engañaría a cualquiera. Para mí que valen una fortuna. Si yo tuviera capital y un teatro no querría mejores actores… Y los hemos vendido por una ganga. Sí, y ni siquiera podemos tocar esa ganga todavía. Oye, ¿dónde está esa ganga… esa letra?

—En el banco esperando al cobro. ¿Dónde iba a estar?

—Bueno, entonces no importa, gracias a Dios.

Yo pregunté, como tímido:

—¿Ha pasado algo?

El rey se volvió hacia mí y exclamó:

—¡No es asunto tuyo! Tú cierra la boca y métete en tus cosas… Si es que las tienes. Y mientras estés en este pueblo, que no se te olvide, ¿entiendes? —y después dice al duque—: tenemos que aguantar y no decir nada; tenemos que mantenernos callados.

Cuando empezaron a bajar la escalera, el duque volvió a reírse y dijo:

—¡Ventas rápidas y pequeños beneficios! Es un buen negocio. Sí.

El rey le soltó un bufido y le dijo:

—Cuando los vendí tan rápido estaba tratando de hacer lo que más nos convenía. Si resulta que no hay beneficios, que no sacamos nada y no nos llevamos nada, ¿tengo más culpa yo que tú?

—Bueno, si se me hubiera escuchado, ellos seguirían en esta casa y nosotros no.

El rey le respondió lo mejor que pudo y después se dio la vuelta y volvió a meterse conmigo. Me pegó un rapapolvo por no decirle que había visto a los negros salir de su habitación de aquella manera, que hasta un idiota habría comprendido que pasaba algo. Y después volvió a cambiar y se maldijo sobre todo a sí mismo durante un rato, y dijo que todo había pasado por no haberse quedado en la cama hasta tarde y haber descansado todo lo que necesitaba aquella mañana, y que maldito si volvía a hacerlo en su vida. Así que se marcharon de charla y yo me sentí contentísimo de haberle echado toda la culpa a los negros sin por eso haberles hecho ningún daño.

Capítulo 28

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