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Había transcurrido un año. Mientras transcurría lentamente me había parecido multifacético, variado, complicado y terrible, pero ahora comprendo que ha pasado como un huracán. Me miro en el espejo y veo las huellas que ha dejado en mi rostro. Los ojos se han vuelto más severos e intranquilos, la boca más firme y viril, la arruga del entrecejo me quedará para toda la vida, como me quedan los recuerdos. Los veo en el espejo correr en un impetuoso torrente. Pero... en otra ocasión también temblé al pensar en mi título y en que algún fantástico tribunal me juzgaría y los terribles jueces me preguntarían:

«¿Dónde está la mandíbula del soldado? ¡Eh! ¡Contesta, malvado sinvergüenza con título universitario!»

¡Cómo no voy a recordarlo! El asunto es que, aunque en el mundo existe el enfermero Demián Lukich que extrae los dientes con la misma habilidad con que un carpintero saca los clavos herrumbrosos de las tablas viejas, el tacto y el sentimiento de mi propia dignidad me sugirieron, desde mis primeros pasos en el hospital de Múrievo, que debía aprender a extraer muelas. Demián Lukich podría ausentarse o enfermar y nuestras comadronas saben hacerlo todo, menos una cosa: extraer muelas. Ese no es asunto de ellas.

En consecuencia... Recuerdo perfectamente un rostro sonrosado pero consumido por el sufrimiento que estaba en el taburete frente a mí. Era el de un soldado que, como muchos otros, había vuelto del frente que se desmoronaba después de la revolución. Recuerdo con exactitud la enorme muela agujereada, fuertemente enclavada en la mandíbula. Frunciendo el ceño con expresión de sabiduría y tosiendo con preocupación, coloqué las tenazas en aquella muela. Debo añadir, sin embargo, que en ese momento recordaba con toda claridad el conocido relato de Chéjov acerca de cómo le extrajeron una muela al sacristán. Entonces, por primera vez, me pareció que ese relato no era gracioso. Algo crujió con fuerza en el interior de la boca y el soldado dio un corto alarido:

—|Ay!

Después de eso, cesó la resistencia a mis manos y las tenazas salieron de la boca con un objeto blanco y ensangrentado apretado entre ellas. En ese instante sentí que el corazón me daba un vuelco porque ese objeto superaba, por sus dimensiones, a cualquier diente, aunque éste fuera una muela de soldado. Al principio no comprendí nada, pero luego estuve a punto de echarme a llorar: de las tenazas verdaderamente colgaba una muela de raíces muy largas, pero de la muela colgaba un enorme trozo de hueso, inmaculadamente blanco e irregular.

«Le he roto la mandíbula...», pensé, y las piernas me flaquearon. Dando gracias al destino porque no se encontraban en ese momento junto a mí ni el enfermero ni las comadronas, con un movimiento subrepticio envolví el fruto de mi audaz trabajo en una gasa y lo escondí en mi bolsillo. El soldado se balanceaba en el taburete aferrándose con una mano a la pata del sillón ginecológico y con la otra a la pata del taburete, y me miraba con ojos saltones y completamente atontados. Confundido, le di un vaso con una solución de permanganato de potasio y le ordené:

—Enjuágate la boca.

Fue una acción tonta. El soldado se llenó la boca de la solución y cuando la escupió, ésta salió mezclada con la sangre de color escarlata que ya por el camino se había convertido en un líquido espeso de un color nunca antes visto. Luego, la sangre comenzó a manar de tal forma de la boca del soldado, que yo mismo me asusté. Si le hubiera hecho un corte en la garganta con una navaja de afeitar, seguramente no habría manado con tanta fuerza. Dejé el vaso con el permanganato y me lancé hacia el soldado con bolas de gasa con las que intentaba taparle el agujero abierto en la mandíbula. La gasa se volvió inmediatamente escarlata y, al sacarla, vi con horror que en aquel agujero fácilmente se podía acomodar una ciruela de las de gran tamaño.

«He arruinado a este pobre soldado», pensé con desesperación mientras sacaba largas franjas de gasa de un frasco. Finalmente la sangre se detuvo y unté con yodo el agujero de la mandíbula.

—No comas nada durante tres horas —dije con voz temblorosa a mi paciente.

—Se lo agradezco profundamente —respondió el soldado, mirando con cierto asombro la taza, llena de su sangre.

—Tú, amigo mío —dije con voz lastimera—, haz lo siguiente... Ven mañana o pasado mañana a verme. Necesito..., sabes..., será necesario examinarte... Tienes al lado una muela sospechosa... ¿De acuerdo?

—Se lo agradezco profundamente —repitió el soldado con aire sombrío, y se alejó sujetándose la mandíbula. Yo me lancé hacia el consultorio y estuve sentado allí durante un tiempo, cogiéndome la cabeza con las manos y balanceándome, como si yo mismo tuviera dolor de muelas. Unas cinco veces saqué del bolsillo la dura y ensangrentada bola, pero siempre volvía a esconderla rápidamente.

Durante una semana viví como extraviado en la niebla, adelgacé y me debilité.

«El soldado tendrá gangrena, o septicemia... ¡Ah, demonios! ¿Para qué le habré metido las tenazas en la boca?»

Escenas absurdas me cruzaban por la mente. Por ejemplo, el soldado comienza a temblar. Primero camina, y relata cosas sobre Kérenski y el frente, pero se va poniendo cada vez más silencioso. Ya no está para Kérenski. El soldado está acostado sobre una almohada de percal y delira. Tiene cuarenta grados de temperatura. Todos los aldeanos visitan al soldado. Al final el soldado ya está tendido sobre la mesa, bajo los iconos, con la nariz afilada.

En la aldea comienza el cotilleo.

«¿Cómo habrá podido pasarle esto?»

«El doctor le sacó una muela...»

«Ahí está el asunto...»

Más días, más cotilleo. Una investigación. Aparece un hombre de rostro severo.

«¿Usted le extrajo una muela al soldado...?»

«Sí..., yo.»

Exhuman al soldado. Un juicio. El oprobio. Yo soy la causa de la muerte. Y he aquí que ya no soy un médico, sino un hombre desdichado, arrojado por la borda, mejor dicho, un ex hombre.

El soldado no volvía al hospital, yo me deprimía y la bola se llenaba de herrumbre y se secaba sobre el escritorio. Una semana más tarde debía ir a la capital de distrito por el salario del personal. Me marché a los cinco días y, ante todo, fui a ver al médico del hospital de distrito. Ese hombre, con una barbita ahumada por el humo del tabaco, había trabajado durante veinticinco años en el hospital. Había visto de todo. Esa noche, en su gabinete, yo tomaba melancólicamente té con limón y hurgaba en el mantel, hasta que finalmente no resistí y, hablando con rodeos, le conté una historia confusa y falsa: a veces... ocurren ciertas cosas... si alguien extrae una muela... y rompe la mandíbula... puede producirse la gangrena, ¿verdad...? Sabe, un trozo... he leído...

El médico me escuchó un buen rato fijando en mí sus ojos descoloridos bajo cejas hirsutas, y de pronto me dijo:

—Usted le ha roto el alvéolo... En el futuro extraerá muy bien las muelas... Deje el té y vamos a beber un poco de vodka antes de la cena.

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