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Al cabo de un rato llegaron, y el barco se acercó tanto que podían haber echado una plancha para bajar a tierra. En el barco estaban casi todos: padre y el juez Thatcher y Becky Thatcher, y Joe Harper, y Tom Sawyer y su vieja tía Polly y Sid y Mary y muchos más. Todo el mundo hablaba del asesinato, pero el capitán va y les interrumpe y dice:

—Atentos ahora; aquí es donde más se acerca la corriente y a lo mejor ha llegado flotando a la orilla y está enredado entre la maleza al borde del agua. Por lo menos, eso es lo que yo espero.

Yo no lo esperaba. Se amontonaron todos para mirar por encima de la barandilla, y casi me daban en la cara, y no hacían más que mirar, mirar con todas sus fuerzas. Yo los veía de primera, pero ellos a mí, no. Entonces el capitán gritó: «¡Apártense!», y el cañón soltó tal zambombazo justo a mi lado que me dejó sordo del ruido y casi ciego del humo, y creí que me iba a morir. Si hubieran puesto algo de carga, calculo que habrían conseguido el cadáver que buscaban. Bueno, vi que no estaba herido, gracias a Dios. El barco siguió flotando y desapareció por la punta de la isla. De vez en cuando oía los cañonazos, cada vez más lejos, y al cabo de un rato, una hora o así, ya no los oía. La isla tenía tres millas de largo. Pensé que habían llegado al final y renunciaban; pero todavía no. Dieron la vuelta a la isla y subieron a vapor río arriba por el lado de Missouri, soltando cañonazos de vez en cuando según avanzaban. Pasé a aquel lado y los miré. Cuando llegaron a la otra punta de la isla dejaron de disparar y fueron hacia la ribera de Missouri y volvieron al pueblo.

Ahora comprendí que ya estaba a salvo. Nadie iba a venir a buscarme. Saqué las trampas de la canoa y me preparé un buen campamento en medio del bosque. Hice una especie de tienda con las mantas para poner mis cosas debajo de ella y que no las mojara la lluvia. Pesqué un pez gato, lo abrí con el serrucho y hacia el anochecer encendí mi hoguera y cené. Después eché un sedal para pescar algo que desayunar.

Cuando oscureció del todo me quedé sentado, fumando junto a la hoguera, y me sentí muy satisfecho; pero después de un rato empecé a sentirme solo, así que fui a sentarme a la ribera a oír el chapotear del agua y conté las estrellas y los troncos que bajaban a la deriva y las balsas y después me acosté; no hay mejor forma de pasar el tiempo cuando se siente uno solo; no se puede continuar así y al cabo de un rato se pasa.

Y así pasaron tres días con sus noches. Ningún cambio: siempre lo mismo. Pero al día siguiente fui a explorar toda la isla. Yo era el amo; todo era mío, como quien dice, y quería conocerla entera, pero sobre todo quería pasar el rato. Encontré montones de fresas, maduras y estupendas, y uvas verdes de verano y moras verdes, y ya estaban a salir las moras negras. Pensé que todo me vendría muy bien con el tiempo.

Bueno, fui entreteniéndome por dentro del bosque hasta que me pareció que no estaba lejos de la punta de la isla. Había llevado mi escopeta, pero no había disparado contra nada; era para protegerme; pensé que ya encontraría algo que cazar cerca de casa. Entonces casi pisé una serpiente de buen tamaño, que se fue reptando entre la hierba y las flores, y yo detrás de ella, tratando de pegarle un tiro. Iba a buena marcha cuando de repente me encontré con las cenizas de una hoguera que todavía echaba humo.

Me dio un salto el corazón entre los pulmones. No esperé a seguir mirando más allá, sino que armé la escopeta y fui en silencio de puntillas a toda la velocidad que pude. De vez en cuando me paraba un momento entre las hojas y escuchaba, pero respiraba tan fuerte que no podía oír nada más. Seguí avanzando algo y volví a escuchar, y así una vez después de otra. Si veía un tocón creía que era un hombre; si pisaba una ramita y la rompía, me sentía como si alguien me hubiera cortado el aliento en dos y no me quedase más que la mitad, y encima la más corta.

Cuando llegué al campamento no me sentía muy tranquilo ni muy valiente, pero voy y digo: «No es momento para hacer el tonto». Así que volví a meter todas mis trampas en la canoa para que nadie las pudiera ver, apagué la hoguera y esparcí las cenizas por ahí para que pareciese un campamento antiguo, del año pasado, y después me subí a un árbol.

Creo que pasaría dos horas en el árbol, pero no vi nada. No oí nada; sólo me parecía haber oído y visto por lo menos mil cosas. Bueno, tampoco me podía quedar allí eternamente, así que por fin me bajé, pero seguí en el centro del bosque y alerta todo el tiempo. No podía comer más que moras y lo que quedaba del desayuno.

Cuando se hizo bien de noche tenía bastante hambre, así que cuando estaba oscuro del todo me metí en silencio en el agua antes de que saliera la luna y fui a remo a la ribera de Illinois: aproximadamente un cuarto de milla. Salí al bosque, me cociné algo que cenar y prácticamente me había decidido a pasar allí toda la noche cuando oí un clip clop y me dije que venían caballos; y después oí voces de gente. Metí todo en la canoa lo más rápido que pude y me arrastré por el bosque a ver si me enteraba de algo. No había avanzado mucho cuando oigo decir a alguien:

—Más nos vale acampar aquí si encontramos un buen sitio; los caballos están muy cansados. Vamos a mirar. No esperé, sino que me aparté y comencé a alejarme en silencio. Volví a amarrar en el sitio de antes y calculé que dormiría en la canoa.

No dormí mucho. No sé por qué, pero no podía, porque estaba pensando. Y cada vez que me despertaba creía que alguien me tenía agarrado por el cuello. Así que el sueño no me valió de nada. Al cabo de un rato voy y me digo: «No puedo seguir viviendo así; voy a enterarme de quién está en la isla conmigo; o me entero o me muero». Bueno, inmediatamente me sentí mejor.

Así que agarré el remo y bajé a sólo uno o dos pasos de la ribera, y después dejé que la canoa se metiera sola entre las sombras. Brillaba la luna, y donde no había sombra casi era como la luz del día. Estuve buscando casi una hora, en medio de un silencio como una tumba, mientras todo dormía. Bueno, para entonces ya había llegado casi a la punta de la isla. Empezó a soplar una brisa suave, rizada y fresca, que era como decir que estaba a punto de terminar la noche. Di un golpe de remo y acerqué la canoa a la ribera; después saqué la escopeta y fui deslizándome hasta el borde del bosque. Allí me quedé sentado en un tronco, mirando entre las hojas. Vi que la luna terminaba su turno y que el río empezaba a ponerse oscuro. Pero al cabo de un rato vi una franja pálida por encima de los árboles y supe que llegaba el día. Así que saqué la escopeta y avanzé hacia donde me había encontrado con aquella hoguera, parándome a escuchar cada minuto o dos minutos. Pero no sé por qué no tuve suerte; era como si no pudiera encontrar el sitio. Pero al cabo de un rato, por fin, vi un resto del resplandor del fuego entre los árboles. Fui hacia él, con mucho cuidado y calma. Poco después ya estaba lo bastante cerca para echar un vistazo, y allí había un hombre tumbado en el suelo. Casi me da un telele. Tenía la cabeza envuelta en una manta, justo al lado del fuego. Me quedé sentado junto a unos matojos a unos seis pies de él sin parar de mirarlo. Ya estaba empezando a verse una luz gris del día. Poco después bostezó, se estiró y se quitó la manta, ¡y era Jim, el de la señorita Watson! ¡Vaya si me alegré de verle! Voy y digo:

—¡Hola, Jim! —y salí de un salto.

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