Bueno, el viejo siguió haciendo preguntas hasta que prácticamente se lo sacó todo al muchacho. Maldito si no preguntó por todos y por todo de aquel pobre pueblo, todo lo relativo a los Wilks y cuál era el negocio de Peter, que era curtidor; y el de George, que era carpintero; y el de Harvey, que era pastor de una iglesia disidente, etcétera, etcétera. Después dijo:
—¿Por qué quería ir usted a pie todo el camino hasta el barco de vapor?
—Porque es uno de los barcos grandes de Orleans y temía que no parase allí. Los grandes no paran cuando se los llama. Los de Cincinnati sí, pero éste es de Saint Louis.
—¿Era rico Peter Wilks?
—Ah, sí, bastante rico. Tenía casas y tierras, y se calcula que dejó tres o cuatro mil dólares en efectivo escondidos en alguna parte.
—¿Cuándo dijo usted que había muerto?
—No lo dije, pero fue anoche.
—Entonces el funeral será mañana.
—Sí, hacia mediodía.
—Bueno, es todo muy triste, pero todos tenemos que irnos en un momento u otro. Así que lo que hemos de hacer es estar preparados y entonces la paz será con nosotros.
—Sí, señor, es lo mejor. Mi madre siempre decía lo mismo.
Cuando llegamos al barco casi había terminado de cargar y en seguida zarpó. El rey no dijo nada de subir a bordo, así que después de todo me quedé sin paseo. Cuando hacía rato que se había ido el barco, el rey me hizo remar otra milla río arriba, a un sitio solitario, y después bajó ala ribera y dijo:
—Ahora vuelve corriendo y tráete al duque con las maletas de lona nuevas. Y si se ha ido al otro lado, vete allí a buscarlo. Dile que se prepare para venir pase lo que pase. Vamos, vete.
Comprendí lo que estaba preparando él, pero, naturalmente, no dije nada. Cuando volví con el duque escondimos la canoa y ellos se sentaron en un tronco y el rey se lo contó todo, igual que se lo había contado el joven: hasta la última palabra. Y todo el tiempo tratando de hablar como un inglés, y le salía bastante bien, para ser un vagabundo. No puedo imitarlo, así que no lo voy a intentar, pero de verdad que lo hacía muy bien. Después dijo:
—¿Qué tal te sale el sordomudo, Aguassucias?
El duque dijo que podía confiar en él. Dijo que había hecho el papel de sordomudo en el escenario. Así que se quedaron esperando a que llegase un barco de vapor.
Hacia la primera hora de la tarde aparecieron dos barcas, pero no venían de demasiado lejos río arriba; por fin apareció una grande y la llamaron. Envió la yola y embarcamos; era de Cincinnati, y cuando se enteraron de que sólo queríamos recorrer cuatro o cinco millas se pusieron furiosos y nos maldijeron y dijeron que no nos desembarcarían. Pero el rey dijo muy tranquilo:
—Si los caballeros se pueden permitir un dólar por milla cada uno para que los suban y los bajen en una yola, entonces un barco de vapor puede permitirse transportarlos, ¿no?
Así que se ablandaron y dijeron que bueno, y cuando llegamos al pueblo nos llevaron a la ribera en la yola. Cuando la vieron llegar, unas dos docenas de hombres bajaron a verla, y cuando el rey dijo:
—¿Puede alguno de ustedes, caballeros, decirme dónde vive el señor Peter Wilks? —se miraron entre sí, asintiendo con las cabezas, como diciendo: «¿qué te había dicho?» Entonces uno de ellos dice, con voz muy amable:
—Lo siento, caballero, pero lo máximo que podemos hacer es decirle dónde vivía hasta ayer noche.
En un abrir y cerrar de ojos el viejo caradura se puso a temblar, se dejó caer contra el hombre, apoyándole la barbilla en el hombro y llorándole en la espalda, y dijo:
—¡Ay, ay, nuestro pobre hermano… Se ha ido y nunca logramos verlo! ¡Ay, esto es demasiado, demasiado!
Y se da la vuelta lloriqueando y hace una serie de señales idiotas al duque con las manos, y que me cuelguen si el duque no dejó caer una de las maletas y se echó a llorar. De verdad que eran la pareja de estafadores más siniestra que he visto en mi vida.
Bueno, los hombres formaron un grupo y les dieron el pésame, les dijeron todo género de cosas y les subieron las maletas por la cuesta y les dejaron que se apoyaran en ellos y llorasen, y cuando le contaron al rey todos los detalles de los últimos momentos de su hermano, él se lo volvió a contar todo con las manos al duque y los dos lloraban por aquel curtidor muerto como si hubieran perdido a los doce discípulos. Bueno, es que si me vuelvo a encontrar algo así, es que yo soy un negro. Aquello bastaba para sentir vergüenza del género humano.
Capítulo 25
La noticia circuló por todo el pueblo en dos minutos y se veía a gente que llegaba corriendo de todas partes, algunos poniéndose la chaqueta. En seguida nos encontramos en medio de una multitud y el ruido de las pisadas era como el de la marcha de un regimiento. Las ventanas y las puertas estaban llenas, y a cada minuto alguien preguntaba, por encima de una valla:
—¿Son ellos?
Y alguien que llegaba trotando con el grupo respondía:
—Apuesto a que sí.
Cuando llegamos a la casa, la calle estaba llena de gente y en la puerta estaban las tres muchachas. Mary Jane era pelirroja, pero eso no importa: era la más guapa, y tenía la cara y los ojos encendidos por la alegría de ver llegar a sus tíos. El rey abrió los brazos y Mary Jane saltó a ellos, y la del labio leporino se lanzó a los del duque, ¡y allí se armó! Casi todo el mundo, por lo menos las mujeres, se echó a llorar de alegría al verlos reunidos otra vez por fin, y tan a gusto todos.
Después el rey le hizo una seña en privado al duque (yo lo vi) y miró a su alrededor para ver el ataúd, colocado en un rincón sobre dos sillas; entonces él y el duque, cada uno apoyado con una mano en el hombro del otro y la otra en los ojos, se acercaron lentos y solemnes y todo el mundo retrocedió para hacerles sitio y dejó de hablar y de hacer ruido mientras se oía «¡chisss!» y todos los hombres se quitaban los sombreros y bajaban las cabezas, de modo que se habría oído caer un alfiler. Y cuando llegaron se inclinaron y miraron el ataúd, y a la primera mirada se echaron a llorar que se los podía haber oído hasta en Orleans, o casi, y después se echaron el brazo al cuello el uno del otro, apoyando las barbillas en el hombro del otro, y durante tres minutos, o quizá cuatro, en mi vida he visto a dos hombres gimplar como aquéllos. Y, cuidado, que todo el mundo hacía lo mismo, y aquello empezó a rezumar humedad como nunca he visto nada igual. Después uno de ellos se puso a un lado del ataúd y el otro al otro, y se arrodillaron y apoyaron las frentes en el ataúd y empezaron a hacer como que rezaban en silencio. Bueno, cuando pasó aquello, la gente se emocionó como no he visto en mi vida, todo el mundo rompió a llorar y siguió llorando en voz alta; también las pobres muchachas, y casi todas las mujeres fueron hacia ellas, sin decir una palabra, y las besaron, muy solemnes, en la frente, y después les llevaron las manos a las cabezas mirando hacia el cielo, todas llenas de lágrimas, y salieron gimiendo y tambaleándose para dejar el turno a otras. Nunca he visto nada igual de asqueroso.