En ese momento salí de mi inmovilidad y tomé el pulso de la muchacha. No lo sentí en su muñeca helada. Sólo después de unos cuantos segundos logré encontrar una onda poco frecuente y apenas perceptible. Pasó... sobrevino una pausa durante la cual tuve tiempo de mirar las azuladas aletas de su nariz y sus labios blancos... Quise decir: es el fin... pero por fortuna me contuve... La onda pasó nuevamente como un hilillo.
«Así se apaga una persona despedazada —pensé—, aquí no hay nada que hacer...»
Pero de pronto dije con severidad, sin reconocer mi propia voz:
—Alcanfor.
Ana Nikoláievna se inclinó hacia mi oreja y susurró:
—¿Para qué, doctor? No la martirice. ¿Para qué pincharla? Pronto morirá... No podrá salvarla.
La miré con rabia y un aire sombrío y dije:
—Le he pedido alcanfor...
Entonces Ana Nikoláievna, con el rostro enrojecido por la ofensa, se lanzó de inmediato hacia la mesa y rompió una ampolla.
El enfermero, por lo visto, tampoco aprobaba el alcanfor. Sin embargo tomó la jeringuilla rápida y hábilmente, y el aceite amarillo penetró bajo la piel del hombro.
«Muere. Muere pronto —pensé—, muere. De lo contrario, ¿qué haré contigo?»
—Morirá de un momento a otro —susurró el enfermero, como si hubiera adivinado mi pensamiento. Miró de reojo la sábana, pero por lo visto cambió de opinión: le dolía mancharla de sangre. Sin embargo, unos segundos más tarde hubo que cubrir a la muchacha. Yacía como un cadáver, pero no había muerto. De pronto se hizo la claridad en mi cabeza, como si me encontrara bajo el techo de cristal de nuestro lejano anfiteatro de anatomía.
—Más alcanfor —dije con voz ronca.
Una vez más el enfermero, obedientemente, inyectó el aceite.
«¿Será posible que no muera...? —pensé con desesperación—. ¿Tendré acaso que...?»
Todo se aclaraba en mi cerebro y de pronto, sin ningún manual, ni consejos, ni ayuda, comprendí —la convicción de que había comprendido era férrea— que, por primera vez en mi vida, tendría que realizar una amputación a una persona moribunda. Y esa persona moriría durante la operación. ¡Sin duda moriría durante la operación! ¡Casi no le quedaba sangre! A lo largo de diez verstas la había perdido toda por las piernas destrozadas. Yo no sabía siquiera si ella sentía algo en ese momento, si nos oía. Ella callaba. Ah, ¿por qué no moría? ¿Qué me diría su padre enloquecido?
—Prepare todo para una amputación —dije al enfermero con voz ajena.
La comadrona me lanzó una mirada salvaje, pero en los ojos del enfermero apareció una chispa de simpatía; éste comenzó a ocuparse del instrumental. El reverbero rugió entre sus manos...
Pasó un cuarto de hora. Yo, con terror supersticioso, levantaba un párpado de la muchacha y observaba su ojo apagado. No comprendía nada... ¿Cómo puede vivir un semicadáver? Las gotas de sudor corrían irrefrenables por mi frente, bajo el gorro blanco; Pelagueia Ivánovna me secaba con gasa el sudor salado. En la poca sangre que aún quedaba en las venas de la muchacha, ahora nadaba también la cafeína. ¿Habría que inyectarla otra vez o no? Ana Nikoláievna acariciaba suavemente los montículos que se habían formado en las caderas de la muchacha como consecuencia del suero fisiológico. Seguía con vida.
Tomé el bisturí tratando de imitar (una vez en mi vida, en la universidad, había visto una amputación) a alguien... Ahora le rogaba al destino que la joven no muriera en los siguientes treinta minutos... «Que muera en la sala, cuando yo haya terminado la operación...»
En mi favor trabajaba sólo mi sentido común, aguijoneado por lo inusitado de la situación. Hábilmente, de forma circular, como un carnicero experto, corté con un afilado bisturí la cadera; la piel se separó sin que saliera una sola gota de sangre. «Si las arterias comienzan a sangrar, ¿qué voy a hacer?», pensé, y como un lobo miré de reojo la montaña de pinzas de torsión. Corté un enorme pedazo de carne femenina y una de las arterias —con forma de tubito blancuzco—, pero de ella no salió ni una gota de sangre. La cerré con una pinza y continué. Coloqué esas pinzas de torsión en todos los lugares donde suponía que debía haber arterias... «Arteria... arteria... Diablos, ¿cómo se llama?...» La sala de operaciones parecía un hospital. Las pinzas de torsión colgaban en racimos. Con ayuda de la gasa las levantaron, y yo comencé, con una sierra de dientes pequeños, a aserrar el redondo hueso.
«¿Por qué no muere?... Es sorprendente... ¡Oh, cuánta vitalidad tiene el ser humano!»
El hueso se desprendió. En las manos de Demián Lukich quedó lo que había sido una pierna de muchacha. Jirones, carne, huesos! Pusimos todo eso a un lado. Sobre la mesa de operaciones yacía una muchacha que parecía haber sido recortada en un tercio, con un muñón extendido hacia un lado. «Un poco, un poco más... No mueras ahora —pensaba yo con ardor—, espera hasta llegar a la habitación, permíteme salir con éxito de este terrible suceso de mi vida.»
Luego la cosimos con puntadas grandes; luego, haciendo chasquear las pinzas, comencé a coser la piel con puntadas pequeñas... pero me detuve iluminado, comprendí... había que dejar un pequeño agujero para que la herida drenara... Coloqué un tapón de gasa... El sudor me cubría los ojos y tenía la impresión de encontrarme en un baño de vapor...
Suspiré. Miré pesadamente el muñón y aquel rostro del color de la cera. Pregunté:
—¿Está viva?
—Está viva... —respondieron al unísono, como un eco sin sonido, Ana Nikoláievna y el enfermero.
—Vivirá unos segundos más —me dijo al oído el enfermero, sin voz, hablando únicamente con los labios. Luego titubeó y me aconsejó con delicadeza—: Quizá no deberíamos tocar la otra pierna, doctor. Podríamos envolvérsela con gasa... de lo contrario no llegará a la habitación... ¿Eh? Es mejor que no muera en la sala de operaciones.
—Déme yeso —respondí con voz ronca, empujado por una fuerza desconocida.
El suelo estaba lleno de manchas blancas, todos estábamos cubiertos de sudor. El semicadáver yacía inmóvil. La pierna derecha estaba enyesada y en el lugar de la fractura brillaba la ventanilla que yo había dejado en un momento de inspiración.
—Vive... —dijo asombrado y con voz ronca el enfermero.
Luego comenzamos a levantarla y bajo la sábana se veía una gigantesca hendidura: habíamos dejado una tercera parte de su cuerpo en la sala de operaciones.
Se agitaron unas sombras en el corredor, las enfermeras iban y venían; vi cómo, pegada a la pared, se movía subrepticiamente una desarreglada figura masculina y lanzaba un gemido. Pero se lo llevaron de allí. Todo quedó en silencio.
En la sala de operaciones me lavé las manos, ensangrentadas hasta el codo.