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Me dije para mis adentros: «¡Y ésta es la muchacha a la que voy a dejar que ese viejo reptil le robe todo su dinero!» Entonces entró Susan en el asunto, y podéis creerme que le puso a labio leporino las peras al cuarto.

Y yo me dije: «¡Y ésta es otra a la que voy a dejar que le robe su dinero!»

Después Mary Jane pasó a otras cosas y se volvió a poner toda encantadora, que era su verdadero estilo. Pero cuando terminó, la pobre labio leporino estaba prácticamente deshecha. Así que se puso a gritar.

—Muy bien, pues entonces —dijeron las otras chicasno tienes más que pedirle perdón.

Y fue lo que hizo, y lo hizo muy bien, tan bien que daba gusto escucharla, y ojalá pudiera volverle a contar mil mentiras para que lo repitiese otra vez.

Y me dije: «Ésta es otra a la que le estoy dejando que le robe el dinero». Y cuando terminó se pusieron todas ellas a hacer que me sintiera en casa y que supiera que estaba entre amigos. Me sentí tan bajo y tan vil que me dije: «Está decidido; o les consigo ese dinero o reviento».

Así que me largué; a dormir, dije, sin especificar el momento. Cuando me quedé solo me puse a pensar las cosas. Me pregunté: «¿Voy a ver a ese médico, en secreto, y delato a estos sinvergüenzas? No, eso no saldría bien. Podría decir quién se lo había dicho y entonces el rey y el duque se encargarían de mí. ¿Iré a decírselo en secreto a Mary Jane? No… No me atrevo. Seguro que lo revelaría con algún gesto; ellos ya tienen el dinero y se largarían con él. Si fuera en busca de ayuda, seguro que me encontraría metido en el asunto. No, no hay más que una forma. Tengo que robar ese dinero como pueda y de forma que no sospechen de mí. Aquí han encontrado un buen filón y no van a irse hasta que le hayan sacado a esta familia y a este pueblo todo lo que puedan, así que tengo tiempo suficiente para buscar una solución. Voy a robarlo y a esconderlo y después, cuando esté río abajo, escribiré una carta y le diré a Mary Jane dónde está escondido. Pero más vale que lo saque esta noche si puedo, porque a lo mejor el médico no ha renunciado como ha dicho y todavía puede que les meta el miedo en el cuerpo y los eche».

«Así que —pensé— voy a buscar en sus habitaciones.» Aunque el pasillo de arriba estaba oscuro, encontré la habitación del duque y empecé a rebuscar con las manos, pero recordé que tal como era el rey, no dejaría que nadie más que él se hiciera cargo del dinero, así que fui a su habitación y empecé a rebuscar. Pero vi que no podía hacer nada sin una vela y, naturalmente, no me atreví a encender una. Así que pensé en hacer lo otro: quedarme a la espera y escuchar lo que decían. Casi en aquel momento oí que subían y decidí esconderme debajo de la cama; fui hacia ella, pero no estaba donde yo creía, toqué la cortina detrás de la que estaban los vestidos de Mary Jane, así que salté detrás, me arrebujé entre los vestidos y me quedé allí muy calladito.

Entraron, cerraron la puerta y lo primero que hizo el duque fue agacharse a mirar debajo de la cama. Entonces me alegré de no haberla encontrado cuando la buscaba. Y eso que, ya sabéis, parece que lo natural es esconderse debajo de la cama cuando uno quiere que no lo encuentren. Después se sentaron y el rey dice:

—Bueno, ¿qué pasa?, y no te alargues, porque más vale que nos levantemos bien tempranito por la mañana para que no tengan oportunidad de hablar de nosotros.

—Bueno, se trata de lo siguiente, Capeto. No es fácil; no me siento tranquilo. No logro olvidarme de ese médico. Quería saber qué planes tenías. Tengo una idea y me parece que está bien.

—¿Cuál es, duque?

—Que más nos vale largarnos de aquí antes de las tres de la mañana y bajar al río con lo que ya tenemos. Sobre todo, dado que lo hemos conseguido tan fácilmente que nos lo han dado, podría decirse que nos lo han metido a la fuerza, cuando nosotros pensábamos que tendríamos que volverlo a robar. Creo que más vale que nos marchemos cuanto antes.

Aquello me hizo sentir bastante mal. Una hora o dos antes habría sido algo distinto, pero ahora hacía que me sintiera mal y desencantado. El rey pega un grito y dice:

—¡Cómo! ¿Y no vender el resto de la herencia? ¿Marcharnos como un par de idiotas y dejar ocho o nueve mil dólares en tierras esperando a que alguien se las lleve?; ¡cuando todo se puede vender en un momento!

El duque se puso a gruñir, dijo que con la bolsa de oro ya bastaba y que no quería meterse en más jaleos; que no quería robar a unas huérfanas todo lo que tenían.

—¡Qué cosas dices! —replicó el rey—. No les vamos a robar más que este dinero. Perderán los que compren esas propiedades, porque en cuanto se averigüe que no eran nuestras, que será al poco de habernos ido, la venta no será válida y todo volverá al patrimonio. Estas huérfanas se quedarán otra vez con su casa, y a ellas les basta con eso; son jóvenes y fuertes, y se pueden ganar la vida fácilmente. No van a perder nada. Pero, hombre, piénsalo; hay miles y miles de personas que no tienen ni la mitad. Te aseguro que éstas no tienen ningún motivo de queja.

El rey le dio tantos argumentos que acabó por ceder y dijo que bueno, pero que creía que era una estupidez seguir allí, con aquel médico sospechando de ellos. Pero el rey dice:

—¡Al diablo con el médico! ¿Qué nos importa ése? ¿No tenemos de nuestra parte a todos los tontos del pueblo? ¿Y no es una mayoría suficiente en cualquier pueblo?

Así que se prepararon a volver a bajar. El duque dice:

—No creo que hayamos dejado el dinero en un buen sitio.

Aquello me animó. Había empezado a pensar que no me iban a dar ni una pista que me ayudara. El rey dice:

—¿Por qué?

—Porque a partir de ahora Mary Jane estará de luto y lo primero que va a hacer es decirle al negro que limpie las habitaciones, que meta esa ropa en una caja y se la lleve; y, ¿te crees tú que un negro va a encontrarse con el dinero y no tomar prestado algo?

—Vuelves a tener la cabeza bien puesta, duque —dice el rey.

Se puso a buscar debajo de la cortina a dos o tres pies de donde estaba yo. Me apreté contra la pared sin hacer ningún ruido, aunque temblaba, y me pregunté lo que me dirían aquellos tipos si me pescaban tratando de pensar lo que tendría que hacer entonces. Pero el rey encontró la bolsa antes de que se me ocurriera ni media idea, y nunca se sospechó que anduviera yo por allí. Agarraron la bolsa y la metieron por un desgarrón que había en el jergón de paja, debajo del colchón de plumas, y la dejaron metida como un pie o dos entre la paja y dijeron que ya estaba bien, porque los negros sólo hacen el colchón de plumas y no le dan la vuelta al jergón más que una o dos veces al año, así que ahora ya no había peligro de que se lo robaran.

Pero no contaban conmigo. Lo saqué antes de que hubieran llegado al final de la escalera. Fui a tientas hasta mi cubículo y lo escondí allí hasta que se me ocurriera algo mejor. Pensé que más valía esconderlo fuera de la casa en alguna parte, porque si lo echaban de menos iban a registrar la casa a fondo; de eso estaba convencido. Después me acosté con toda la ropa puesta, pero no podría quedarme dormido aunque lo quisiera, de ganas que tenía de terminar con todo aquel asunto. Al cabo de un rato oí que subían el rey y el duque, así que me bajé del petate y me quedé con la barbilla apoyada en el último peldaño de la escalera para ver si pasaba algo. Pero no pasó nada.

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