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—Exactamente. Soy molinero.

—¿Y cómo le atormenta la fiebre? ¡Cuénteme!

—Cada día, en cuanto dan las doce, comienza a dolerme la cabeza. Luego me sube la fiebre, me martiriza durante un par de horas y luego me deja.

«¡El diagnóstico está listo!», tintineó victoriosamente en mi cabeza.

—¿Y en las horas restantes no tiene nada?

—Tengo las piernas débiles...

—Aja... ¡Desabróchese la ropa! Hmm... así.

Hacia el final del examen, el enfermo me había encantado. Después de las ancianas obtusas, de los adolescentes asustados que se apartan aterrados de la cucharilla de metal, después del asunto de la mañana con la belladona, mi ojo universitario descansaba en aquel molinero.

Las palabras del molinero eran sensatas. Además, resultó que sabía leer y escribir, e incluso cada uno de sus gestos estaba impregnado de respeto por mi ciencia favorita: la medicina.

—Bien, querido —dije dándole un golpecito en su amplio y cálido pecho—, usted tiene malaria. Una fiebre intermitente... Ahora tengo toda una sala vacía. Le recomiendo que se interne. Le atenderemos como es debido. Comenzaré a curarle con polvos y, si eso no le ayuda, le inyectaremos. Tendremos éxito. ¿Eh? ¿Se internará...?

—¡Se lo agradezco profundamente! —contestó muy cortésmente el molinero—. Hemos oído hablar mucho de usted. Todos están contentos. Dicen que usted cura tan bien... Incluso estoy de acuerdo con las inyecciones, con tal de curarme.

«¡Vaya, este hombre es en verdad un rayo de luz en la oscuridad!», pensé, y me senté detrás del escritorio. El sentimiento que experimentaba en ese momento era tan agradable, que no parecía que fuera un molinero ajeno a mí quien había venido a visitarme en la clínica, sino mi hermano.

En una receta escribí:

Chinini mur. 0,5

D.T. dos. N 10

S. al molinero Judov

un sobre a medianoche.

Y estampé una audaz firma.

En otra receta:

«¡Pelagueia Ivánovna! Reciba en la sala número 2 al molinero. Tiene malaria. Hay que darle un sobre de quinina, como es costumbre en estos casos, unas cuatro horas antes del ataque, es decir a la medianoche.

¡Ahí tiene usted una excepción! ¡Es un molinero con educación!»

Ya acostado en mi cama, recibí de las manos de la hosca y soñolienta Axinia la nota de respuesta:

«¡Querido doctor! Lo he hecho todo. Pel. Lbova.»

Me quedé dormido.

... Y desperté.

—¿Qué pasa? ¿Qué? ¡¿Qué ocurre, Axinia?! —farfullé.

Axinia estaba de pie, cubriéndose recatadamente con una falda de lunares blancos sobre fondo oscuro. La vela alumbraba temblorosamente su rostro adormilado y agitado.

—Acaba de venir Maria. Pelagueia Ivánovna le ha ordenado que lo llamara a usted de inmediato.

—¿Qué ha sucedido?

—Dice que el molinero se está muriendo en la sala número 2.

—¡¿Qué?! ¿Se está muriendo? ¿¡Qué es eso de que se está muriendo!?

Mis pies descalzos sintieron de inmediato el suelo helado, al no dar con las zapatillas. Se me rompían las cerillas y tardé bastante en encender la llamita azulada de la lámpara... El reloj marcaba exactamente las seis.

«¿Qué ocurre...? ¿Qué ocurre? ¡¿Acaso no será malaria?! ¿Qué tendrá el molinero? El pulso era magnífico...»

Antes de cinco minutos, con los calcetines puestos al revés, la chaqueta sin abotonar, despeinado, con mis botas de fieltro, atravesé corriendo el patio, todavía completamente oscuro, y entré en la sala número 2.

Sobre una cama deshecha, junto a unas sábanas arrugadas, vestido tan sólo con la ropa de la clínica, estaba sentado el molinero. Le alumbraba una pequeña lámpara de petróleo. Su barba pelirroja estaba completamente despeinada y sus ojos me parecieron negros y enormes. El molinero se tambaleaba, como si estuviera borracho. Se observaba a sí mismo con horror, respiraba pesadamente...

La enfermera Maria, con la boca abierta, miraba el rostro púrpura oscuro del molinero.

Pelagueia Ivánovna, con la bata torcida y la cabeza descubierta, se lanzó a mi encuentro.

—¡Doctor! —exclamó con voz algo ronca—. ¡Le juro que no tengo la culpa! ¿Quién podía haberlo esperado? Usted mismo escribió que era una persona educada...

—¡¿Pero qué pasa?!

—¡Imagínese, doctor! ¡Se ha tomado los diez sobres de quinina de una sola vez! A medianoche.

* * *

Era un opaco amanecer de invierno. Demián Lukich recogía la sonda estomacal. Olía a aceite de alcanfor. La palangana que se encontraba en el suelo estaba llena de un líquido parduzco. El molinero yacía agotado y pálido, cubierto hasta el mentón por las sábanas. La barba pelirroja sobresalía erizada. Me incliné. Le tomé el pulso y me convencí de que el molinero había salido con bien.

—¿Cómo está? —le pregunté.

—Tengo tinieblas egipcias en los ojos... Oh... Oh... —contestó el molinero con una débil voz de bajo.

—¡Yo también! —contesté irritado.

—¿Cómo? —replicó el molinero (todavía me oía mal).

—Explícame una sola cosa, buen hombre: ¡¿por qué lo has hecho?! —le grité con fuerza en el oído.

Aquel sombrío y hostil bajo me respondió:

—Pensé que no valía la pena perder el tiempo tomando los sobres de uno en uno. Me los tomé todos juntos y asunto terminado.

—¡Es monstruoso! —exclamé.

—¡Un chiste! —respondió el enfermero, en una especie de cáustica modorra.

* * *

«Pero no..., lucharé. Lucharé... Yo...» Y se apoderó de mí un dulce sueño después de una noche difícil. Se extendió un velo de tinieblas egipcias... y en él me pareció verme a mí..., no sé si con una espada o con un estetoscopio. Camino... Lucho... En un lugar apartado. Pero no estoy solo. Conmigo camina mi ejército: Demián Lukich, Ana Nikoláievna, Pelagueia Ivánovna. Todos con batas blancas y siempre adelante, adelante...

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