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En la recepción, una sombra con falda redonda se pegó a mí y una voz comenzó a lloriquear:

—Padrecito, ¿qué es eso de que vas a cortarle la garganta a la niña? ¿Acaso se puede pensar siquiera en algo así? Ella es una tonta, por eso ha aceptado. Pero yo no te doy mi consentimiento, no. Estoy de acuerdo en que le recetes unas gotas, pero no permitiré que le cortes la garganta.

—¡Saquen de aquí a esta mujer! —grité, y en mi acaloramiento añadí—: ¡La tonta eres tú! ¡Tú! ¡Ella no, ella es inteligente! ¡Además, a ti nadie te ha preguntado nada! ¡Sáquenla de aquí!

La comadrona abrazó firmemente a la abuela y la empujó fuera de la sala.

—¡Listo! —dijo de pronto el enfermero.

Entramos en la pequeña sala de operaciones y yo, como a través de una cortina, observé los brillantes instrumentos, la cegadora luz de la lámpara, el hule... Salí por última vez a donde estaba la madre, de cuyos brazos apenas lograron arrancar a la niña. Oí una voz ronca que decía: «Mi marido no está. Está en la ciudad. ¡Cuando regrese y se entere de lo que he hecho, me matará!»

—La matará —repitió la abuela, mirándome horrorizada.

—¡No las dejen entrar en la sala de operaciones! —ordené.

Nos quedamos solos en la sala de operaciones. El personal, Lidka (la niña) y yo. La niña estaba desnuda. La habían sentado sobre la mesa. Lloraba en silencio.

Luego la acostaron, la sujetaron, le limpiaron la garganta y la untaron con yodo. Yo tomé con decisión el bisturí, pero pensaba: «¿Qué estoy haciendo?» Había un profundo silencio en la sala de operaciones. Tomé el bisturí e hice una línea vertical por la regordeta garganta blanca. No salió ni una gota de sangre. Por segunda vez pasé el bisturí por la franja blanca que había aparecido en la piel, que se había separado. Ni una gota nuevamente. Despacio, intentando recordar ciertos dibujos de los atlas, comencé con ayuda de una sonda roma a separar los delgados tejidos. Entonces, de la parte inferior del corte brotó una sangre oscura que inundó de inmediato la herida y comenzó a correr por el cuello. El enfermero la secaba con tampones, pero la sangre no dejaba de correr. Recordando todo lo que había visto en la universidad, comencé a apretar con pinzas los bordes de la herida, pero no obtuve ningún resultado. Sentí frío y mi frente se humedeció. Me arrepentí profundamente de haber ingresado en la facultad de medicina, de haber aceptado venir a este remoto lugar. Con furiosa desesperación metí una pinza al azar en alguna parte próxima a la herida, la cerré y la sangre inmediatamente dejó de correr. Absorbimos la sangre de la herida con bolas de gasa y sólo entonces la herida se me presentó limpia, pero completamente incomprensible. La tráquea no estaba en ninguna parte. Mi herida no tenía nada que ver con ninguna de las ilustraciones de los libros. Pasaron todavía dos o tres minutos durante los cuales, de un modo mecánico y totalmente incoherente, estuve hurgando en la herida, unas veces con el bisturí y otras con la sonda, en busca de la tráquea. Al final del segundo minuto comencé a desesperarme. «Es el fin —pensé—, ¿para qué habré hecho esto? Podía no haber propuesto la operación y Lidka habría muerto tranquilamente en su habitación, mientras que ahora morirá con la garganta desgarrada y nunca, jamás, podré demostrar que de todas formas habría muerto, que yo no podía perjudicarla...» La comadrona secó en silencio mi frente. «Dejar el bisturí y decir: no sé qué hacer ahora», pensé, e inmediatamente me imaginé los ojos de la madre. De nuevo levanté el bisturí y, sin sentido alguno, corté profunda y bruscamente a Lidka. Los tejidos se separaron e inesperadamente apareció ante mis ojos la tráquea.

—¡Los ganchos! —dije con voz ronca.

El enfermero me los dio. Introduje un gancho en un lado de la herida y el segundo en el otro y le di uno de ellos al enfermero. En ese momento sólo veía una cosa: los anillos grisáceos de la tráquea. Hundí el afilado bisturí en la tráquea y me quedé inmóvil. La tráquea comenzó a salirse de la herida: el enfermero, pensé, se ha vuelto loco, ha comenzado a extraer la tráquea. Las dos comadronas gritaron detrás de mí. Levanté los ojos y comprendí lo que ocurría: el enfermero se estaba desmayando por el calor y, sin soltar el gancho, rompía la tráquea. «Todo está en mi contra, es el destino —pensé—, ahora sí que hemos degollado a Lidka. —Y me dije—: En cuanto llegue a casa me pegaré un tiro...» En ese instante, la comadrona principal, que por lo visto tenía mucha experiencia, se lanzó de un modo rapaz hacia el enfermero y cogió el gancho que éste sostenía; luego me dijo con los dientes apretados:

—Continúe, doctor...

El enfermero cayó ruidosamente, dándose un golpe, pero nosotros no le miramos siquiera. Introduje el bisturí en la tráquea y luego metí en ella un tubito de plata. El tubo entró con facilidad, pero Lidka permaneció inmóvil. El aire no había entrado en su garganta, como debiera haber ocurrido. Respiré profundamente y me detuve: no tenía nada más que hacer. Sólo quería pedirle perdón a alguien, arrepentirme de mi ligereza, de haber ingresado en la facultad de medicina. Reinaba el silencio. Yo veía cómo Lidka se ponía cada vez más azulada. Quería abandonarlo todo y echarme a llorar. De pronto Lidka se estremeció de un modo extraño, arrojó como una fuente los sucios coágulos a través del tubo y el aire, con un silbido, entró en su garganta. La niña respiró y comenzó a llorar fuertemente. En ese instante el enfermero se levantó, pálido y sudoroso, miró alelado y horrorizado la garganta abierta y se puso a ayudarme a coserla.

A pesar del cansancio y del velo del sudor que me cubría los ojos, vi los rostros felices de las comadronas. Una de ellas me dijo:

—Ha realizado brillantemente la operación, doctor.

Pensé que se estaba burlando de mí y la miré con aire sombrío de reojo. Luego se abrieron las puertas y penetró el aire fresco. Sacaron a Lidka envuelta en una sábana. De inmediato, en la puerta, se presentó la madre. Sus ojos parecían los de una fiera salvaje. Me preguntó:

—¿Y bien?

Cuando oí el tono de su voz el sudor me recorrió la espalda, y sólo entonces me di cuenta de lo que habría ocurrido si Lidka hubiera muerto en la mesa de operaciones. Pero le contesté con una voz muy serena:

—Tranquila. Vive y seguirá viva. Eso espero. Sólo que mientras no le saquemos el tubito no podrá pronunciar ni una palabra, así que no os asustéis.

Entonces la abuela salió de debajo de la tierra y se santiguó en dirección al pomo de la puerta, hacia mí, hacia el techo. Pero yo ya no me enfadaba con ella. Me volví y ordené que le inyectaran alcanfor a Lidka y que por turnos hicieran guardia junto a ella. Luego me fui a mi apartamento. Recuerdo que la luz azulada ardía en mi gabinete. Allí estaba el Doderlein, había libros esparcidos. Me acerqué al diván, me acosté vestido e inmediatamente dejé de ver cualquier cosa. Me quedé dormido y ni siquiera soñé.

Pasó un mes, otro. Yo había visto ya muchas cosas y algunas más terribles que la garganta de Lidka. Incluso la había olvidado. Estábamos rodeados de nieve y la consulta crecía de día en día. En una ocasión, ya al año siguiente, entró en mi consultorio una mujer llevando de la mano a una niña exageradamente abrigada. Los ojos de la mujer brillaban. La miré con atención y la reconocí.

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