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Aquellos sinvergüenzas habían sacado cuatrocientos sesenta y cinco dólares en tres noches. Yo nunca había visto entrar el dinero así, a carretadas.

Después, cuando ya se habían dormido y roncaban, Jim va y dice:

—¿No te extraña cómo se porta ese rey, Huck?

—No —respondí—, nada.

—¿Por qué no, Huck?

—Bueno, pues no, porque lo llevan en la sangre. Calculo que son todos iguales.

—Pero, Huck, estos reyes nuestros son unos sinvergüenzas; eso es lo que son, unos sinvergüenzas.

—Bueno, eso es lo que decía; todos los reyes son prácticamente unos sinvergüenzas, que yo sepa.

—¿Es verdad?

—No tienes más que leer lo que han hecho para enterarte. Fíjate en Enrique VIII; este nuestro es un superintendente de escuela dominical a su lado. Y fíjate en Carlos II y Luis XIV, y Luis XV y Jacobo II y Eduardo II y Ricardo III y cuarenta más; además de todas aquellas heptarquías sajonas que andaban por ahí en la antigüedad armando jaleos. Pero tendrías que haber visto al tal Enrique VIII cuando estaba en forma. Era una joya. Se casaba con una mujer nueva cada día y le cortaba la cabeza a la mañana siguiente. Y le importaba tanto como si estuviera pidiendo un par de huevos. «Que traigan a Nell Gwynn», decía. Se la traían. A la mañana siguiente: «¡Que le corten la cabeza!» Y se la cortaban. «Que traigan a Jane Shore», decía, y ahí llegaba. A la mañana siguiente: «Que le corten la cabeza». Y se la cortaban. «Que traigan a la bella Rosamun», y la bella Rosamun respondía ala campana. A la mañana siguiente: «Que le corten la cabeza». Y hacía que cada una de ellas le contase un cuento cada noche y así hasta que reunió mil y un cuentos, y entonces los metió todos en un libro y lo llamó el Libro del juicio, que es un buen título, y que lo aclara todo. Tú no conoces a los reyes, Jim, pero yo sí; este pícaro nuestro es uno de los más decentes que me he encontrado en la historia. Bueno, al tal Enrique le da la idea de que quiere meterse en líos con este país. Y, ¿qué hace… avisa de algo? ¿Se lo dice al país? No. De golpe va y tira por la borda todo el té que hay en el puerto de Boston y se inventa una declaración de independencia y les dice que a ver si se atreven. Así era como hacía él las cosas. Nunca le daba una oportunidad a nadie. Sospechaba algo de su padre, que era el duque de Wellington. Y, ¿qué hace? ¿Le dice que se presente? No: lo ahoga en una barrica de malvasía, como si fuera un gato. Imagínate que alguien dejase dinero olvidado donde estaba él; ¿qué hacía? Se lo guardaba. Imagínate que tenía un contrato para hacer algo y le pagabas y no te quedabas ahí sentado a ver cómo lo hacía; ¿qué hacía él? Siempre lo contrario. Imagínate que abría la boca; ¿qué pasaba? Si no la cerraba inmediatamente, soltaba una mentira por minuto. Así era de bicho el tal Enrique, y si hubiera estado él con nosotros en lugar de nuestros reyes, habría estafado a ese pueblo mucho más que los nuestros. No digo que los nuestros sean unos corderitos, porque no lo son y sería mentir, pero no son nada en comparación con aquel viejo cabrón. Lo único que te digo es que los reyes son los reyes y hay que dejarles un margen. Así, en bloque, son bastante gentuza. Es por cómo los crían.

—Pero éste apesta como un maldito, Huck.

—Pues igual que todos, Jim. Nosotros no podemos evitar que los reyes huelan así; la historia no nos dice cómo evitarlo.

—Pero el duque resulta como más simpático en algunas cosas.

—Sí, los duques son diferentes. Pero no mucho. Éste es una cosa media para duque. Cuando está borracho, un miope no podría distinguirlo de un rey.

—Bueno, en todo caso, no me apetece conocer a más tipos de éstos, Huck. Con éstos me basta y me sobra.

—Igual me pasa a mí, Jim. Pero nos han caído encima y tenemos que recordar lo que son y tener en cuenta las cosas. Ya me gustaría enterarme de que en algún país ya no quedan reyes.

¿Para qué contarle a Jim que no eran reyes ni duques de verdad? No habría valido de nada; además, era lo que yo había dicho: no se los podía distinguir de los de verdad.

Me quedé dormido y Jim no me llamó cuando me tocaba el turno. Lo hacía muchas veces. Cuando me desperté, justo al amanecer, estaba sentado con la cabeza entre las rodillas, gimiendo y lamentándose. No le hice caso ni me di por enterado. Sabía lo que pasaba. Estaba pensando en su mujer y sus hijos, allá lejos, y se sentía desanimado y nostálgico, porque nunca había estado fuera de casa en toda su vida, y creo, de verdad, que quería tanto a su gente como los blancos a la suya. No parece natural, pero creo que es así. Muchas veces gemía y se lamentaba así por las noches, cuando creía que yo estaba dormido, y decía: «¡Probecita Lizabeth! ¡Probecito John! Es muy difícil; ¡creo que nunca os voy a ver más, nunca más!» Era un negro muy bueno, el Jim.

Pero aquella vez no sé cómo me puse a hablar con él de su mujer y sus hijos y después de un rato va y dice:

—Me siento tan mal porque he oído allá en la orilla algo así como un golpe, o un portazo, hace un rato, y me recuerda la vez que traté tan mal a mi pequeña Lizabeth. No tenía más que cuatro años y le dio la ascarlatina y las pasó muy mal; pero se puso güena y un día voy y digo, dije:

»—Cierra esa puelta.

»Y no la cerró; se quedó allí, como sonriéndome. Me cabreé y le vuelvo a decir muy alto, voy y digo, dije:

»—¿No me oyes? ¡Cierra esa puelta!

»Y ella seguía allí, como sonriéndome. ¡Y yo con un cabreo! Yvoyydigo, dije:

»—¡Te vas a enterar!

»Y voy y le pego una bofetá que la tiro de espaldas. Entonces fui a la otra habitación y tardé en volver unos diez minutos, y cuando volví allí estaba la puelta todavía abierta, y la niña allí mismo, mirando al suelo y quejándose y llorando. ¡Dios, qué cabreo! Iba a darle otra vez, pero justo entonces, porque era una puelta que se abría hacia adentro, justo entonces va el viento y la cierra de un portazo detrás de la niña, ¡baaam! ¡Y te juro que la niña ni se movió! Casi me quedo sin aliento; y me sentí tan… no sé cómo me sentí. Salí de allí todo temblando y voy y abro la puelta mu despacio y meto la cabeza justo detrás de la niña, sin hacer ni un ruido, y de repente digo: «¡Baaam! lo más alto que puedo. ¡Y ni se movió! Ay, Huck. Me eché a llorar y la agarré en brazos diciendo: «¡Ay, probecita! ¡Que el Señor y todos los santos perdonen al pobre Jim, porque él nunca se va a perdonar mientras viva!» Ay, se había quedado sordomuda, Huck, sordomuda del todo, ¡y yo tratándola así!

Capítulo 24

Al día siguiente, hacia la noche, amarramos a un islote de sauces en el medio, donde había un pueblo a cada lado del río, y el duque y el rey empezaron a hacer planes para trabajar en aquellos pueblos. Jim habló con el duque y dijo que esperaba que no les llevara más que unas horas, porque le resultaba muy pesado tener que quedarse todo el día en el wigwam, atado con las cuerdas. Entendéis, cuando lo dejábamos teníamos que atarlo, porque si alguien se lo encontraba solo y sin atar parecería que era un negro fugitivo, ya sabéis. Así que el duque dijo que efectivamente resultaba muy duro pasarse atado todo el día y que iba a pensar alguna forma de solucionarlo.

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