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Verso 79: un preterista

Escrito en frente de esto, al margen del borrador, hay dos líneas de las cuales sólo se puede descifrar la primera. Dice:

La noche es el momento de alabar el día.

Estoy casi seguro de que mi amigo estaba tratando de incorporar aquí algo que él y la Sra. Shade me habían oído citar en mis momentos de euforia, especialmente una cuarteta encantadora sacada de la contraparte zemblana del Eider Edda, en una traducción inglesa anónima (¿la de Kirby?):

El sabio alaba el día a la caída de la noche,

a la esposa cuando ha muerto,

el hielo cuando ha sido franqueado, la novia

al tumbarla, y el caballo probado.

Verso 80: mi dormitorio

Nuestro Príncipe quería a Fleur como a una hermana pero sin la más ligera sombra de incesto o de complicaciones homosexuales secundarias. Fleur tenía una carita pálida, de pómulos salientes, ojos luminosos y pelo negro rizado. Se rumoreaba que después de haber andado rondando durante meses con una taza de porcelana y la pantufla de Cenicienta, el escultor y poeta mundano Arnor había encontrado en ella lo que buscaba y había usado sus pechos y sus pies para su Lilith llamando a Adán; pero seguramente no soy un experto en esas tiernas cuestiones. Otar, su amante, decía que cuando uno caminaba detrás de ella y ella sabía que uno caminaba detrás, el balanceo y el juego de aquellas esbeltas caderas era algo intensamente artístico, algo que, en escuelas especiales, les enseñaban a las niñas árabes unos alcahuetes parisienses que después eran estrangulados. Sus frágiles tobillos, decía, cuando los acercaba en su delicada y ondulante marcha, eran las "joyas preocupadas" de que habla el poema de Arnor sobre una miragarl("muchacha-espejismo"), por quien "un rey de sueño en los desiertos arenosos del tiempo hubiera dado trescientos camellos y tres fuentes".

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On sagaren werem tremkin tri stana

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Verbalala wod gev ut tri phantana

(He marcado los acentos.)

El Príncipe no hacía caso de esta charla bastante vulgar (toda, probablemente, dirigida por la madre de Fleur) y, repitámoslo, la miraba simplemente como a una hermanastra, perfumada, elegante, con un hociquito pintado y una manera maussade, confusa, gala, de expresar lo poco que deseaba expresar. Su imperturbable rudeza con la nerviosa y gárrula Condesa divertía al Príncipe. Le gustaba bailar con ella… y sólo con ella. Apenas se crispaba cuando Fleur le acariciaba la mano o se pegaba silenciosamente, los labios entreabiertos, contra su mejilla que el alba macilenta después del baile ya había mancillado. A Fleur no parecía importarle que él la abandonara por placeres más viriles; lo encontraba de nuevo en la oscuridad de un coche o en el claroscuro de un cabaretcon la contenida y ambigua sonrisa de una prima cariñosa.

Los cuarenta días transcurridos entre la muerte de la Reina Blenda y su coronación fueron quizá el período más penoso de su vida. No había amado a su madre y los desesperados e impotentes remordimientos que ahora sentía degeneraron en un enfermizo miedo físico a su fantasma. La Condesa, que parecía estar cerca de él, dando vueltas a su alrededor todo el tiempo, le había hecho asistir a sesiones de espiritismo con un experimentado médium norteamericano, sesiones en las cuales el espíritu de la Reina, utilizando el mismo tipo de tablita que había usado en vida para charlar con Thormodus Torfaeus y A. R. Wallace, escribía ahora vivazmente en inglés: "Charles toma toma quiere ama flor flor flor". Un viejo psiquiatra tan totalmente sobornado por la Condesa que parecía, aun por fuera, una pera podrida, le aseguró que sus vicios habían matado subconscientemente a su madre y seguirían "matándola en él" si no renunciaba a la sodomía. Una intriga de palacio es una araña espectral donde uno más se enreda cuantos más desesperados sacudones da por liberarse. Nuestro Príncipe era joven, inexperto y estaba medio loco de insomnio. Luchó apenas. La Condesa gastó una fortuna en comprar al Kamergrum(valet de cámara) del Príncipe, a su guardia de corps e incluso la mayor parte del Chambelán de la Corte. Instaló su dormitorio en una pequeña antecámara contigua a su habitación de soltero, un espléndido y espacioso apartamento circular en lo alto de la elevada y maciza Torre del Sudoeste. Ese había sido el retiro de su padre y todavía se comunicaba por un alegre resbaladero con una piscina redonda situada en la sala inferior, de modo que el joven Príncipe podía empezar el día como su padre solía hacerlo, abriendo un panel debajo de su catre de campaña y cayendo en el pozo que lo depositaba directamente en el agua brillante. Para otras necesidades que no fueran el sueño, Charles Xavier había instalado en medio del piso cubierto por una alfombra persa lo que se llama una patifolia, es decir, una inmensa almohada de plumón de cisne, ovalada, voluptuosamente adornada de volantes, del tamaño de una cama triple. En ese amplio nido dormía ahora Fleur, acurrucada en el hueco central, debajo de un cubrecama de auténtica piel de panda gigante que acababa de enviarle apresuradamente desde el Tibet un grupo de amigos asiáticos con motivo de su ascenso al trono. La antecámara donde estaba instalada la Condesa tenía su propia escalera interna y su cuarto de baño, pero se comunicaba también por medio de una puerta corrediza con la galería Oeste. No sé qué consejo o qué orden había recibido Fleur de su madre; pero la pobrecita resultó ser una seductora lamentable. Se pasaba el tiempo como una loca mansa, tratando de reparar una viola de amor rota o sentada en actitudes dolientes comparando dos flautas antiguas, las dos de sonido débil y triste. Entre tanto, vestido a la turca, el Príncipe se reclinaba en el amplio sillón de su padre, las piernas por encima del brazo del sillón, hojeando un volumen de Historia Zemblica, copiando algunos pasajes y sacando ocasionalmente de los escondrijos inferiores de su asiento un par de viejas gafas de automovilista, un anillo de ópalo negro, una bola de papel plateado de envolver chocolate, o la estrella de una orden extranjera.

Hacía calor al sol de la tarde. El segundo día de su ridícula cohabitación, ella no llevaba más que la blusa de una especie de pijama sin mangas ni botones. La vista de sus cuatro miembros desnudos y de las tres cuevas de ratones (anatomía zemblana) le irritaba, y mientras iba y venía meditando en su discurso de coronación, le arrojaba, sin mirarla, un par de pantalones cortos o una bata de esponja. A veces, al volver al viejo y confortable sillón, la encontraba contemplando pesarosa la figura de un bogtur(guerrero antiguo) en el libro de historia. El la hacía salir del sillón con los ojos aún clavados en su bloc de notas, y Fleur, estirándose, se iba al asiento de la ventana y su polvoriento rayo de sol; pero después de un rato trataba de acurrucarse junto al Príncipe que debía rechazar su entrometida cabeza de pelo oscuro y rizado con una mano mientras con la otra escribía o separaba una por una las pequeñas y rosadas garras de ella de su manga o su faja.

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