Su primera bala arrancó un botón de la manga de mi blazer negro, otra pasó cantando junto a mi oreja. Es un disparate maligno afirmar que no me apuntaba a mí (a quien acababa de ver en la biblioteca… seamos lógicos, señores, después de todo el nuestro es un mundo racional), sino al caballero de pelo gris que estaba detrás de mí. Oh, me apuntaba a mí pero me erraba todo el tiempo, el incorregible bruto, mientras instintivamente yo retrocedía, gritando y abriendo mis grandes y fuertes brazos (teniendo siempre en la mano izquierda el poema, "siempre aferrado a la inviolable sombra" como dice Matthew Arnold [1822-1888]), en un esfuerzo por detener al loco que avanzaba y de proteger a John, a quien yo temía que por accidente hiriese mientras que él, mi viejo y torpe John, se agarraba a mí y me arrastraba tras él, tras la protección de sus laureles, con el ajetreo solemne del pobre niño cojo que trata de apartar a su hermano espástico de la lluvia de piedras que le arrojan los chicos de la escuela, espectáculo otrora familiar en todos los países. Sentí -siento todavía- la mano de John tanteando en busca de la mía, buscando la punta de mis dedos, encontrándolos para abandonarlos en seguida como si me trasmitiera, en una sublime carrera de postas, el bastón de la vida.
Una de las balas que me erró le dio en el costado atravesándole el corazón. Al no sentir de pronto su presencia a mis espaldas, perdí el equilibrio, y simultáneamente, para completar la farsa del destino, la pala de mi jardinero asestó a Jack el pistolero, desde el otro lado del seto, un tremendo golpe en el cráneo que lo derribó e hizo volar el arma de su mano. Nuestro salvador la recogió y me ayudó a incorporarme. El coxis y la muñeca derecha me dolían mucho, pero el poema estaba a salvo. John, en cambio, yacía boca abajo, con una mancha roja en la camisa blanca. Todavía tuve la esperanza de que no estuviera muerto. El loco se había sentado en el peldaño de la galería, acariciándose aturdido con las manos ensangrentadas, la cabeza que le sangraba. Dejando que el jardinero lo vigilara, corrí a la casa y escondí el inapreciable sobre debajo de las galochas, botas forradas y botas blancas que las niñas habían amontonado en el fondo de un armario del que salí como del extremo del pasadizo secreto que me había permitido salir de mi castillo encantado y de Zembla para llegar a esta Arcadia. Marqué luego en el teléfono el número inn y volví con un vaso de agua a la escena de la carnicería. El pobre poeta había sido puesto ahora boca arriba y yacía con los ojos muertos y abiertos mirando el azul de la tarde soleada. El jardinero armado y el asesino abatido fumaban uno junto al otro en los peldaños. Este, ya fuese porque sufría o porque hubiera decidido representar un nuevo papel, me ignoraba tan absolutamente como si yo fuese un rey de piedra en un corcel de piedra de la plaza Tessera, de Onhava; pero el poema estaba a salvo.
El jardinero tomó el vaso de agua que yo había puesto junto a un tiesto de flores al lado de los peldaños de la entrada y lo compartió con el asesino, luego lo acompañó al retrete del subsuelo y en seguida llegaron la policía y la ambulancia, y el pistolero dio como nombre Jack Grey, sin domicilio fijo, salvo el Instituto de Criminales Alienados Criminales, ici, perro bueno, que evidentemente hubiera debido ser su dirección permanente desde siempre y de donde la policía creyó que se había escapado.
- Ven, Jack, vamos a ponerte algo en la cabeza -dijo un policía tranquilo pero decidido, pasando por encima del cadáver, y después hubo el momento horrible en que la hija del Dr. Sutton llegó con Sybil Shade.
En el curso de esa noche caótica encontré un momento para trasladar el poema de debajo de los zapatos de las cuatro ninfetas de Goldsworth a la austera seguridad de mi valija negra, pero sólo al alba consideré que el momento era bastante seguro para examinar mi tesoro.
Sabemos con qué firmeza, con qué estupidez, creí que Shade estaba componiendo un poema, una especie de romaunt, sobre el Rey de Zembla. Estábamos preparados para la horrible decepción que me aguardaba. ¡Oh, yo no esperaba que él se dedicara totalmentea ese tema! Hubiera podido mezclarse desde luego con cosas de su propia vida y con miscelánea americana, pero yo estaba seguro de que su poema contendría los maravillosos incidentes que le había descripto, los personajes que había hecho vivir para él y toda la atmosphèreúnica de mi reino. Incluso le había sugerido un buen título, el título del libro que yo tenía en mí y del que él no tenía más que cortar las páginas: Solus Rex; en cambio vi Pálido Fuego, que no significaba nada para mí. Empecé a leer el poema. Leí cada vez más rápido. Avanzaba velozmente, gruñendo como un joven heredero furioso que recorre el testamento de un viejo embaucador. ¿Dónde estaban las almenas de mi castillo al sol poniente? ¿Dónde estaba Zembla la Bella? ¿Dónde su cadena de montañas? ¿Dónde su largo estremecimiento a través de la niebla? ¿Y mis encantadores muchachos-flores, y la gama de los vitrales, y los Paladines de la Rosa Negra, y todo aquel cuento maravilloso? ¡Allí no había nada de eso! La compleja colaboración que yo había tratado de imponerle con la paciencia de un hipnotizador y el apremio de un amante, sencillamente faltaba. ¡Ah, pero no puedo expresar mi sufrimiento! En lugar de la historia gloriosa y salvaje, ¿qué había? Un relato autobiográfico, eminentemente appalachiano, más bien pasado de moda, en un estilo prosódico neo-Pope -muy bien escrito, naturalmente, Shade no podía escribir sino muy bien- pero desprovisto de mi magia, de esa especial y rica corriente de locura mágica que, yo estaba seguro, la recorrería y le haría trascender su época.
Poco a poco recobré mi compostura habitual. Releí Pálido Fuegocon más detenimiento. Me gustó más cuando esperaba menos. ¿Y qué era eso? ¿Qué era esa música tenue y distante, esos vestigios de color en el aire? Descubrí aquí y allá y especialmente, especialmente en las inestimables variantes, ecos y lentejuelas de mi espíritu, las olitas de la larga estela de mi gloria. Sentía ahora una ternura nueva, compasiva hacia el poema como la que se siente por una joven criatura inconstante que ha sido raptada y brutalmente poseída por un gigante negro pero que está de nuevo a salvo en nuestro salón y nuestro parque, silbando con los palafreneros, nadando con la foca amaestrada. El lugar todavía duele, tiene que doler, pero con extraña gratitud besamos esos pesados párpados húmedos y acariciamos esa carne mancillada.
Mi comentario al poema, que mi lector tiene ahora entre las manos, representa una tentativa de escoger entre esos ecos y olitas de fuego, entre esas pálidas alusiones fosforescentes y las muchas deudas subliminales contraídas conmigo. Algunas de mis notas pueden parecer amargas, pero he hecho lo que he podido por no expresar rencor. Y en este escollo final mi intención no es quejarme del absurdo vulgar y cruel de que los periodistas profesionales y los "amigos" de Shade en las noticias necrológicas que cocinaron se permitieran escupir al describir falsamente las circunstancias de la muerte de Shade. Considero sus referencias a mi respecto como una mezcla de bajeza periodística y de veneno viperino. No dudo de que muchas de las declaraciones hechas en esta obra serán descartadas por las partes culpables cuando aparezca. La Sra. Shade no recordará que su marido, "que le mostraba todo", le hubiera mostrado una o dos de las. preciosas variantes. Las tres estudiantes tendidas en la hierba se levantarán totalmente amnésicas. La muchacha del mostrador de la Biblioteca no se acordará (le habrán dicho que no se acuerde) de que nadie hubiese preguntado por el Dr. Kinbote el día del crimen. Y estoy seguro de que Mr. Emerald interrumpirá brevemente su investigación de los encantos elásticos de alguna estudiante mamífera para negar con el vigor de una excitada virilidad que llevara jamás a nadie a mi casa aquella noche. En otras palabras, se hará todo por separar completamente a mi persona del destino de mi querido amigo.