Verso 949: todo el tiempo
Y todo el tiempo Gradus se iba acercando.
Una tormenta formidable lo había recibido en Nueva York la noche de su llegada de París (lunes 20 de julio). La lluvia tropical había inundado los subsuelos y las vías del subterráneo. Reflejos caleidoscópicos jugaban en las calles como ríos. Vinogradus nunca había visto semejante despliegue de relámpagos, Jacques d'Argus tampoco -o Jack Grey, más exactamente (¡no olvidemos a Jack Grey!)-. Se instaló en un hotel de tercera clase de Broadway y durmió profundamente, tendido boca arriba sobre las sábanas, con un pijama rayado -del tipo que los zemblanos llaman rusker sirsusker("ropa de seersuckerruso")- con los calcetines puestos, como de costumbre: desde el n de julio, en que había visitado una casa de baños finlandesa en Suiza no se había visto los pies desnudos.
Ahora era el 21 de julio. A las ocho de la mañana Nueva York despertó a Gradus con un estrépito violento. Como de costumbre empezó su confusa existencia diaria sonándose la nariz. Después sacó de una caja de cartón donde la guardaba por la noche y se metió en la boca de máscara de Comus, una dentadura postiza excepcionalmente grande y de aspecto terrible: el único defecto grave, en realidad, de su aspecto por lo demás inofensivo. Hecho esto, extrajo de su portafolios dos galletitas que había guardado y un bocadillo de seudojamón aún más viejo todavía, pero de gusto aceptable, pequeño, blanduzco, vagamente asociado a su viaje en ferrocarril de Niza a París la noche del sábado precedente, no tanto por espíritu de economía de su parte (las Sombras le habían adelantado, por lo demás, una bonita suma) como por un apego animal a los hábitos de su frugal juventud. Después de desayunar en la cama con esas golosinas, empezó los preparativos para el día más importante de su vida. Se había afeitado el día anterior, eso era cosa resuelta. Metió su fiel pijama no en la valija sino en el portafolios, se vistió, sacó del interior de la chaqueta un peine de carey rosa de bolsillo, de dientes mugrientos, se lo pasó por el pelo erizado, se puso cuidadosamente el sombrero de fieltro, se lavó las dos manos con el lindo y moderno jabón líquido en el lindo, moderno y casi inodoro lavatorio situado del otro lado del corredor, orinó, se enjuagó una mano y sintiéndose limpio y pulcro, salió a dar una vuelta.
Era la primera vez que visitaba Nueva York, pero como muchos semicretinos, estaba por encima de las novedades. La noche anterior había contado las hileras ascendentes de ventanas iluminadas en varios rascacielos, y ahora, después de verificar la altura de unos cuantos edificios más, consideró que sabía todo cuanto había que saber. Tomó una taza desbordante y medio platillo de café en un mostrador atestado y húmedo y se pasó el resto de la mañana azul humo pasando de un banco a otro y de un periódico a otro en las avenidas del lado oeste de Central Park.
Empezó con el ejemplar del día del New York Times. Moviendo los labios con retorcimiento de gusano, leyó acerca de toda clase de temas. Hrushchov (que escribían "Khrushchev") había retardado súbitamente una visita a Escandinavia para ir en cambio a Zembla (aquí sintonizó: " Vi nazivaete sebya semblerami, ¡Ustedes se llaman zemblanos, a ya vas naz'ivayu zemlyakamil, y yo les llamo camaradas compatriotas!" Risas y aplausos). Los Estados Unidos se disponían a lanzar el primer barco mercante atómico (únicamente para fastidiar a los rusos, naturalmente. J. G.). Anoche en Newark, en una casa de departamentos de 555 South Street, cayó un rayo que destruyó un televisor e hirió a dos personas que miraban a una actriz perdida en una violenta tormenta de estudio (¡esos espíritus atormentados son terribles! C. X. K. testeJ. S.). La Joyería Rachel, de Brooklyn, pide, en caracteres perla, un pulidor “que tenga experiencia en joyas de fantasía" (oh, Degré lá tenía). Los hermanos Helman dijeron que habían colaborado en las negociaciones para levantar un pagaré importante: 5 000 000 de dólares, Decker Glass Manufacturing Company, Inc., que vence el 1o de julio de 1979, y Gradus, de nuevo joven, releyó esto dos veces, quizá con el pensamiento gris en el fondo de que al día siguiente cumpliría sesenta y cuatro años (sin comentario). En otro banco encontró un ejemplar del lunes del mismo periódico. Durante una visita a un museo de Tiitehorse (Gradus lanzó un puntapié a una paloma que se acercaba demasiado), la Reina de Inglaterra se dirigió a un rincón de la Sala de los Animales Blancos, se quitó el guante derecho y volviendo la espalda a varias personas que evidentemente la miraban, se frotó la frente y un ojo. Había estallado una rebelión pro roja en Iraq. Interrogado sobre la exposición soviética del New York Coliseum, Carl Sandburg, poeta, respondió, y yo cito: "Se dirigen a los niveles intelectuales más altos." Un plumífero encargado de reseñar nuevos libros para turistas, hablando de su propio viaje a Noruega dijo que los fiordos son demasiado famosos como para necesitar de (su) descripción, y que todos los escandinavos aman las flores. Y en un picnic para niños de todos los países, una mocosa zemblana le gritó a una amiguita japonesa: Ufgut, ujgut, velkam ut Semblerland!(¡Adiós, adiós, hasta la vista en Zembla!) Confieso que ha sido un juego maravilloso consultar en la biblioteca Universitaria de Wordsmith diversas efemérides por encima de la sombra de unas hombreras.
Jacques d'Argus miró por vigésima vez su reloj. Se paseó como una paloma, con las manos detrás de la espalda. Se hizo lustrar los zapatos marrones y apreció la forma en que el muchachito, lindo pero sucio, hacía restallar la franela tensa. En un restaurante de Broadway consumió una gran porción de cerdo rosado con chucrut, una doble ración de patatas fritas elásticas y la mitad de un melón demasiado maduro. Desde mi nubecita alquilada lo contemplo con tranquila sorpresa: ¡ahí está ese individuo dispuesto a cometer un acto monstruoso, y disfrutando groseramente de una grosera comida! Debemos suponer, pienso, que la imaginación que podía tener al proyectarse se detenía en el acto, al borde de todas las consecuencias posibles; consecuencias fantasmagóricas, comparables a los dedos fantasmagóricos de un amputado o al despliegue en abanico de casillas que un caballo de ajedrez (esa pieza saltadora), de pie en una fila marginal, "siente" en extensiones espectrales más allá del tablero, pero que no tienen ningún efecto sobre sus movimientos reales, sobre el juego real.
Volvió y pagó el equivalente de tres mil coronas zemblanas por su breve pero agradable estada en el Beverland Hotel. Con la ilusión de una previsión práctica, confió su valija de fibra y -después de un momento de vacilación-, su impermeable, a la seguridad anónima de un depósito cerrado con llave de la estación, donde supongo que todavía están tan cómodamente instalados como mi cetro tachonado de piedras preciosas, el collar de rubíes y la corona constelada de diamantes en… poco importa dónde. Para su viaje fatídico sólo tomó el destartalado portafolios negro que conocemos; contenía una camisa de nylon limpia, un pijama sucio, una máquina de afeitar, una tercera galletita, una caja de cartón vacía, un viejo periódico ilustrado que no había terminado de mirar en el parque, un ojo de vidrio que había hecho una vez para su vieja amante, y una docena de folletos sindicalistas, cada uno en varios ejemplares, impresos por sus propias manos varios años atrás.
Tenía que presentarse en el aeropuerto a las dos de la tarde. La noche antes, al hacer la reservación, no había podido conseguir un asiento en el vuelo que salía antes para New Wye debido a un congreso que se reunía allá. Había ojeado las guías de ferrocarril, pero evidentemente las había organizado algún bromista pues el único tren directo (llamado la Rueda Cuadrada por nuestros zarandeados sacudidos estudiantes) salía a las 5.13 de la mañana, se retrasaba en los paraderos y tardaba once horas en recocer las cuatrocientas millas hasta Exton; se podía tratar de trampear pasando por Washington, pero entonces había que esperar allí por lo menos tres horas la partida de un somnoliento tren ómnibus local. Los autobuses estaban descartados por lo que concernía a Gradus pues se mareaba siempre a menos que se drogara con píldoras de Fahrmamine, y eso hubiera podido afectar su objetivo. Pensándolo bien, de todas maneras no se sentía demasiado seguro.