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Pan de borona frío, carne salada fría, mantequilla y leche con abundante nata: eso es lo que me tenían preparado abajo, y en mi vida he comido nada mejor. Buck y su madre y todos los demás fumaban pipas de maíz, salvo la negra, que se había ido, y las dos mujeres jóvenes. Todos fumaban y hablaban, y yo comía y hablaba. Las dos mujeres jóvenes estaban envueltas en colchas y llevaban la melena suelta. Todos me hacían preguntas, y les dije que padre y yo y toda la familia vivíamos en una granja pequeña allá al otro lado de Arkansas y que mi hermana Mary Ann se había escapado para casarse y no habíamos vuelto a saber de ella, y que Bill fue a buscarlos y tampoco habíamos vuelto a saber de él, y que Tom y Mort habían muerto y ya no quedaba nadie más que yo y padre, y que él se había ido consumiendo con tantos problemas, así que cuando se murió me llevé lo que quedaba, porque la granja no era nuestra, y empecé a remontar el río con pasaje de cubierta y me había caído por la borda y que por eso estaba allí. Entonces me dijeron que ahí tenía mi casa mientras yo quisiera. Después se hizo casi de día y todo el mundo se fue a acostar y yo me fui con Buck, y cuando me desperté por la mañana, maldita sea, se me había olvidado cómo me llamaba. Así que me quedé allí tumbado una hora tratando de pensarlo, y cuando Buck se despertó le pregunté:

—¿Estás bien de ortografía, Buck?

—Sí —respondió.

—Seguro que no sabes escribir cómo me llamo —le dije.

—Te apuesto lo que quieras a que sí —contestó.

—Vale —dije—; vamos a verlo.

—G—e—o—r—g—e J—a—x—o—n, para que te enteres —dijo.

—Vale —respondí—, sí que has sabido, pero no me lo creía. No te creas que es un nombre fácil de escribir así, sin estudiárselo.

Me lo apunté a escondidas, porque a lo mejor alguien quería que fuera yo quien lo escribiera, así que quería hacerlo de golpe, y soltarlo como si ya estuviera muy acostumbrado.

Era una familia muy simpática y la casa también era estupenda. Nunca había visto yo una casa tan buena y con tanto estilo. No tenía un pasador de hierro en la puerta principal, ni de madera con una cuerda de piel, sino un pomo de latón para darle la vuelta, igual que las casas de la ciudad. En el salón no había camas ni señales de ellas, aunque hay montones de salones en las ciudades donde se ven camas. Había una chimenea muy grande, revestida de ladrillos por abajo, que mantenían limpios a base de agua y de frotarlos con otro ladrillo; a veces los lavaban con una pintura de agua roja que llaman tierra de España, igual que en la ciudad. Tenían unos hierros de chimenea de bronce con los que se podía coger todo un tronco. En medio de la repisa había un reloj con la pintura de un pueblo en la parte de abajo de la tapa de cristal, y una apertura redonda en el medio para la esfera, y por detrás se veía el péndulo que oscilaba. Daba gusto oír el tictac de aquel reloj, y a veces cuando pasaba por allí un quincallero que lo limpiaba y lo ponía a punto comenzaba a sonar y daba ciento cincuenta campanadas antes de cansarse. No lo hubieran vendido por nada del mundo.

Y a cada lado del reloj había un loro muy raro hecho como de tiza y pintado de muchos colores. Al lado de uno de los loros había un gato de porcelana y al lado del otro un perro también de porcelana, y cuando se los apretaba chirriaban, pero no abrían la boca ni parecían distintos ni interesados. Detrás de ellos había dos abanicos de alas de pavo silvestre. En la mesa, en medio de la habitación, había una especie de cesto precioso de porcelana que tenía manzanas, naranjas, melocotones y uvas, todo amontonado, y mucho más rojo y amarillo y más bonito que la fruta real, pero no era de verdad porque se veía dónde habían saltado pedazos y por debajo la tiza blanca o lo que fuera.

Aquella mesa tenía un mantel de un hule precioso, con un águila roja y azul y una cenefa pintada todo alrededor. Decían que había llegado de Filadelfia. También había algunos libros, en montones muy ordenados a cada esquina de la mesa. Uno de ellos era una gran Biblia familiar llena de ilustraciones. Otro era el Progreso del peregrino, de un hombre que dejaba a su familia, pero no decía por qué. De vez en cuando me leía un montón de páginas. Lo que decía era interesante, pero difícil. Otro era la Ofrenda de la amistad, lleno de cosas muy bonitas y poesías, pero la poesía no me la leí. Otro eran los Discursos de Henry Clay y otro la Medicina en familiadel doctor Gunn, donde decía todo lo que había que hacer si alguien se ponía malo o se moría. Había un libro de himnos y un montón de libros más. Y había unas sillas de rejilla muy bonitas, y además muy resistentes, no hundidas por el medio y rotas, como una cesta vieja.

En las paredes tenían colgados cuadros sobre todo de Washington y Lafayette y batallas y María reina de Escocia y otro que se llamaba La firma de la Declaración. Había algunos que llamaban pasteles, que había hecho una de las hijas, muerta cuando sólo tenía quince años. Eran diferentes de todos los cuadros que había visto yo antes: casi todos más oscuros de lo que se suele ver. Uno era de una mujer con un vestido negro ajustado, con un cinturón debajo de los sobacos y con bultos como una col en medio de las mangas y un gran sombrero negro en forma como de cofia, con un velo negro y los tobillos blancos y delgados vendados con una cinta negra y unas zapatillas negras muy pequeñas, como espátulas, y estaba inclinada pensativa sobre una losa de cementerio apoyándose en el codo derecho, bajo un sauce llorón, con la otra mano caída a un lado y en ella un pañuelo blanco y un ridículo, y debajo del cuadro un letrero que decía «Nunca volveré a verte, ay». Otro era de una señorita joven con el pelo todo peinado en tupé y hecho un moño y atado por detrás a un peine grande como una espalda de silla que lloraba en un pañuelo y en la otra mano tenía un pájaro muerto de espaldas y patas arriba, y debajo del cuadro decía «Nunca volveré a oír tu dulce trino, ay». Había otro en que una señorita miraba a la luna por una ventana y se le caían las lágrimas por las mejillas, y en una mano tenía una carta abierta en cuyo borde se veía un sello de lacre negro, y se llevaba a la boca un guardapelos con una cadena y debajo del cuadro decía «Y te has ido, sí, te has ido, ay». Calculo que aquellos cuadros eran de mucho mérito, pero no sé por qué no me gustaban, porque cuando yo estaba algo desanimado siempre me daban canguelo. Todo el mundo estaba muy triste porque se había muerto, porque le quedaban muchos cuadros más por pintar, y por los que ya había pintado se veía lo que habían perdido. Pero yo calculaba que con aquel estado de ánimo lo estaría pasando mucho mejor en el cementerio. Estaba pintando el que decían que iba a ser su mejor cuadro cuando se puso mala, y todos los días y todas las noches rezaba para seguir viva hasta haberlo terminado, pero no tuvo la oportunidad. Era un cuadro de una muchacha con un vestido blanco largo, subida a la barandilla de un puente y lista para saltar, con la melena suelta a la espalda mirando la luna, con la cara bañada en lágrimas, que tenía dos brazos cruzados sobre el pecho, dos brazos alargados por delante y dos brazos que se dirigían a la luna, y de lo que se trataba era de ver qué par de brazos quedaría mejor y después borrar todos los demás, pero como estaba diciendo, se murió antes de decidirse y ahora tenían aquel cuadro encima de la cabecera de la cama en su habitación y cada vez que llegaba su cumpleaños le ponían flores todo alrededor. El resto del tiempo estaba tapado con una cortinilla. La muchacha del cuadro tenía una especie de cara simpática y agradable, pero a mí me parecía que tantos brazos le daban un aire un poco de araña.

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