Esperó a que la silueta del guardián apareciera en la luz del patio donde otros thuleanos lo invitaron a su juego. Entonces, en la oscuridad tranquilizadora, el Rey revolvió el fondo de la alacena en busca de ropas y se puso sobre el pijama lo que tomó por unos pantalones de esquiar y algo que olía a suéter viejo. Tanteando otro poco consiguió un par de zapatillas y un gorro de lana con visera. Después ejecutó los gestos que mentalmente había ensayado antes. Cuando estaba quitando el segundo estante, un objeto cayó con un ruidito sordo; adivinó lo que era y lo tomó como talismán.
No se atrevió a apretar el botón de la linterna hasta haberse engolfado suficientemente en el pasadizo, ni podía permitirse un tropezón ruidoso y por lo tanto se las arregló con los dieciocho peldaños invisibles en posición más o menos sentada como un novicio tímido que baja arrastrando el trasero por las rocas musgosas del Monte Kron. La pálida luz que proyectó al fin era ahora su más caro compañero, el fantasma de Oleg, el fantasma de la libertad. Experimentaba una mezcla de angustia y exaltación, una especie de alegría amorosa, como no había vuelto a sentir desde el día de su coronación cuando, mientras avanzaba hacia el trono, unos pocos compases de una música increíblemente rica, profunda, abundante (cuyos autor y fuente física nunca había podido averiguar) habían sorprendido su oído, y aspiró la brillantina del lindo paje que se había inclinado para sacar un pétalo de rosa del taburete, y a la luz de su linterna el Rey vio ahora que estaba horriblemente vestido de colorado.
El pasaje secreto parecía haberse vuelto más sórdido. La intrusión de sus alrededores era aún más evidente que el día en que dos muchachos, temblando con sus delgados sué-ters y sus paptalones cortos, lo habían explorado. El charco opalescente de agua estancada se había agrandado; por su orilla caminaba un murciélago enfermo como un tullido con un paraguas roto. La capa de arena que recordaba tenía la marca impresa treinta años antes por el zapato de Oleg, tan inmortal como las huellas de la gacela domesticada de un niño egipcio grabadas treinta siglos antes en ladrillos azules del Nilo secos al sol. Y en el lugar donde el pasaje atravesaba los cimientos de un museo, extraviadas no se sabe cómo, en exilio y tiradas, había una estatua decapitada de Mercurio, conductor de las almas al Mundo Inferior, y una crátera rajada con dos figuras negras jugando a los dados bajo una palmera negra.
El último recodo del pasadizo que terminaba en la puerta verde, contenía una acumulación de tablas sueltas por encima de las cuales el fugitivo pasó no sin tropezar. Abrió el cerrojo y al empujar la puerta lo detuvo un pesado cortinaje negro. Cuando empezaba a tantear entre sus pliegues verticales en busca de alguna clase de entrada, la débil luz de su linterna agitó un ojo desesperado y se apagó. La dejó caer: la linterna se deslizó en una nada sorda. El Rey hundió los dos brazos en los profundos pliegues de la tela que olía a chocolate y a pesar de la incertidumbre y el peligro del momento, su propio movimiento le recordó físicamente, en cierto modo, las cómicas ondulaciones, primero controladas, después frenéticas, de un telón de teatro que un actor nervioso trata en vano de atravesar. Esta sensación grotesca en ese diabólico instante, resolvió el misterio del pasaje aun antes de que se escurriera a través del cortinado para encontrarse en la lumbarkamerdébilmente iluminada, confusamente iluminada, confusamente desordenada que había sido alguna vez el camarín de Iris Acht en el Teatro Real. Todavía era lo que había llegado a ser después de su muerte: un agujero polvoriento que daba a una especie de sala donde los actores se paseaban durante los ensayos. Los elementos de un decorado mitológico apoyados contra la pared ocultaban a medias una gran fotografía polvorienta del Rey Thurgus con marco de terciopelo -bigote tupido, pince-nez, medallas- tal como era en la época en que el pasadizo de una milla de largo le proporcionaba un medio extravagante para acudir a sus citas con Iris.
El fugitivo vestido de escarlata parpadeó y se dirigió hacia la sala. Encontró una cantidad de camarines. En alguna parte, a lo lejos, una tempestad de aplausos se agrandó antes de desvanecerse. Otros sonidos distantes señalaron el comienzo del intervalo. Varios actores disfrazados pasaron delante del Rey y en uno de ellos reconoció a Odón. Llevaba una chaqueta de terciopelo con botones de bronce, calzones cortos y medias rayadas, el traje dominguero de los pescadores gutnish, apretando todavía en el puño el cuchillo de cartón con el que acababa de despachar a su bienamada. -Santo Dios -dijo al ver al Rey.
Tomando un par de capas de un montón de trajes fantásticos, Odón empujó al Rey hacia una escalera que conducía a la calle. Al mismo tiempo se produjo una conmoción en un grupo de personas que fumaban en el vestíbulo. Un viejo intrigante que había conseguido el cargo de director de escena a fuerza de adular a varios funcionarios extremistas, apuntó de pronto con un dedo vibrante al Rey, pero como padecía de un serio tartamudeo no pudo proferir las palabras de reconocimiento indignado que le hacían castañetear los dientes postizos. El Rey trató de bajar sobre su cara la visera de la gorra y estuvo a punto de perder pie al final de las estrechas escaleras. Afuera llovía. Un charco reflejó su silueta escarlata. Había varios vehículos en una calle transversal. Allí es donde Odón solía dejar su coche de carrera. Durante un minuto espantoso pensó que había desaparecido, pero luego recordó con delicioso alivio que lo había estacionado aquella noche en un pasaje contiguo. (Véase la interesante nota al verso 149.)
Versos 131-132: Yo era la sombra del picotero asesinado por la ficticia lejanía del cristal de la ventana.
La exquisita melodía de los dos versos que abren el poema se reitera aquí. La repetición de esa nota prolongada se salva de la monotonía gracias a la sutil variante del verso 132 en que la asonancia entre la segunda palabra y la rima proporciona al oído una especie de lánguido placer como el eco de una canción triste semiolvidada cuyos acentos tienen más sentido que las palabras. Hoy, en que la "ficticia lejanía" ha cumplido en efecto su temible deber y el poema que tenemos es la única "sombra" que queda, no podemos menos que leer en esos versos algo más que un juego de espejos y el temblor de un espejismo. Sentimos un destino funesto en la imagen de Gradus devorando las millas y millas de "ficticia lejanía" que lo separan del pobre Shade. Él también ha de encontrar en su vuelo urgente y ciego un reflejo que lo hará polvo.
Aunque Gradus utilizara toda clase de medios de locomoción -coches alquilados, trenes locales, escaleras mecánicas, aviones- en cierto modo el ojo del espíritu lo ve, y los músculos del espíritu lo sienten atravesando el cielo con un bolso negro de viaje en una mano y un paraguas mal cerrado en la otra, en un vuelo sostenido por encima del mar y de la tierra. La fuerza que lo impulsa es la acción mágica del poema de Shade, el mecanismo y el movimiento del verso, el poderoso motor yámbico. Nunca hasta ahora el inexorable avance del destino había recibido una forma tan sensual (para otras imágenes del enfoque trascendental de este vagabundo, véase la nota al verso 17).
Verso 137: lemniscata
"Una curva única y bicircular de cuarto grado" dice mi viejo diccionario fatigado. No alcanzo a entender qué tiene que ver esto con una bicicleta y sospecho que la frase de Shade no tiene un verdadero significado. Como otros poetas antes que él, parece haber sido víctima aquí del embrujo de una eufonía falaz.