— ¡Ay!
—No, no eres el único que tiene un secreto de nacimiento —y juro que se echó a llorar.
—¡Espera! ¿A qué te refieres?
—Aguassucias, ¿puedo fiarme de ti? —pregunta el viejo todavía medio llorando.
—¡Hasta la más cruel de las muertes! —tomó al viejo de la mano, se la apretó y dijo—: Ese secreto tuyo: ¡habla!
—Aguassucias, ¡soy el delfín desaparecido!
Podéis apostar a que Jim y yo nos quedamos aquella vez con los ojos bien abiertos. Después el duque dice:
—¿Eres, qué?
—Sí, amigo mío, es cierto: estás mirando en este momento al pobre delfín desaparecido, Luis el 17, hijo de Luis el 16, y la María Antoñeta.
—¡Tú! ¡A tu edad! ¡No! Quieres decir que eres el difunto Carlomagno; por lo menos debes tener seiscientos o setecientos años.
—Han sido tantos los problemas, Aguassucias, tantos los problemas que han hecho encanecer el pelo y traído esta calvorota prematura. Sí, caballeros, ante vosotros veis, vestido de vaqueros y en la miseria, al vagabundo, el exiliado, el perseguido y el sufriente rey legítimo de la Francia.
Bueno, se echó a llorar y se puso de tal modo que ni Jim ni yo sabíamos qué hacer, de pena que nos daba, y al mismo tiempo de lo contentos y orgullosos que estábamos de que fuera en la balsa con nosotros. Así que pusimos manos a la obra, igual que habíamos hecho antes con el duque, y tratamos de consolarlo también a él. Pero dijo que no valía la pena, que lo único que lo podía consolar era morir de una vez y acabar con todo; aunque dijo que a veces se sentía más a gusto y mejor si la gente lo trataba conforme a sus derechos y bajaba una rodilla para hablar con él, le llamaba siempre «vuestra majestad» y le servía el primero en las comidas y no se sentaba en su presencia hasta que él lo decía. Así que Jim y yo nos pusimos a «majestearlo», a hacer por él todo lo que nos pedía y a estar de pie hasta que nos decía que nos podíamos sentar. Aquello le sentó la mar de bien y se puso muy animado y contento. Pero el duque como que se enfadó con él y no pareció nada satisfecho con la forma en que iban las cosas; pero el rey estaba muy amistoso con él y dijo que el bisabuelo del duque y todos los demás duques de Aguassucias contaban con la mejor opinión de su padre y podían ir muchas veces al palacio, pero el duque siguió enfadado un buen rato, hasta que por fin el rey va y dice:
—Lo más probable es que vayamos a pasar mucho tiempo en esta balsa, Aguassucias, así que, ¿de qué vale enfadarse? Sólo sirve para fastidiarnos. No es culpa mía no haber nacido duque y no es culpa tuya no haber nacido rey, así que, ¿para qué preocuparnos? Lo que yo digo es que hay que aprovechar las cosas tal como son: ése es mi lema. Y no es mala suerte haber caído aquí: bien de comer y una vida fácil; vamos, dame la mano, duque, y seamos amigos.
El duque se la dio, y Jim y yo nos alegramos mucho de ver aquello. Así que dejamos de sentirnos molestos y nos alegramos mucho porque habría sido una pena no llevarse bien en la balsa; porque lo primero que hace falta en una balsa es que todo el mundo esté contento, que se sienta bien y se lleve bien con los demás.
No me hizo falta mucho tiempo para comprender que aquellos mentirosos no eran reyes ni duques en absoluto, sino estafadores y farsantes de lo más bajo. Pero nunca dije nada ni lo revelé; me lo guardé para mis adentros; es lo mejor; así no hay peleas y no se mete uno en líos. Si querían que los llamáramos reyes y duques, yo no tenía nada que objetar, siempre que hubiera paz en la familia, y no valía de nada decírselo a Jim, así que no lo hice. Si algo aprendí de padre es que la mejor forma de llevarse bien con gente así es dejarla que vaya a su aire.
Capítulo 20
Nos hicieron un montón de preguntas; querían saber por qué escondíamos así la balsa y descansábamos de día en lugar de seguir adelante: ¿Es que Jim era un esclavo fugitivo? Contesté yo:
—¡Por Dios santo! ¿Iba un negro fugitivo a huir hacia el Sur?
No, reconocieron que no. Tenía que explicar las cosas de alguna forma, así que dije:
—Mi familia vivía en el condado de Pike, en Missouri, donde yo nací, y se murieron todos menos yo y padre y mi hermano Ike. Padre dijo que prefería marcharse e irse a vivir con el tío Ben, que tiene una casita junto al río, cuarenta y cuatro millas más abajo de Orleans. Padre era muy pobre y teníamos algunas deudas, así que cuando lo arregló todo no quedaban más que dieciséis dólares y nuestro negro, Jim. Con aquello no bastaba para viajar mil cuatrocientas millas, ni en cubierta ni de ninguna otra forma. Bueno, cuando creció el río, padre tubo un golpe de suerte un día; se encontró con esta balsa, así que pensamos en ir a Orleans en ella. La suerte de padre no duró mucho; un barco de vapor se llevó la esquina de proa de la balsa una noche y todos caímos al agua y buceamos bajo la rueda; Jim y yo salimos bien, pero padre estaba borracho e Ike sólo tenía cuatro años, así que nunca volvieron a salir. Durante unos días tuvimos muchos problemas, porque no hacía más que llegar la gente en botes y trataba de llevarse a Jim, diciendo que creían que era un negro fugitivo. Por eso ya no navegamos de día; por las noches no nos molestan.
El duque va y dice:
—Dejadme que piense una forma de que podamos navegar de día si lo deseamos. Voy a pensar en ello e inventar un plan para organizarnos. Hoy seguiremos así porque naturalmente no queremos pasar por ese pueblo de ahí a la luz del día, quiza no fuera saludable.
Hacia la noche empezó a nublarse y pareció que iba a llover; los relámpagos recorrían el cielo muy bajos y las hojas estaban empezando a temblar: iba a ser bastante fuerte, resultaba fácil verlo. Así que el duque y el rey se pusieron a preparar nuestro wigwam para ver cómo eran las camas. La mía era de paja, mejor que la de Jim, que tenía el colchón de hojas de maíz; en esos colchones de maíz siempre quedan granos que se le meten a uno en la piel y hacen daño, y cuando se da uno la vuelta, las hojas de maíz secas suenan como si estuviera uno aplastando un lecho de hojas muertas y hacen tanto ruido que te despiertan. Bueno, el duque prefería quedarse con mi cama, pero el rey dijo que no. Señaló:
—Diría yo que la diferencia de graduación te sugeriría que un colchón de maíz no es lo más adecuado para mí. Vuestra gracia se quedará con la cama de maíz.
Jim y yo volvimos a preocuparnos un momento, pues temíamos que fuera a haber más problemas entre ellos, así que nos alegramos mucho cuando el duque va y dice:
—Es mi eterno destino: verme aplastado siempre en el lado bajo el férreo talón de la presión. El infortunio ha quebrado mi talante, antaño altivo; cedo, me someto; es mi destino. Estoy solo en el mundo: tócame sufrir y soportarlo puedo.
Nos fuimos en cuanto estuvo lo bastante oscuro. El rey nos dijo que fuéramos hacia el centro del río y que no mostrásemos ni una luz hasta haber pasado bastante lejos del pueblo. En seguida llegamos a la vista del grupito de luces que era el pueblo y nos deslizamos como a media milla de distancia, todo perfectamente, todo perfectamente. Cuando estábamos tres cuartos de milla más abajo usamos nuestro farol de señales, y hacia las diez empezó a llover, a soplar y a tronar, y a relampaguear como un diablo; así que el rey nos dijo que nosotros dos quedáramos de guardia hasta que mejorase el tiempo; después él y el duque se metieron a cuatro patas en el wigwampara pasar la noche. A mí me tocaba la guardia hasta las doce, pero no me habría acostado aunque tuviera una cama, porque no todos los días se ve una tormenta así, ni mucho menos. ¡Cielo santo, cómo aullaba el viento! Y cada uno o dos segundos se veía un resplandor que iluminaba las olas en media milla a la redonda y las islas parecían polvorientas en medio de la lluvia y los árboles se agitaban el viento; después sonaba un ¡brrruuum!… ¡booom! ¡booom! ¡boom, boom, boom, boom, boom, boom! y los truenos se iban alejando gruñendo y zumbando hasta desaparecer, y después, ¡zas!, se veía otro relámpago y sonaba otra descarga. A veces las olas casi me tiraban de la balsa, pero como yo no llevaba nada puesto, no me importaba. No teníamos ningún problema con los troncos que bajaban; los relámpagos lo iluminaban todo, de forma que veíamos llegar los maderos con tiempo más que suficiente para aproar acá o allá y evitarlos.